Almácigo. Gabriela Mistral

Almácigo - Gabriela Mistral


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carne de mañana;

      venden el cuadro donde se sientan los templos,

      los pastales de nuestra leche y el viñedo de nuestro vino,

      la tierra de nuestros pies y el aire de nuestro aliento.

      Un sargento ha cedido el desierto de sal,

      un viejo enfermo el caucho de nuestro reino

      y todos han dado los petróleos y las maderas

      y los metales de nuestros hornos y nuestros fuegos.

      A los que vienen, ¿qué les daremos, padres dementes?

      Les daremos la esclavitud egipcia o la babilónica,

      el yugo vuelto a soldar para sus lomos,

      la deuda de los eslabones sin cuento

      y el odio impotente que brama sin pica ni puñal

      y los ojos bizcos de los que saben la libertad y tienen dueño.

      Mujeres nuestras, conciben porque no han visto el futuro,

      que si lo vieran negarían su vientre al dar su beso;

      echan la flor de carne porque miran la tierra y la hallan vasta,

      amamantan y acunan porque no están en el secreto.

      Creíste, Padre, que dejabas la tierra segura como la luz,

      para cada mujer un huerto y para los hombres un reino.

      Esta es la confesión que te traíamos, Pobre Padre,

      y que nos hacía castañetear los dientes de abominación.

      La hemos echado como la serpiente vomita el ratón,

      con la cara vuelta para no salpicarte de su veneno .

      Hierves en tu sepultura porque ya lo sabes,

      se oye tu fermento como el de cerveza y suero

      y te oímos el revolverse de tu levadura,

      con dicha y con miedo de saberte vivo creyéndote muerto

      y se aplacó tu corazón de contar a tus hijos y medirles los trigos

      sin saber que el mestizo es capaz de vender el lecho de su contento

      y de pagar la hora con los siglos de sus mayores

      y de trocar su paraíso por su infierno.

      Suena como las tinajas del mosto la cólera en tus lares

      y como dijeron David y Ezequiel: se rejuntan y se revuelven furiosas.

      Hierve bien, hierve sepultura nuestra como marmita,

      hierve salpicándonos la brea, el aceite y la pez,

      que oír hervir en estas horas es bueno

      y que de ser tu sangre y vivir tu ansia

      uno por uno todos a la hora duodécima herviremos.

      Las mujeres dicen que no sienten la bullidera

      pero que sienten algo más fuerte y cercano;

      sienten que tu cuerpo se ha ido recostando en sus rodillas,

      poco a poco, desde la primera que es moza hasta la vieja que aun ama,

      que en una descansa tu cabeza y en otra tu espalda,

      que la carga es dulce pero que tiene peso.

      Sus caras están extasiadas como las de las vírgenes del Sol.

      Se callan como María sin entender y aceptando el misterio

      y sin bulto visible están como cuando mecen y mecen;

      todas saben que cualquiera es la elegida

      pero ninguna sabe dónde caerá la simiente.

      Hermosas son aun, Padre que las amaste,

      caminan con ritmo, hablan dulce, crían con su pecho

      y si las ves tiemblas otra vez del viejo Eros

      y si no las ves te acuerdas del friso de sus cuerpos.

      Si te mecen como hijo o como amante, no saben.

      Siempre amaron así como con leches en su deseo.

      Están calladas y parecen eternas porque son Ella misma,

      la Eva de América, madre tuya, de O’Higgins e Hidalgo.

      Los bíceps están en nosotros, el salto y la llama;

      pero ellas quietas y atónitas, ¡qué grandes se han vuelto!

      Estamos mezclados en el mosaico de la vieja vida,

      un hombre al lado de cada mujer de su lecho;

      pero tu cuerpo al caer apartó las rodillas más fuertes

      y estás entero posado sobre ellas como un sacramento.

      Y el hervir que oíamos en tu sepultura

      ahora se oye en el pecho suyo, en el vientre de hierro,

      y tenemos celos y no tenemos celos.

      Querríamos hablar pero todo se ha vuelto silencio.

      El cielo está cargado de estrellas que pesan,

      la noche está cargada de unos aromas nuevos

      y la cara del millar de mujeres soporta

      no sé qué eternidad y qué terrible fuerza de anhelo.

      Padre nuestro, Bolívar acostado

      en tu reposo o en tu desasosiego,

      sobre limos y cascajos de la América,

      soñando sin dormir, tendido y combatiente:

      ¿Es que duermes, Padre, es que duermes?

      Descansa, si tu sangre aprendió el pararse,

      el gusto a leche densa del sueño

      y si también dijiste “Descansemos ahora”.

      Te velamos sin decirte lo que nos trae,

      pasmados como los pinos patagones

      blandos de piedad y bebiéndote

      la belleza del rostro, ya no tuyo sino nuestro,

      que basta por paga de la marcha

      el verte bello e íntegro bajo los cielos.

      Te velaremos, mascando como el quechua

      la amarga coca de las confesiones y nuestro ruego

      y rumiando callados como el llama

      el relato que traíamos, enrollado y secreto,

      las cabezas bajas, que ya saben tu reverencia,

      los hombros doblados, que llevan tu peso.

      Te velaremos toda la noche, Padre, te velaremos.

      Si descansas, Padre, sigue, sigue durmiendo

      que tu fatiga fue la de los leñadores y mineros,

      y nos contaron en toda lengua

      la fábula de un hombre a caballo quince años

      contra el viento,

      a nado en cada río en que bebemos,

      y abriendo con pechada los bosques cerrados,

      con el rostro el destino partiendo.

      Pero si tú no duermes, porque el limo a la espalda,

      el cielo con signos encima, y el rumor del desgarramiento

      y el tumbarse de techos y vigas de tu casa,

      te caen, muerto sin tierra, sobre el pecho;


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