El caso contra William. Mark Gimenez

El caso contra William - Mark  Gimenez


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someterías a la prueba del polígrafo?

      —Sí, señor Tucker. Por supuesto que sí.

      —¿Aceptas el caso?

      El fiscal del distrito, Dick Dorkin, estaba sentado en el despacho del juez al lado de Frank. El juez Harold Rooney estaba sentado en su mesa, frente a ellos. Era por la tarde. Harold había ido porque Frank se lo había pedido; el fiscal del distrito lo hizo porque no tenía familia con la que pasar el sábado.

      —Es culpable, Frank, y tú no representas a clientes que son culpables —dijo Dick—. ¿O no es así?

      —Es inocente.

      —¿Cómo lo sabes?

      —Lo miré fijamente a los ojos y le pregunté si había violado y asesinado a Rachel Truitt. Me dijo que no.

      —Está mintiendo.

      —Un chaval de veinte años no miente tan bien.

      E fiscal del distrito miró al juez.

      —Harold, no puedes dejar que Todd salga de prisión. Es culpable y un peligro para la sociedad. Se le ha pedido la pena de muerte, por el amor de Dios.

      —Frank —dijo el juez—, podría fijar la fianza en cinco millones de dólares, pero su padre podría pagarlo con su tarjeta de crédito.

      —¿A dónde quieres llegar? Eso es lo que pretendo, que salga de prisión bajo fianza.

      —¿Que salga de prisión bajo fianza? —preguntó el fiscal del distrito, sin creérselo—. ¿Un acusado de violación y asesinato? Harold, no puedes hacer eso.

      El juez exhaló.

      —Frank, todos conocemos tu reputación. Tu regla. Estoy depositando mi confianza en ti. No me hagas parecer un tonto.

      —No pasará, Harold.

      —Fianza fijada —sentenció el juez.

      Capítulo 8

      «Tu palabra contra la mía». Pero ella estaba muerta. Él, en el estrado.

      —Bradley, ¿violaste a Rachel Truitt? —preguntó Frank a su cliente.

      —No, señor.

      —¿Te acostaste con ella?

      —Sí, señor.

      Frank condujo a su cliente a que relatara todos los detalles del encuentro con Rachel en el vestuario de la cancha de baloncesto.

      —Después de que se marchara, ¿volviste a ver a Rachel?

      —No, señor.

      —Aquella noche, ¿estrangulaste a Rachel hasta matarla?

      —No, señor.

      Hacía tan solo dos semanas que la victoria del equipo de fútbol americano de la UT y del campeonato nacional en el estadio Rose Bowl había desaparecido de todas las portadas de los periódicos de Austin, reemplazándolo por «el estado de Texas contra Bradley Todd». Los periodistas y los cámaras estaban apostados en la plaza, a las puertas de los juzgados del condado de Travis, en el centro de Austin. Los más curiosos habían madrugado para estar en primera fila, como si ese juicio por violación y homicidio fuese un reality show. Quizá lo fuera en Estados Unidos en el 2006. Frank pensaba que el caso Enron había sido un circo mediático, y lo había sido; pero un caso de un deportista famoso era un circo de tres pistas.

      Eran los primeros días del mes de enero, y Frank se encontraba otra vez en el juzgado con un caso penal entre sus manos ante el juez Harold Rooney y contra el fiscal del distrito del condado de Travis, Dick Dorkin. Este no se había recuperado desde la absolución de la senadora de hacía dos años. La audiencia previa al juicio había sido polémica. El fiscal del distrito estaba decidido a condenar a Bradley Todd. Vencer a Frank Tucker. Convertirse en gobernador.

      Frank había solicitado que el juicio se celebrara lo antes posible, de acuerdo con la ley de juicios rápidos, y rechazó todas las prórrogas que pidió el fiscal. Cuando la acusación no tiene pruebas, se presiona la celebración del juicio. Se fuerza a que se retiren todos los cargos o se acelera el proceso. La vida de Bradley Todd se había detenido: lo habían suspendido del equipo de baloncesto después de que las feministas y que la facultad acampara en protesta por el campus; era inocente hasta que se demostrara su culpabilidad en cualquier parte, con excepción de la Universidad de Artes Liberales; y seguiría siendo así hasta que el jurado llegara a un veredicto. Algo que ocurriría en cuestión de días.

      —Señor Dorkin, su turno —dijo el juez.

      El fiscal del distrito del condado de Travis se levantó y se acercó hacia el testigo.

      —¿Después de que mantuviera una relación sexual con Rachel, adónde se dirigió?

      —Al vestuario masculino. Me di una ducha y me fui al apartamento de Sarah.

      —¿Sarah Barnes? ¿Su prometida?

      —Sí, señor.

      —¿Y qué hizo el resto de la noche?

      —Me quedé con Sarah en su apartamento.

      —¿No salió a ninguna parte?

      —No, señor.

      —Sabe usted que Sarah está sentada fuera de la sala ahora mismo, esperando para testificar después de usted.

      —Sí, señor.

      —¿Sabe usted, señor Todd, que si Sarah mintiera para protegerle estaría incurriendo en perjurio?

      —Sí, señor. Pero no lo hará. Ella no va a mentir. No tiene por qué hacerlo. Estuvimos juntos toda la noche.

      —Pero si ella miente, y se descubriese más adelante, se le acusaría y condenaría. ¿Lo sabe usted?

      —Sí, señor.

      La policía había recabado el semen de Bradley del cuerpo de la víctima, pero no tenía ninguna otra prueba física que lo vinculara con el crimen. Y la prometida de Bradley testificaría sobre su paradero en el momento del asesinato. Testificaría que estaba con ella en su apartamento. Frank también la había entrevistado. No le cabía duda de que le había contado la verdad. Pero el fiscal del distrito seguía convencido de su culpabilidad. De que había quedado con Rachel Truitt en ese bar. De que habían tenido sexo salvaje que había desembocado en una muerte violenta. Pero no tenía pruebas. No tenía testigos. No tenía grabaciones de las cámaras de vigilancia en las que apareciera Bradley. Nada. El fiscal tendría que haber retirado los cargos y haber esperado hasta encontrar alguna prueba (de la que estaba seguro que existía),que culpara a Bradley en un año, cinco o diez; los crímenes de sangre no tenían vigencia ni prescribían. Pero una desestimación del caso tendría mala prensa y le salpicaría en los debates entre los candidatos para gobernador. Así que el fiscal presionó y siguió adelante con el caso. Su única esperanza en condenar a Bradley recaía en romper a su prometida en el estrado, desestabilizarla.

      Sarah Barnes era guapa y cristiana. Llevaba una cadena con una cruz colgada al cuello y juró «decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, con la ayuda de Dios». Se sentó en la silla de los testigos. Frank le formuló algunas preguntas preliminares que concernían a la relación que mantenía con el acusado y, al final, le formuló la única pregunta que le importaba.

      —Sarah, ¿estuvo el señor Bradley con usted en su apartamento desde las seis de la tarde del sábado 8 de octubre del año pasado hasta la mañana del siguiente domingo?

      —Sí, señor.

      —No hay más preguntas.

      El fiscal del distrito atacó:

      —Señorita Barnes, ¿le contó Bradley a usted que mantuvo una relación sexual con Rachel aquella misma tarde?

      —No, señor.

      —¿Así


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