Los esclavos. Alberto Chimal

Los esclavos - Alberto Chimal


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coche que viene: casi inaudible, lento, está allí, en sus oídos, durante varios segundos antes de que ella se decida –no está encadenada– a moverse.

      Pero casi de inmediato, una vez que se ha resuelto, también ha saltado de la cama, ha corrido hacia la ventana, se ha acordado de que debe tener los labios bien pintados y se ha tirado al piso a buscar un bilé.

      Cuando por fin lo ha encontrado, y se ha pintado la boca, y se ha quitado el brasier y se ha puesto los zapatos de tacón y ha abierto la ventana, el coche ya ha pasado y ya se aleja.

      Durante un largo rato, con su voz chillona (su voz de tonta, dice Marlene), Yuyis grita insultos al aire.

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      –Tu, este…, hechizo…, ¿cómo era, sí es hechizo? –dice Yuyis, y se calla. Mira para un lado y para el otro. El gorro puntiagudo cae de la cabeza del actor.

      –“Tu hechizo convierte a la más buena en mala”, pendeja –dice Marlene, furiosa. Yuyis no se levanta–. Ya, no digas nada, olvídalo.

      El actor, de pie, se mira la entrepierna.

      –Y tú –ordena Marlene– ve y trae la llave stilson.

      –Un ratito y puedo –se queja el actor, pero obedece.

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      Entonces, ya encerrada sin escape posible en el baño de la casa (que finge ser un baño de un hotel), Yuyis descubre que las dos mujeres policías que no dejan de mantenerla inmóvil, cada una aferrada a uno de sus brazos, son en realidad esclavas sexuales del capitán, quien ha acabado con la belleza de las dos luego de años de sexo desenfrenado y torturas ardientes y las ha dejado gordas y fofas. Por eso el hombre busca ahora una nueva víctima. Yuyis (aunque aquí se llama Trixy, o Trixxxy) pide ayuda pero las dos mujeres obedecerán a su macho hasta la muerte, aunque eso signifique que las dos sean desechadas como basura para dar paso a una nueva favorita. Ahora la obligan a arrodillarse junto a ellas. Ahora le arrancan la ropa. Ahora le dicen las palabras que debe pronunciar mientras se abre la puerta del baño. ¿Podrá escapar Yuyis de su destino, o más bien le encontrará el gusto a someterse a los deseos bestiales del Capitán del Sexo?

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      Yuyis misma le ha pedido a Marlene la mayoría de sus atuendos. Según esté de humor, puede querer desde ropas muy breves o muy modestas hasta los trajes más caprichosos. Y Marlene, quien ha “abusado” de Yuyis no sólo más que de cualquier otra persona, sino “mucho más de la cuenta”, casi siempre se deja llevar por una sensación semejante a la culpa, pero compuesta a partes iguales de alivio y de hartazgo: ella, después de todo, es quien la ha educado, quien le ha enseñado la sumisión y la ha mantenido encerrada desde el co mienzo.

      De modo que se resiste un poco, y a veces puede retrasar su respuesta con amenazas o golpes, pero al fin cede a los ruegos o los gritos y entrega los regalos en grandes cajas de cartón, envueltas en papel periódico para dar la apariencia engañosa de que contienen baratijas. Yuyis da la apariencia de no saber lo que contienen mientras rompe el papel, y así van a dar a los armarios el tutú blanco cuyas vueltas de tela se pliegan hacia arriba, y se cierran como una flor perezosa, para dejar ver cuanto esté más abajo de la cintura; los penachos rojos y amarillos para llevar en la cabeza, fijos a la espalda o como remate de tangas finísimas; el traje azul eléctrico de vaquerita, que consiste de sombrero, cinturón, pistoleras y botas; la botarga de oso que se abre de golpe en dos mitades, anterior y posterior, que caen al piso; el miriñaque y el kimono con los frentes abiertos; los numerosos pantalones de mezclilla, con o sin agujeros, con o sin tapones; los trajes sastre de colores severos que tanto gustan –dice Marlene– a ciertos públicos; las veinte playeras, cada una de un color distinto, con las palabras PUTA BARATA escritas en lentejuela; los cuatro trajes de hule: negro, rojo, blanco y azul (todos con máscaras completas, con las bocas dibujadas y sólo un par de aberturas para respirar) que se pegan a la piel, hacen sentir tanto calor y cuesta tanto lavar.

      Yuyis las mira cuando están colgadas. Ella, como Marlene, sueña con los momentos en que habrá de ponérselas y quitárselas ante la cámara. Pero Marlene lo sueña con mucha mayor tenacidad y constancia: las más de las veces Yuyis está pidiendo más ropa cuando no ha estrenado aún las adquisiciones más recientes, y en esto puede verse un rasgo central de su carácter: su proclividad al tedio, que Marlene debe combatir en casi cada toma una vez que han pasado los primeros minutos de trabajo.

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      Los dos hombres, que ahora se encuentran uno detrás y el otro delante, se habían presentado como productores famosos y ricos.

      –Tú tienes todo para ser estrella.

      –A lo grande.

      –¿No quieres?

      –No, pues sí –había dicho Yuyis–, pues sí quiero.

      –¿Carro del año –había dicho el que ya estaba sin pantalones–, casa en Acapulco…?

      –Ay, sí, papito.

      –¿Y todos los hombres que quieras?

      –¿Y yo qué tengo que hacer? –había preguntado Yuyis, mientras el segundo hombre también se desnudaba.

      (La película se titulaba El Macho Mágico e iba a ser la primera de una serie sobre un personaje muy atrevido, que se metía en las casas y edificios más inusitados, solo o con amigos que llevaba para organizar sesiones multitudinarias, y tenía sexo con la mujer que elegía, porque su poder de convencimiento y seducción era tan notable que superaba en mucho al tamaño de su miembro: cada vez que mostrara su miembro se verían luces estroboscópicas a su alrededor y las víctimas pondrían cara de tener un orgasmo de tan sólo mirarlo.)

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      Por supuesto, no se puede olvidar a las compañeras, las amigas, las hermanas de Yuyis. Todas se encuentran en mejor situación que ella: además de tener condiciones más placenteras de trabajo, ninguna vive en la casa. Yuyis sospecha, incluso, que no todas son habitantes del pueblo y acuden a sus grabaciones en autobús o por otros medios, desde sitios lejanos.

      Yuyis las ve muy poco, limitada como está a su cuarto y los pocos lugares que le son permitidos cuando no está grabando, y mencionarlas a todas equivaldría a hacer una lista de cierta extensión, desde Abelina –la “enana gorda presumida y pendeja”, dice Yuyis–, quien por su estatura aparece en pocas producciones pero se las da de estrella por haber tenido el segundo crédito en Tampones lejanos, hasta Zorayda, que en realidad se llama Fabiola, es afanadora en la clínica del pueblo y tardó más de un año en dejarse convencer por Marlene y aceptar al fin, además de limpiar y ayudarla con objetos de utilería, pasar frente a la cámara para sus primeras tomas. En cualquier caso, Yuyis no lleva la cuenta de todas las personas a las que conoce ni con las que comparte la mirada y las órdenes de Marlene. Algunas podrían ser personas interesantes –está Frida, por ejemplo, que es un transexual con tan enorme cantidad de implantes que tocarla en cualquier sitio produce sensaciones de lo más curioso e inquietante– pero en el fondo Yuyis siente por todas el mismo desprecio: por igual cuando habla con ellas, cuando le toca besarlas o recibir sus besos o enterrar la cara entre sus piernas, cuando hay un descanso entre dos tomas y se juntan en un rincón a comer desnudas mientras la cámara se mueve o las luces se cambian, cuando les pagan y las mira vestirse y salir por alguna de las puertas que tiene invariablemente prohibidas, todas le hacen recordar que su posición es especial: que, pese a todos los regalos y mimos que le da Marlene, no deja de ser una prisionera.

      –Está muy raro tu asunto –le dijo una vez una tal Pepina, de senos pequeños y caídos, un aro en la nariz y dos ideogramas chinos, en negro y rojo, tatuados y deformes sobre el vientre lleno de estrías; Yuyis nunca supo su nombre, pero la recuerda así porque las dos hicieron juntas una escena en la que jugaban con vegetales–. ¿Cómo es, te paga, tú la obedeces porque te da una lana, o es nada más por gusto?

      La escena tuvo que repetirse en varias ocasiones porque, sin que la propia Yuyis entienda hasta ahora el porqué, las palabras inocentes y en realidad bastante estúpidas de Pepina la pusieron furiosa, y cada tanto, en lugar de continuar moviendo la zanahoria o el tallo de apio o lo que fuera que debía


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