La venganza del cordero atado. César González

La venganza del cordero atado - César González


Скачать книгу
donde la adversidad es la norma, no se atreven no solo a dedicarse al arte sino siquiera a levantar la mirada? No pretendo decir que esto sea una verdad irreprochable, pero no puedo negar que en esa desigualdad del derecho a ejercer tareas relacionadas a las artes, encontré una inspiración fulminante. Está naturalizado que un burgués puede hablar, criticar, analizar, interpretar, juzgar, recomendar, tutelar, adoptar, predicar, salvar, recuperar, reinsertar, regenerar, representar, defender, sancionar, enseñar, permitir y escuchar a los pobres, pero nunca de los nunca es al revés.

      Es digno de un tratado analizar las razones por las cuales el mundo de la marginalidad y en particular el de la cárcel produce tanta fascinación entre los burgueses. Les fascina ver cómo los pobres se aniquilan entre ellos, piden que la sangre de esos pobres inunde la pantalla, protestan si ven un acto de cariño entre esos seres caricaturizados hasta la infamia.

      A la tierra nos arrojaron para construir el infierno y entre las celdas más ardientes andan cuerpos sin mañana pero con el alma despierta. Los presos saltan y juegan sin llorar por el encierro. La cárcel es un chiste macabro de quienes tienen el corazón sin rojo. Se organiza una pelea eterna entre los mismos presos para que millones de espectadores disfruten desde el palco la orgía del castigo.

      Mis compañeros de encierro, al comienzo, un poco se burlaban, otro poco sentían lástima; me consideraban, y con razón, un chiflado. Pero mi constancia los fue convenciendo y mi locura terminó siendo un beneficio para todos. Sabían que contaban con alguien que podía redactar con prolijidad y astucia desde hábeas corpus hasta pedidos de audiencias y apelaciones. Pero no solo eso: escribí también muchas cartas para novias de presos, logré reconciliaciones, perdones y suspiros. Bajo ese mecanismo conocí mi primera remuneración por la escritura; mis compañeros me pagaban con atados de cigarrillos, tarjetas telefónicas o mercadería. Hoy, a una década de distancia y con la manipulación inevitable de los recuerdos («que siempre mienten un poco» como diría el cacique Solari) siento mi experiencia en la cárcel como haber vivido la poesía. No escribir, no cantar, no memorizar, lo de allí adentro fue ser la carne del poema.

      Solo en mi barrio son muchos los amigos que han quedado en el camino; mi generación fue aniquilada a puro plomo. Muchos de los amigos que hice allá adentro también fueron muriendo. El que llegó a los treinta vivo o sin un balazo es una rareza. El espejo me perturba, porque al mirarlo siempre veo a alguno de ellos. Me sonríen, me respaldan, y algunos me recuerdan que no sea caprichoso y prenda una vela a la potencia del azar, eso que hizo que a pesar de ser baleado esté acá. A algunos les respondo que no fue solo el azar, sino también la poca distancia que había entre el lugar donde fui acribillado y el Hospital Posadas. Meras razones geográficas; si dicho hospital público no hubiese estado tan cerca de los hechos, estoy convencido de que no hubiera sobrevivido. Pero el hospital es solo un edificio inerte; lo concreto fueron las manos de esos médicos, de esos cirujanos, de esas enfermeras y enfermeros, que a pesar de ser en ese momento un negrito pibe chorro, que la sociedad normal seguramente hubiese dejado morir, decidieron no abandonarme, reanimarme luego de dos paros cardíacos, unirme la arteria ilíaca cortada por las balas, acomodarme los huesos del fémur destruido, pelearse hasta con la misma policía que exigía que no hagan nada, que no valía la pena salvar a un «delincuente». Esos son los verdaderos poetas, el resto es pura abstracción. A ellos dedico este libro.

      César González

      * La primera edición del presente libro se publicó en el año 2010 bajo el seudónimo de Camilo Blajaquis, en esta misma editorial.

      PRÓLOGO*

      La primera parte de esta historia ocurrió hace once años y monedas, cuando escuché hablar de César González por primera vez –e imaginé, de inmediato, que no volvería a saber de él. La balanza se inclinaba para ese lado, y del modo más ominoso: se trataba de un adolescente internado en el Instituto Agote, con su cuerpo de tallo verde ya cosido por balas, que se desplazaba balanceando el vientre vendado sobre un par de muletas. Venía de La Carlos Gardel, lidiaba con adicciones y purgaba condenas por delitos de esos que causan escalofríos entre los fariseos. Todo indicaba que se lo iba a devorar el dragón del sistema. ¿Qué posibilidades tenía de escapar de sus fauces? Estaba marcado de acá a la China. Solo era cuestión de tiempo. (Esta primera parte de la historia, aviso, tiene una segunda parte que retomaré al final.)

      Años después me hablaron de un poeta joven que se hacía llamar Camilo Blajaquis. El nombre llamaba la atención. Camilo podía prestarse a equívocos, pero el Blajaquis era un índice de neón que apuntaba hacia ese Sócrates porteño que fue Domingo Blajaquis: el militante de la Acción Revolucionaria Peronista (ARP) que cayó baleado en la confitería Real durante 1966 y a quien Rodolfo Walsh convirtió en un personaje inolvidable de ¿Quién mató a Rosendo? Apenas rasqué un poquito la corteza, entendí que el «Camilo» también era deliberado y homenajeaba a Cienfuegos, aquel que se atrevió a vivir la Revolución Cubana a carcajadas, como un sueño desaforado del que no quería despertar. Entonces leí uno de los poemas del joven del nom de plume incendiario –«Villas», se llamaba–, y me asombré. Era bueno de verdad. Pero más me asombré cuando, al poco tiempo, la tele le dedicó unos minutos a la película con que el poeta Blajaquis debutaba como director de un largo (Diagnóstico esperanza, 2013) y mi compañera, al verlo en la pantalla por encima de mi hombro, me dijo, enfática:

      —Es César... ¡Camilo Blajaquis es César!

      Y se le llenaron los ojos de lágrimas. Lo cual me sacó de la pantalla del asombro pasándome a aquella de la alarma. En el combo afectivo de nuestra pareja, el que llora cada dos por tres soy yo. Mi compañera puede ver morir a E.T. mientras mira el reloj de reojo y se pregunta cuánto falta para que termine esta pavada. Pero esa vez se había emocionado. Y tardó unos segundos en ayudarme al recordar al César a quien había conocido en el Agote entre 2007 y 2008, cuando fungió de asistente de una psicóloga mientras se aprestaba a recibirse de ídem. Me había hablado incansablemente de ese chico, el flaco baleado, vendado y en muletas que –este había sido su descubrimiento– era capaz de hablar durante horas de Cortázar y de Foucault; del Loïc Wacquant que había escrito maravillas como Parias urbanos y Las cárceles de la miseria.

      Camilo era César, nomás. Y el gusto de entenderlo al fin –de conectar a aquel pibe condenado que conmovió a mi compañera con el poeta libre que se había anotado en la senda de Cienfuegos y Blajaquis– fue mío, todo mío.

      Lobo atado

      En 2012 murió Leonardo Favio, el más grande de nuestros cineastas, y quise dedicarle un texto largo. Empecé a investigar, con la mira puesta en un libro. En eso estaba todavía a fines de 2014 cuando recibí un mail de parte del Indio Solari convocándome a darle una mano en su autobiografía. Postergué a Favio entonces –pienso retomar el proyecto, ahora que salió el libro del Indio– sin mayor dolor, porque respondía a la misma necesidad: contar la historia de los grandes artistas populares de este país, que surgieron de la clase laburante y no de la academia y aun así construyeron una obra exquisita.

      Sentado en el sofá de Luzbulo –el playground de Solari–, encontré La venganza del cordero atado (2010), primera compilación de poemas de Camilo Blajaquis, dedicada de puño y letra al inspirador de su título. (Para los que no tienen por qué saberlo: el sexto LP doble de Los Redonditos de Ricota data de 1993 y se llama Lobo suelto / Cordero atado.) El círculo se cerraba: además de Cienfuegos y de Blajaquis y de émulo de Favio –el negrito que se había animado a dialogar de igual a igual con Fellini y Kurosawa–, César era ricotero.

      A partir de entonces presté atención a cada aparición pública suya que caía en mis manos o titilaba ante mis ojos. El efecto alucinado era siempre el mismo: aun a pesar de la mediación que opera la traducción periodística –y que casi nunca está a la altura de la persona real–, me parecía estar escuchando al César a quien mi compañera había pintado tan vívidamente. Que no solo había sorteado la infinidad de trampas que el destino le había echado a los pies, con los pies ágiles de un Fred Astaire (diría Verbitsky) o de un Indiana Jones (diría


Скачать книгу