Tareas no hechas. Luis Miguel Rivas

Tareas no hechas - Luis Miguel Rivas


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Pero me dan ganas. Uno eso no lo va diciendo por ahí y mejor se queda en su oficina las ocho horas, va a su casa, toma su transporte, paga la EPS1 y todo eso. Vive como se considera que se debe vivir. Sin embargo debajo de cada hora de oficina, de cada fila en el banco, de cada reunión familiar, siempre está la inminencia de la explosión. La sospecha leve y permanente, como una música de fondo, del absurdo de todo eso, tan clara que uno a momentos cree que se le está dañando la pensadera. Uno no es que se proponga ver así las cosas, no es que le hayan lavado el cerebro, no es que haya leído la Biblia completa, no es que tenga el capricho de llevar la contraria ni que haya descubierto una verdad que ignoran los demás. Es solo una sensación, pero tan fuerte y tan perdurable como dicen que son las verdades, contaminando cada segundo en la forma de una frase martilleante: el absurdo está en la base de todo esto.

      Y bueno, hace diez años estaba yo en la barra de un bar envigadeño, buscando nubes en el humo de un cigarrillo y acercándome al barranco por la vía etílica, cuando apareció un muchacho flaco y un poco desbarajustado, con una nariz de italiano de película gringa, que me miró distinto, como entendiendo algo con el hecho de vernos. Le hablé con esa suficiencia adolescente del que se considera derrotado e incomprendido y él, aunque era menor que yo, me contestó con el tono de “qué le vas a enseñar a tu papá a hacer hijos”. Conversamos. Me habló de un lugar en el barrio Mesa donde se estaba gestando un proyecto cultural y social. Esas tres palabras, ¡por Dios!, tan sospechosas, tan manoseadas, “proyecto”, “cultural”, “social”. Sin embargo el flaco aquel hablaba con sinceridad y las palabras salían vivas así fueran las de siempre. Estuvimos hasta tarde andando calles y hablando y me despedí del que me pareció un tipo altanero e interesante.

      Un día fui. Era una casa vieja de las del barrio Mesa de Envigado. Esas casas que traen incorporada en alguna habitación a una viejita con saquito azul oscuro y vestidito de flores. Era una sala de familia de los años cincuenta, con foto sepia enmarcada en la pared y todo. Pero uno no se sentía en un lugar antiguo. Era como un pasado puesto ahí, a la entrada, para que uno se apoyara en él y pegara el brinco a otra cosa. Parecía que hubieran puesto al pasado ahí con un letrero: “Abandoname, pero no te olvidés de mí”. Toda la casa estaba llena de jóvenes: unos comiendo helado, otros jugando juegos de mesa, el de allá tomando tinto, aquel otro tocando guitarra, estos hablando de todo y de nada, este mirando pa’l páramo, uno mirando a la novia, otro mirando pa dentro.

      El corredor pasaba al lado de un patiecito lleno de matas colgadas y seguía hasta la cocina. En ese sector de la edificación uno se daba cuenta de que la casa era varias casas. Había un sótano amplio con sillas y mesas hechas de troncos. En la historia del ser humano, nunca nadie con tanta precisión ha diseñado unas sillas tan perfectamente incómodas, tan alevosamente antiergonómicas. Pasé toda esa primera noche sentado en una de esas sillas sin que me importara. Y desde esa fecha tengo desencajados varios discos de la columna vertebral.

      Semanas después volví cuando me invitaron a presentar un video. Y conocí a varios de ellos: Gabriel, que parecía viviendo en el segundo piso de sí mismo; Hugo, un espíritu punkero con la camisa por dentro; Sergio, el flaco de la taberna, agudo como su cuerpo; Lina Restrepo, tapando fragilidad con parches de dureza. La casa era un espíritu, no solo porque la hubieran amoblado y organizado esos muchachos con sus propias manos, sino porque todo lo material que uno veía era producto de una idea en la que todos coincidían y que se podía resumir en dos frases: “La vida puede ser más grande” y “No hay una única manera”. Yo les miraba los ojos, los veía moverse y les notaba por encima la inminencia del barranco. No sé en qué momento ni por qué uno descubre que alguien es su hermano.

      Seguí yendo, acorde con el proceso con el que he adquirido todos mis vicios. Primero, cada quince o veinte días, después cada semana, luego entre días y finalmente muchas horas de todos los días. En ese lugar era natural hablar de hacer una película, de componer una canción, de pintar un cuadro, de irse en autoestop a andar el mundo, de escribir una novela. Y era natural también hacer todo eso. Era natural quedarse hasta las cinco de la mañana leyendo eternos poemas de León de Greiff, inventarse nuevos códigos para el parqués, sentir que uno podía ser uno sin reclamos, sin el miedo a la equivocación, sin las culpas ni las taras que nos dejaron los que salen en las fotos sepias. Era natural hablar de lo que se sentía, tener pájaros en la cabeza y pocos recursos. Yo creo que por eso escogieron ese nombre que siempre me pareció un poco snob: Stultifera navis, La nave de los locos.

      Luego entendí que para defender esa manera natural de ver la vida, ese punto de vista, había que usar un término sacado del mismo lenguaje que usan los que solo reconocen la naturalidad de lo consabido. La palabra “locos”. No me gusta porque es solo una palabra, un cliché. Pero esa casa, ese espíritu, esa gente, eran sobre todo y en esencia un punto de vista. Una mirada honda y sin aspavientos en un pueblo adocenado y chicanero. Una manera de ver que me parecía necesaria, útil, y que podría dar mucho bienestar y apertura a todos los que padecen la verdadera locura de la vida predeterminada, si se desprendieran del prejuicio con el que se defienden de la locura de los locos. Me pasé a vivir allá. Estuvimos tres años con sus días y noches trabajando en el proyecto de una película que finalmente no pudimos hacer pero que, como los buenos proyectos inconclusos, dejó una estela de cortometrajes y un grupo de gente apasionada con contar historias, que se llamó El Taller.

      Sobra decir que la vida me cambió. Y que todavía no me he podido componer. Fui feliz y no me da pena utilizar esa expresión. Lo importante, lo verdaderamente importante de los últimos años me ocurrió balanceándome en la plataforma de La nave de los locos. Me dieron permiso de no caber en mí. Porque ese era el único sitio donde cabían los que no cabían en sí mismos.

      Lo bueno es que no hablo de la añoranza de tiempos mejores, de cuando fuimos locos, de cuando quisimos cambiar el mundo. Todo eso sigue vivo. Todo eso confluyó años después en la casa del que tampoco cupo, del padrino de los que no se hallan, de los que coquetean con el barranco, en la casa de don Fernando González.

      Por ahí veo todavía al flaquito desbarajustado, sin que nada le impida ir para donde va, altanero y tozudo; todavía hablo con Hugo de hacer cosas como el panfleto envigadeño, un libelo deslenguado que solo llegó a una edición. Todavía está la idea de escribir una novela que se llame “Cuando quisimos a las muchachas”, todavía ese espíritu anda volando cada vez más fuerte, más parecido a la carne de todos los días. Todavía hay Nave, todavía hay barrancos y nubes y gritos. Y cada vez tenemos más razones para montarnos al copo más alto del árbol más alto a gritar hasta desgañitarnos:

      —¡Hijueputa! ¡Hijueputa! ¡Hijueputa!

       Diciembre de 2009

      Yo no me explico cómo es que hay gente tan buena que hace tanto daño. Son personas sinceramente amables, cordiales, bonachonas, queridas y que, obnubilados por el convencimiento de su propia bondad, promueven ideas que derivan en corrupción, iniquidad y muerte. Son los ciudadanos ejemplares de una sociedad que es un mal ejemplo para los niños. No son monstruos, ni son “otros”, ni son distintos. Son nuestros hermanos, nuestros padres, nuestros vecinos, nuestros amigos; somos nosotros mismos, sobre todo.

      La otra vez me encontré en Medellín con una persona buena a la que aprecio y admiro, un hombre respetable en el sentido verdadero de la palabra, un veterano del periodismo, un intelectual honesto que como profesor me habló de la ética y la objetividad y la libertad de expresión y que además ejercía un cargo importante en un diario conservador local. Me saludó con esa afabilidad honesta y profunda que siempre ha tenido y que despierta unas inminentes ganas de abrazarlo y quererlo para siempre. Pero en esa ocasión no pude ejercer mi cariño completamente porque la consciencia de ciertas cosas enrarecía mi afecto. Mientras sentía su calor, se me pasaba por la cabeza y no podía creer que esa misma persona grande y admirable compartiera el espíritu de un periódico que se convirtió en instrumento de guerra contra una alcaldía democrática que quería hacer ciudadanía desligada de la moral católica; un periódico que le sacó el cuerpo a asuntos tan graves como el manejo corrupto de subsidios estatales, por defender a


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