La primera. Katherine Applegate

La primera - Katherine Applegate


Скачать книгу
cogió uno de los caparazones. Nosotros nos pasamos el segundo de mano en mano, y cada quien tomó un sorbo de prueba. El agua era deliciosa y rara, tan fría como el hielo, tan clara como el aire, como el primer copo de nieve del invierno en la punta de la lengua.

      Cuando terminamos con el agua, aunque me habría gustado probar más, Lar Camissa nos relató la profunda división entre su pueblo, los natites subdurianos, y otro grupo. Los subdurianos habían tenido que huir al exilio, temiendo por su vida, y habían encontrado este lugar maravilloso con agua dadora de vida.

      Mientras hablaba, unos sirvientes salieron del agua para ofrecernos pescado crudo incoloro y algas hervidas. Kharu rehuyó al principio, pero se las arregló para tragar un poco de ambas cosas, con una sonrisa insegura. Tobble se comió las algas muy satisfecho. Renzo devoró su comida con gusto, como si le hubieran servido su platillo preferido.

      Yo no tenía un gusto marcado por el pescado crudo, pero tampoco me disgustaba. Mi pequeña manada de dairnes había pasado hambre con frecuencia, así que habíamos aprendido a comer lo que hubiera disponible, cuando lo había.

      —Y ahora, contadnos por qué habéis venido hasta aquí y qué es lo que buscáis —dijo Lar Camissa, masticando a la vez que emitía esa voz cantarina. Evidentemente, para los natites era usual comer y hablar al mismo tiempo. Me miró y agregó—: La dairne nos dirá si lo que decís es verdad.

      —Estábamos tratando de llegar al paso entre las montañas cuando fuimos atacados por gaviodagas —explicó Kharu—. Nos refugiamos en una cueva cuya estrechez nos permitió escapar, fue entonces que siguiendo camino en la oscuridad llegamos aquí, al reino de su majestad.

      —Es cierto —intervine—. Puede verlo en nuestras heridas y...

      Me quedé perpleja. Extendí el brazo para mostrar una de las heridas que todavía me ardía, pero no la encontré allí. ¿Estaría en el otro brazo?

      Me palpé las otras heridas cuyo lugar recordaba. Todas habían desaparecido.

      La reina subduriana rio, y fue como oír un coro de flautas.

      —Habéis bebido de estas aguas, que aceleran la curación —nos miró con picardía—. ¿Por qué creéis que nos mantenemos ocultos? Si el secreto de las aguas se conociera, todo mundo vendría a atacarnos para llevarse consigo lo que nos pertenece.

      Al instante, la atmósfera se sintió tensa. Gambler movió la cola. Renzo se puso alerta.

      —Lo cual nos lleva de nuevo a nuestro problema. ¿Cómo podemos estar seguros de que vosotros no vais a contar al mundo entero nuestro secreto? —exigió Lar Camissa—. ¿Cómo confiar en que no mostraréis a otros el camino hasta aquí?

      Kharu no supo qué responder, y durante unos momentos, permanecimos en silencio.

      Fue Renzo quien habló.

      —Sólo conocemos un camino hacia este lugar, su graciosa majestad. Si usted cierra esa abertura, el sendero que una vez condujo a ningún lugar llevará. Y cuando nos vayamos de sus aguas, pueden vendarnos los ojos, así tampoco podremos conocer esa ruta.

      Era el tipo de solución digna de un astuto ladrón.

      La reina translúcida lo miró pensativa, y luego estudió nuestras caras atentamente.

      —Es una solución conveniente —dijo ella al fin—. Pero primero debéis cumplir una misión. Es una tarea imposible para nosotros.

      —¿Cuán terrible puede ser? —me susurró Tobble.

      Muy pronto conoceríamos la respuesta a esa pregunta.

      7

      La condición de la reina

      l1

      He montado a caballo. También, aunque durante muy poco tiempo, he montado en un garilán desbocado, un animal de seis patas que forma manadas, con cuerpo carmesí, cola dorada y el cuello increíblemente largo.

      Ni una cosa ni la otra me resultaron sencillas. Los dairnes confiamos más en nuestras patas (o en nuestras aeromembranas, en caso de emergencia).

      Así que cuando me subí a lomos de una viscosa babosa-poni, con un empujón de un natite servicial, sentí algo que iba más allá de un simple temor. Este poni era más alto que un caballo, pero su cabeza (si es que un tubo terminado en un esfínter que se contraía y se expandía puede llamarse así) la mantenía baja contra el suelo.

      Para poder montar había tenido que trepar, a pesar de la ayuda del natite. Hundí los dedos en lo que me pareció gelatina fría y me acomodé más arriba, untándome por el camino de la sustancia viscosa que cubría a la criatura.

      No era mi montura preferida. Sin silla de montar, sentarse sobre la criatura con una pierna a cada lado era como estar sobre un charco viscoso. Se movía con pulsaciones rítmicas que me producían náuseas.

      Por otro lado, mi poni y los otros parecían tranquilos e imperturbables. No se apartaban del grupo ni eran asustadizos, sino que se arrastraban sin cesar.

      Lar Camissa, que no vino con nosotros, nos ofreció tres guías, uno de los cuales, Daf Hantch, parecía de alto rango. Era adusto y callado, y su voz nada tenía de la musicalidad de la de Lar Camissa.

      Rodeamos el lago, y luego nos metimos por un túnel que descendía. La temperatura del aire iba subiendo al avanzar. Nuestros acompañantes parecían abatidos en sus cabalgaduras, como si estuviéramos marchando a través de un desierto bajo un sol inclemente.

      Cerca del lago, la fosforescencia nos iluminaba el camino. Pero en las profundidades del túnel, la única luz provenía de los ojos de nuestros guías.

      —Me pregunto si podemos confiar en ellos —murmuró Gambler, trotando a nuestro lado—. Podrían estar llevándonos a cualquier lugar para luego abandonarnos en la oscuridad.

      Tras un buen rato percibí una nueva luz más adelante, un suave brillo anaranjado que parecía hacerse más intenso a medida que la temperatura subía. Nuestros guías jadeaban sin aliento y los ponis babosa se arrastraban con mayor lentitud. Hacía algo de calor, como un día de primavera. Sin embargo, era obvio que la temperatura les afectaba mucho.

      Dimos un giro brusco. Las paredes rocosas, que hasta ese momento habían sido rugosas y rezumaban humedad, de pronto se veían lisas y secas.

      Daf Hantch nos detuvo.

      —No podemos avanzar más —dijo, jadeante.

      Kharu se apeó de su viscosa cabalgadura y yo la imité, muy contenta de hacerlo.

      —Entonces, más vale que nos expliquéis cuál es la condición de la reina —dijo—. ¿Qué son exactamente esos objetos que desea que nosotros recuperemos?

      Daf Hantch tomó aire.

      —Cuando huimos y vinimos a parar bajo tierra, trajimos nuestros objetos más sagrados: la Corona, el Escudo y el Ojo. El primero, la Corona de Beleeka, es un símbolo de la noble cuna de Lar Camissa. El segundo era un objeto menos importante pero también venerado, el Escudo de Ganglid. Por último, estaba el Ojo, un juguete sin demasiada importancia, sólo la que le confiere el hecho de haber sido un regalo que la reina recibió de su madre cuando era niña.

      Kharu se cruzó de brazos.

      —¿Y? —preguntó.

      —Una banda de soldados, traidores, de la propia reina trató de huir junto con los objetos al poco tiempo de llegar aquí. Cuando escaparon, hubo una violenta erupción volcánica. No hay duda de que los mismos dioses estaban enfurecidos con esta traición.

      —No hay duda —repitió Kharu, y Renzo ocultó una sonrisa.

      —Los soldados quedaron sepultados por el magma y perdimos los objetos preciados.

      —¿Y queréis recuperarlos? —preguntó Kharu.

      Daf


Скачать книгу