Gabriel García Márquez, cuentista. Juan Moreno Blanco

Gabriel García Márquez, cuentista - Juan Moreno Blanco


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la realidad. A un extremo, está el comportamiento de Pelayo y Elisenda. Ambos acaban acostumbrándose hasta tal punto a la presencia de la extraña criatura súbitamente llegada a su patio, que la integran a su cotidianidad e incluso a su familia: el señor muy viejo con unas alas enormes juega con el niño en el corral y juntos contraen la varicela. El milagro se naturaliza y se vuelve prosaico, a través de detalles como: “con el dinero recaudado [por las entradas que cobraban para dejar ver al “ángel”] construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines” (p. 230); además, el prodigio queda perfectamente asimilado dentro del orden cotidiano y familiar cuando la pareja decide ponerle a la nueva mansión “barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles” (p. 231). Las dos lógicas, los dos órdenes distintos, lejos de chocar entre sí, se funden y confunden… Del otro extremo, está la actitud del médico. No es, desde luego, casual que el encargado de desestabilizar la lógica común, aceptada unánimemente y prestigiada por la razón y la ciencia, sea precisamente el representante del discurso científico, el médico, quien examina al “ángel” como a cualquier paciente y al final concluye que las alas “resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían también los otros hombres” (p. 231). La reacción del médico, que en vez de asombrarse ante lo sobrenatural o lo insólito se asombra ante lo natural y familiar da cuenta de las nuevas leyes que rigen el universo narrativo y que se instauran precisamente a través de un fino trabajo de dicción. Pensar al hombre con otras constantes antropológicas que las bien conocidas por todo el mundo es parte de la conquista de un nuevo mundo operada por el realismo mágico, que revela a su lectores un universo más abarcador, menos prohibitivo, sin temor al ridículo y a ser juzgado, que derrumba todo prejuicio y se abandona en alas de la imaginación.

      Esta inversión que se opera a nivel de la dicción y que tiene como resultado la fusión de dos lógicas contrarias e incompatibles es perfectamente acorde con la naturaleza bizarra de la criatura alada, entre mágica y humana. Nótese que en la descripción de esta aparición, la ficción se funde con la dicción de manera que ambos aspectos resultan inseparables: sin duda alguna la criatura tiene alas, pero “su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza” (p. 225). Con una sutil maniobra que pasa inadvertida por el lector, la lógica del relato suplanta a la común, de manera que empiezan a sonar con toda naturalidad expresiones como “un ángel de carne y hueso”, que fuera del mundo ficticio serían totales disparates. El ángel no entiende latín y desprecia los cristales de alcanfor, que una vecina beata le ofrece, convencida de que eran el alimento de los ángeles. Los curiosos lo miran y “retozan” con él como si fuera un “animal de circo” encerrado en el corral de las gallinas. Sin embargo, éstas lo picotean en busca de “parásitos estelares” y sus aletazos provocan “un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo” (p. 229). El trabajo de dicción se encarga de mantener la ambigüedad entre lo sobrenatural y lo humano, hasta el final del cuento, donde si bien se presencia otro hecho inconcebible desde la lógica del orden natural, el tono de la narración lo naturaliza, lo acerca, lo vuelve aceptable y familiar. El “ángel” echa a volar pero la mirada que enfoca el prodigio pertenece a Elisenda, quien “estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo” (p. 232) y ante el milagro tiene una reacción muy parecida a la de Fernanda en Cien años de soledad, cuando presencia sin el menor asombro, con su típico prosaísmo cachaco, la subida al cielo de Remedios, la bella, envuelta en las sábanas: “Fernanda, mordida por la envidia, terminó por aceptar el prodigio, y durante mucho tiempo siguió rogando a Dios que le devolviera las sábanas” (García Márquez 1997: 236). El discurso desvía la atención del hecho mágico y así lo naturaliza y lo minimiza, a través de este apunte, fina maniobra de dicción, que se conjuga con otra estrategia, esta vez de índole de la ficción: el “bárbaro exterminio de los Aurelianos”, episodio que se cuenta inmediatamente después del hecho sobrenatural y que hace que todos, personajes y lectores, se olviden del “asombro” por el “espanto” (p. 236).

      En la propia naturaleza del señor muy viejo con unas alas enormes hay atributos incontestablemente sobrenaturales, pero a la vez hay otros que devuelven irremediablemente lo mágico a la esfera de lo humano. Además, el tema del milagro “defectuoso” vuelve a través del fantástico de ficción: no solamente caracteriza a su propio ser, sino que la trama narra los milagros demasiado humanos de la extraña criatura, que es y a la vez no es de otro mundo:

      ...los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. (García Márquez, 1999: 230)

      He aquí la razón por la cual gran parte de la crítica ignora sistemáticamente en la obra de García Márquez el fantástico de dicción, inseparable del fantástico de ficción y la pertenencia de ambos al nivel estético, a la forma artística. Viene a reforzar este tópico la peculiar personalidad creadora del autor colombiano: desde cierto punto de vista, García Márquez parecería correr una suerte similar a la de Juan Rulfo, al que también se le ha retratado muchas veces como una aparición “mágica” en el campo desolado de las letras. En ambos casos, la visión mágica parece rebasar los límites de sus obras y apoderarse también del perfil del escritor, convirtiéndolo en un mito. La realidad que hay detrás es que, dentro de la gran narrativa latinoamericana del siglo XX, los dos escritores son de los pocos que no practicaron también la crítica literaria, ni reflexionaron por escrito, sino de manera muy ocasional, en torno al proceso creador. Mientras Vargas Llosa propone su teoría sobre la obra literaria y el escritor, y publica varios libros de crítica literaria, Carlos Fuentes teoriza sobre la nueva novela al calor del boom, Cortázar sobre el género del cuento, el subgénero fantástico y su importancia en América Latina, García Márquez es, en cambio, sin duda el autor del así llamado boom que menos se interesó por la crítica y la teoría literarias. Seguramente esta circunstancia contribuyó también a desenfocar su perfil de escritor. Se pasó así por alto muchas veces que, si bien no escribía crítica ni teorizaba, García Márquez era un


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