Una mujer en pedazos. Giselle Rumeau
indiferencia frente a mi dolor. Hace ya dos meses que no lo veo y recién ayer, a una semana de la cirugía en la que me extirparon el tumor, reapareció con un mensaje de texto breve, de una frialdad intolerable. “Me contó Naty que la operación salió mejor de lo esperado. Me alegro mucho, de verdad. No te llamo para no molestarte. Pero te deseo mucha suerte”. Suerte. ¿Puede haber algo menos comprometido que desearle suerte a alguien? Es la descarnada confirmación de que esa persona no estará ahí cuando todo se desmadre. Suerte. Que te vaya bien. Hasta nunca. Es igual.
Sentí al leer el mensaje una pena infinita, aún soy vulnerable a su recuerdo, y apenas pude responderle. Solo le agradecí y devolví las gentilezas. “Suerte para vos también” le dije. Puede parecerlo pero no fue una ironía. Estoy segura de que la necesitará. Acabo de enterarme de que su esposa, la sana y fértil mujer con la que vive desde hace diez años, está embarazada de mellizos. Me lo contó Nadia, que suele ser pertinazmente eficaz en los momentos más inoportunos. Mentiría si dijera que no duele hasta los huesos pero lo esperaba. Pato suele huir como un cobarde cada vez que la situación se le escapa de las manos. Ya lo hizo con Sandra, con quien se involucró hace seis años, doce meses antes de que naciera Ema. Y ahora volvía a utilizar el mismo recurso. Un hijo como un regalo, como un ramo de flores para expiar su falta, su desliz, su tropiezo.
Es difícil recordar los días con Pato pero la verdad es que no siento ninguna culpa. No traicioné a nadie, no engañé, jamás mentí. No soy la que tiene que dar explicaciones. Él era responsable, no yo. Pero Pato siempre puso toda su porquería en mi puerta. “Vos sabías que yo estaba casado”, disparaba cuando le reprochaba sus desplantes, sus humores variados. “Tendrías que haber dicho que no”, me censuraba, como si el amor no fuera un mazazo en la cabeza que te deja lelo y dando vueltas como un trompo. No tenía respuestas más que el llanto porque a esa altura yo lo adoraba como a una divinidad.
Aún hoy no puedo precisar qué lleva a una mujer a involucrarse con alguien que es de otra. Me lo he preguntado millones de veces y he escuchado innumerables argumentos relacionados con la falta de autoestima o la competencia edípica e inconsciente con la madre. Es probable que algo de eso sea cierto, pero a mí me pasó por boba. Así de simple. Sinceramente creí que si un hombre casado atravesaba esa frontera en su ámbito laboral con una compañera tenía que estar enamorado. O, en su defecto, loco. ¿Qué necesidad de sacarse la calentura con alguien a quien luego tendría que seguir viendo todos los larguísimos días siguientes? ¿Por qué no buscar una aventura afuera con una mujer a la que se podría abandonar sin remordimiento o conflicto alguno? Si se animaba a desafiar todas las reglas tenía que estar enamorado. No podía ser de otra manera. Y así, voluntariamente puse día tras día, durante dos años, la cabeza en la guillotina.
Lo más triste, lo más patético y tortuoso, es que ni siquiera fuimos amantes, en el sentido estricto de la palabra. Él nunca quiso. Nuestros encuentros amorosos sucedían sin planes y sin aviso, cuando la pasión, o la represión, eran ya inmanejables. “Si sigo acostándome con vos, voy a tener que dejar a mi mujer”, me decía cada vez que se iba de mi cama. “No quiero que me explote la vida”, repetía con desesperación culposa. Pero el carácter esporádico de esta relación no me salvó del calvario de amar al hombre equivocado. Por el contrario, su permanente rechazo laceraba mi vanidad y agigantaba mi angustia con el correr de los días.
Es verdad que cuando conocí a Pato sabía que estaba casado y tenía una hija. Pero ese maldito día de febrero en que llegó a la revista, la atracción fue fatal e inmediata. Me cautivó su sonrisa franca, su piel trigueña, el pelo enmarañado, su desprolijidad adolescente. Me enamoré de él, casi de manera infantil, al día siguiente, cuando lo escuché hablar por teléfono con Ema, su hija de cinco años. Su trato amoroso logró confundirme al principio y creí que era su mujer la destinataria de tanta ternura. Pero no. Cada vez que hablaba con su esposa lo hacía con un desapego indisimulable. En sus relatos de fin de semana, ella siempre se quedaba afuera. “Fuimos con Ema a la plaza”, decía. Y si por esas eventualidades no podía dejar de nombrarla, su mujer no era su mujer sino la madre de la nena. Todo eso me confundió en extremo, porque además no fui la única que perdió la cabeza. Desde que nos vimos por primera vez Pato se pegó a mi piel como un ungüento oleoso. No había un solo momento, ni siquiera de trabajo arduo, en que no me mirara. Se divertía como un loco con mis ocurrencias y exageraciones, tanto como se preocupaba por mis amarguras. Me esperaba cuando me retrasaba en el cierre de una nota e insistía en acompañarme a mi casa si era muy tarde. Fueron días de complicidad, de risas, de ardor acumulado. Pasaba mis noches en vela, soñándolo, imaginando cómo sería la vida juntos, añorando lo que no tenía, deseando haber sido yo la madre de su hija. Me engañaba a mí misma y a mis amigas jurando que no flaquearía en nombre del amor. Pero Pato conspiraba siempre contra mi voluntad trémula.
Una noche pasó lo que ya era inevitable. Habíamos tomado unas copas de más en un bar, al que fuimos para celebrar el cumpleaños de una compañera. Recuerdo que nos sentamos juntos, sin importarnos la mirada entre burlona e inquisidora que nos echaba el resto. Cuando las luces se fueron apagando, Pato insistió en llevarme hasta mi casa y yo acepté mansamente. El alcohol había barrido con mis últimas inhibiciones y durante el viaje le relaté, verborrágica, la intimidad bochornosa de mi primer encuentro amoroso. Pato se reía, me miraba con ternura, miraba al frente, volvía a reír. Me sentía infinitamente dichosa. Aún recuerdo esas imágenes con la cadencia lenta que suelen exhibir los edulcorados encuentros de dos amantes en una mala película romántica. Pato estacionando el auto frente al edificio en el que vivo. Pato bajándose del auto con una sonrisa estúpida para abrirme la puerta. Pato cayéndome encima como un rayo. Nos besamos con desesperación un buen rato pero esa noche no me llevó a la cama. “Mejor no, tenemos que hablar”, me dijo al recobrar el aliento. Asentí con la cabeza y prometimos vernos al día siguiente para almorzar. Me dejó así, aturdida y abrasada. Creí que me estaba cuidando pero en realidad era el primer indicio de su perversión. Ya sucedía lo que vendría sin fin.
Ahora, a la distancia, me doy cuenta de que podría haber evitado el martirio ulterior. Cuando al otro día nos encontramos en un escondido restaurante de la Costanera Sur, dijo que estaba loco por mí y, al mismo tiempo, se sentía presa del pánico, porque tenía una familia a la que no pensaba abandonar. Una mujer inteligente se hubiera levantado en ese mismo momento y hubiera echado a correr sin pausa. Pero yo me quedé y lo hice con una sumisión espantosa.
“Mostrame tus tetas. Mostrámelas ahora”, ordenó antes de que trajeran la comida. Estábamos solos en una mesa al aire libre y obedecí como una autómata. Recuerdo que fui desabrochando lentamente mi camisa, jugando con mi escote, hasta dejar mis pechos expuestos. Pato se acercó y comenzó a lamerlos, primero con su lengua, y luego con toda su boca húmeda, ante los desorbitados ojos del mozo, que con los platos en la mano, improvisó un giro inmediato y se volvió a la cocina.
Sé que suena presuntuoso pero mis tetas siempre han enloquecido a los hombres. No por ser enormes, no miden más de 95 centímetros, sino porque son realmente lindas. Redondas, prominentes, pulposas, suaves. En los últimos años, me han hecho sentir poderosa. La gran tetona a la que todos se querían coger. Bastaba con enderezar la espalda en cualquier reunión multitudinaria para captar la atención inmediata de los varones y la envidia malsana de las mujeres. Érase una mujer a un par de tetas pegada, sería mi versión del poema de Quevedo. Aunque me cueste reconocerlo, mi cáncer de mama ha sido en ese punto un golpe a mi omnipotencia, a mi narcisismo infinito.
Pato gozó mis tetas como ninguno, esa noche en mi casa cuando finalmente nos dejamos arrastrar por la corriente. Creí entonces que había sido una noche gloriosa. Pero la dicha duró poco. Al día siguiente, Pato comenzó a ignorarme. Llegó a la revista convertido en otro. No me miraba cuando le hablaba, apenas sonreía. Se negaba a admitir mi existencia, como si negarme aliviara su culpa o reparara sus errores. Cuando ya no pude respirar por la angustia y la desilusión, le pregunté qué le pasaba. Nos fuimos a tomar un café al bar de la esquina y allí me dijo que me olvidara de todo, que dejemos las cosas así, que se había equivocado. Mi primera reacción fue el silencio. Después sentí frío y un profundo dolor en el vientre. Finalmente me enfurecí, le grité y reproché su irresponsabilidad. Pero no hubo caso. Insistía en que había sido un error porque no quería que su familia estalle en mil pedazos. Para mí ya no