Los films de Almodóvar. Liliana Shulman
también en la peculiar cinematografía que lo caracteriza.
4. La posture autobiográfica de Almodóvar
La posture d’auteur, según describe Jérôme Meizoz en “«Postures» d’auteur et poétique” (s/f), es una forma de autocreación, un constructo que puede manifestarse tanto a nivel discursivo como no discursivo. A nivel discursivo, esa posture se evidencia en el ethos autoral del artista o su credo artístico, determinante del estilo y los contenidos de su obra; a nivel no discursivo se exterioriza mediante la forma en que al autor elige presentarse a sí mismo, la elección (o no) de un seudónimo, su apariencia, sus ademanes, sus modales, etc. La idea de la posture d’auteur es, a nuestro criterio, una herramienta de análisis especialmente interesante en el caso de Almodóvar. Su discurso cinematográfico, impregnado de su historia personal y su idiosincrasia expuestas como trasfondo no discursivo, revela, como anticipamos, más que una autobiografía, una auténtica posture autobiográfica. Un producto cuidadosamente elaborado y mantenido a lo largo del tiempo que, como veremos, el director refleja en sus films a nivel diegético mediante la utilización del Doppelgänger.27
4.1. Volver y las reminiscencias de un niño de pueblo
Tomemos por ejemplo en Volver el episodio del regreso de Sole al pueblo al ser informada de la muerte de la tía Paula. En el universo de Doppelgänger de Almodóvar, Sole representa en Volver el aspecto menos asertivo del director. Ella es recluida por naturaleza, un tanto infantil. La aterran los muertos, la muerte y el tenebroso rito que la acompaña.
Sole llega al pueblo y pasa por la casa de su tía recién fallecida. Para su espanto, su madre muerta se le aparece. Sole huye a la casa de Agustina, la solitaria vecina donde velan a la muerta. Al entrar precipitadamente, un patio colmado de hombres circunspectos la mira con la indiferencia. Son los hombres del pueblo, impasibles por la reiterada obligación de asistir a los velatorios. Ella les devuelve una mirada de niño asustado. Ese niño no comprende cómo están esos hombres allí, indiferentes a la proximidad del cadáver. Agustina, maternal, sale al encuentro de Sole y, con la promesa de no obligarla a verlo, la lleva abrazada a la sala en la que las mujeres, enlutadas todas ellas, murmuran oraciones fúnebres. Al entrar, la cámara de Almodóvar enfoca desde un plano cenital. De esa manera vemos a Sole, zarandeada de vecina a vecina para cumplir el besuqueo ceremonial así como, desde lo alto, vería el pequeño Pedro la interacción de las mujeres en el patio manchego de su infancia, trepado a un muro. Agustina sienta a Sole en el sofá “para que descanse” y relata, entre acongojada y siniestra: “Era ya de noche [y] alguien me toca en la puerta. No estaba segura de haber oído bien pero al instante vuelvo a oír el mismo ruido, entonces pregunté «¿quién es?»” (Almodóvar, 2006b: 70-71). Se hace un silencio. El ambiente y el tono misterioso de Agustina refuerzan la pavura aniñada de Sole ante los misterios de la muerte. Las otras, atentas al relato, dejan de rezar mientras Agustina ejemplifica cómo una voz ahogada la llamó por su nombre. Sole está pasmada. El niño que hay en ella corrobora temeroso que, efectivamente, por las noches rondan los espíritus, como le han contado tantas veces. Y Agustina continúa: “Yo no tenía miedo. Salgo a la calle pero no veo a nadie” (71). Sole la mira estupefacta: ¡no tuvo miedo! El cruce de miradas de dos vecinas supone el conocimiento previo de visitas de ultratumba. Y sigue Agustina hablándole a Sole: “Miro donde tu tía y me pareció ver la puerta abierta. Lo encontré raro, así que entré. [Sole se sobresalta: ¿cómo pudo no tener miedo?] Llamé a tu tía pero no me contestaba. Cómo me iba a contestar ¡la pobre! Entré a la habitación y allí me la encontré, acostada, quietecica como un pajarillo” (71). Ante la anterior ristra de clichés, la cámara enfoca a dos vecinas muy compungidas, como es de esperar en estas ocasiones. Una de ellas, decididamente deslucida a quien Almodóvar apoda en el guion “la bizca”, asegura que fue el propio espíritu de la tía quien avisó a Agustina de acudir a su casa. Otra vecina se pregunta ingenuamente que si fue él (el espíritu de Paula), “¡o el de… la otra!” (71). “Cualquiera de las dos…”, agrega una línea inexistente en el guion una tercera, sonriendo con cierto morbo, como descartando que los espíritus rondan por la noche. Y Agustina refuerza: “No puedo decir quién era porque no lo vi. Pero […] «alguien» o «algo» vino a avisarme” (71). Sole está paralizada por el pánico. Agustina lo capta y se la lleva a la cocina. Sole se deja llevar como una autómata, o como un niño, agradecido de que lo saquen de ese entorno aterrador y lo calmen dándole algo de comer. Más tarde, cuando circule el cortejo fúnebre por el pueblo, se sucederán dos tomas en los que la cámara recoge la vivencia de una criatura viendo pasar la Muerte. La Muerte con mayúscula, como la llama José Saramago (2006: 135); una “señora muerte” insondablemente más poderosa y absoluta que todas esas “muertecitas particulares” (193) que acaecen a diario. Lo que circula por esa calle de pueblo es la propia esencia de la Muerte; eso que establece “la diferencia real que existe entre lo relativo y lo absoluto, entre lo lleno y lo vacío, entre el ser todavía y el no ser ya” (135). En la primera de las dos tomas el cortejo atraviesa una bocacalle. La cámara está ubicada a la altura de los ojos de un niño, como él mismo puede haber estado espiando en su infancia; listo para ocultarse tras un muro si el miedo lo invade. En la segunda, la cámara enfoca el cortejo desde lo alto, como si el pequeño se hubiera trepado a una silla o a la azotea, para mirar, sin correr peligro de proximidad, el pasar del coche fúnebre y las coronas de flores, seguidos por cabezas de mujeres y hombres balanceándose lentamente hacia el cementerio.
En la precedente secuencia de Volver encontramos varias de las coordenadas que constituyen la posture autobiográfica de Almodóvar. A través de Sole, representante de sus flaquezas, leemos al niño manchego que el director relata haber sido: un niño de pueblo, como todos los niños, cargado de temores, pero que a diferencia de los otros soñaba con el cine y los actores que adornaban los chocolatines con los que merendaba en su infancia (Vidal, 1988: 57). El director cristaliza en Volver el sueño de aquel niño de rodar una película. Le otorga renovada vida mediante el Doppelgänger encarnado por Sole y, entregándole simbólicamente la cámara, le ofrece la posibilidad de filmar lo que quizás haya sentido alguna vez, observando un cortejo fúnebre.
La secuencia expresa el efecto teleológico de la autobiografía definido por James Olney. Olney describe la ontología de la creación autobiográfica utilizando los términos griegos bios y ta onta.28 Con el término bios, el autor se refiere a la “configuración psíquica” (Olney, 2014 [1980]: 241) del autobiógrafo acerca del proceso por el que ha pasado su vida, es decir, el devenir de su vida, la sucesión de acontecimientos referentes a su propio pasado relatados por él mismo. A diferencia del espíritu retrospectivo del bios, el concepto de ta onta es todo presente; está determinado por la confluencia de los acontecimientos en el momento de elaborar la obra. El ta onta es un “ahora”, un “soy” del autor que, si bien incluye todos los “así era/así fui”, ha definitivamente superado su “aquel que he sido”. Y así lo enuncia Olney:
If bios is the historical course of a life, then at any given present moment of that life it is necessarily true that all things have flowed and that nothing remains: “is” has been transformed into “was” and has thereby been drained of all vitality, of all reality, of all life; “what was” no longer composes a part of ta onta, the present, the sum of things that are now existing or that are now being. (239-240)
Alberto Mira expresa ese “drenaje de toda vitalidad, de toda realidad” que adjudica James Olney al pasado en proceso de rememoración, en términos gramaticales. Mira (2013: 90) sostiene que, al recordar un sujeto su historia, el tiempo gramatical que realmente emplea para reconstruirla es el futuro perfecto. Es pensar en términos de un “yo habré sido, más que [los certeros] yo era o yo fui”.
James Olney se sirve del análisis de las autobiografías de Richard Wright, Paul Valéry y William Butler Yeats, y reconoce tres posibles estrategias autobiográficas, a saber: la utilización de recuerdos concretos en forma creativa (como hiciera Wright), la creación de un nuevo relato abandonando por completo los recuerdos (como es el caso de Valéry) y la transformación