Camino de Santiago. Sisto Terán Nougués

Camino de Santiago - Sisto Terán Nougués


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de esas que uno rotularía como místicas o sobrenaturales. Sumido en esas reflexiones divisé un mojón. Continuando el rito recogí dos piedras, una más grande y otra más pequeña, porque la mente caprichosa me exigía que recordara a los abuelos fallecidos de mi mujer, una pareja envidiable que había sido fundamental en nuestra historia de amor.

      Reinicié la aburrida trepada en torno al pavimento. Pensé que era un buen momento para que el viaje me regalara alguna demostración de lo sobrenatural. No había terminado de pronunciar la blasfemia cuando una soberbia pareja de ciervos apareció de la nada. (Un macho con una cornamenta formidable, y la otra menos robusta y sin cuernos, presumo que era la hembra.) Fueron segundos en el que ellos pasaron frente a mis narices. Tan cercana y súbita fue su aparición que caí sentado en la hierba, el corazón desbocado y el olfato impregnado por un fuerte y salvaje hedor animal. Me puse de pie y reí a carcajadas. Los abuelos habían respondido a mis peticiones. A cada peregrino le preguntaba si había visto una pareja de ciervos. Unos me miraban con asombro y otros como a un loco. Nadie había visto nada.

      Superado el aburrido tramo del asfalto reingresé por caminos internos que, de a ratos, desembocaban en caseríos dispersos. En uno de ellos me sorprendió un labriego rodeado de perros intentando conducir una yunta de bueyes. Y en otro punto observé a una mujer en cuclillas con una especie de hoz segando algún tipo de cultivo. Eran extrañas postales del Medioevo en pleno siglo XXI. Traspuse un pequeño puente de madera debajo del cual surcaba un arroyo de agua cristalina, y a mi derecha divisé el lugar donde habíamos acordado almorzar. Al pie del cerro. Demoraban. Unos ciclistas habían visto a mi mujer y mis amigos bastante retrasados. El Camino hermana a los peregrinos, nos hace ser familia. Un linaje que guarda un solo objetivo: Santiago de Compostela.

      Sentado en una mesa escondida, aunque visible para mis ojos, el Escriba sonreía de oreja a oreja.

      EL PEREGRINO Y EL ESCRIBA

      La Multiplicación de la Semilla del Átomo

      Me invitó con un gesto a tomar asiento a su lado. Extrajo otro fajo de papeles que seguramente me había sustraído en algún descuido y los puso sobre la mesa. Sonreí al leer el título: “La Semilla del Átomo que se multiplica”. Recordaba perfectamente cuando había escrito aquel texto.

      El Escriba, haciendo caso omiso de la mujer que nos ofrecía bebidas para esperar a los rezagados y que, obviamente no podía verle, comenzó a leer:

      “Cuando era niño el jardín de mi casa me parecía inmenso. Al crecer advertí que, si bien grande, su extensión distaba mucho de poder ser calificada de inmensa. Pero adentrarme en su interior más profundo era toda una aventura del infante. Recuerdo que teníamos una pequeña cancha de futbol y unos árboles de palta coronados en las esquinas por dos enormes eucaliptos, y un banano extravagante que no se compadecía con el resto de la arboleda magnífica de la casa. A esa parte le llamábamos mis hermanos y yo ‘el fondo fondo’, o sea que representaba el confín más recóndito de aquel lugar de ensueño donde transcurrió el primer tercio de mi vida.

      Un muy lejano sábado por la mañana, en plena primavera, me entretuve más de la cuenta en una extraña actividad que a mis otros amigos más “normales” les hubiera resultado absurda.

      Me pasé un par de horas mirando la hierba. Cada pequeño tallo de la hierba era de una perfección que me causaba admiración. Había hojas caídas de los árboles azotados por alguna reciente tormenta, parecidas todas, pero singulares cada una. Me divertía recorriendo con mis dedos las nervaduras de las hojas y me fascinaba observar el afán de minúsculas hormigas que transportaban su carga de un lado al otro, escalando montañas y surcando desiertos, que a mis ojos eran insignificancias, pero que a los suyos eran epopeyas que el imperativo mandato de la especie les instaba a acometer.

      En algún momento se introducían por un microscópico agujero de la tierra y desaparecían de mi vista, y esto me indujo a pensar que debajo de mí bullía un cosmos explosivo de vida que yo despreciaba en mi ignorancia, pero que seguramente servía de sostén a ese mundo que creía de mi exclusividad.

      Soplaba una brisa suave que apenas alcanzaba a acariciar la cresta del césped recién cortado y que la pericia del jardinero no había logrado recoger completamente. Por eso, de a ratos, llegaba a divisar un trozo de hierba segada, muerta y que al descomponerse serviría de nutriente a sus congéneres.

      Mi mirada no era la del herborista ni del entomólogo. Ya que por aquel entonces miraba como filósofo y trataba de entender el Universo, no en su mecánica, sino en su Origen y Destino.

      ¿Qué o Quién había diseñado esa hierba o esa hormiguita? y ¿para qué? Dirán muchos que no era aquella una ocupación habitual para un niño, pero la verdad es que siempre fui un poco diferente a los otros niños de mi edad. Buena parte de mi vida me la pasé tratando de adaptarme a las reglas de la tribu y seguí al pie de la letra las convenciones grupales, sin dejar nunca de reservar tiempo para mis inclinaciones de filósofo, un tanto incentivadas por mi padre desde mi infancia. Quizás por eso no me extrañó que papá fuera quien me sacara del ensimismamiento en que me encontraba. Llegó sin que lo advirtiera, y no pudo ocultar su alegría al verme haciendo lo que hacía. No me habló como a un hombre de mi edad, sino como el niño de siete años que fui:

      “Hijo, me dijo, la ceguera de los hombres es bestial. Imploran milagros entre lloriqueos y gemidos, y no advierten que todo en derredor suyo es un Milagro inacabado que se renueva y multiplica a cada instante. Me encanta verte admirando lo pequeño, que paradojalmente es Grandioso en su insignificancia. Vamos a hacer un par de ejercicios que te ayudarán a comprender mejor quién sos y de dónde venís.”

      —¿Te crees importante?

      —Sí —respondí con duda, como esperando encontrar la trampa que tenía escondida la pregunta.

      —¿Más que la hierba y las hormigas?

      Asentí, un tanto inquieto por desconocer hacia dónde iban los argumentos de mi padre.

      —¿Más que el Sol y las Estrellas?

      No supe qué decir. Estaba seguro de mi propia importancia, al fin y al cabo para el sujeto es difícil concebir algo más trascendente que el propio yo, pero el Sol y las Estrellas eran palabras mayores. Podía darme el lujo de ningunear al pasto que pisaba y a la minúscula entidad de la hormiga, pero ponerme a la par de aquello que coronaba el Cielo parecía casi blasfemo. Le contesté que no. Y él continuó:

      —¿Y si te dijera que todos, la hierba, la hormiga, el Sol, las Estrellas y vos son la misma cosa? —luego, como si hubiera dado punto final al tema, me interrogó— ¿Sabes dividir?

      Las matemáticas se me daban naturalmente, herencia materna, porque a mi padre los números le producían irritación y solo hacía los cálculos que le resultaban indispensables para sobrevivir.

      —Por supuesto —repliqué confiado.

      —Pues divídete a ti mismo.

      Ante mi asombro por el extraño planteo formulado, que daba cuenta de un errático decurso de sus razonamientos, mi padre me explicó mejor que quería de mí.

      —No te pido aritmética, te pido que dividas tu propio ser mediante abstracciones de mayor a menor hasta que solo quede polvo, y así, llegues a tu mínima expresión. Sos un cuerpo que tiene medidas y proporciones. El conjunto parece unitario e indivisible, pero en realidad tu cuerpo es un organismo compuesto y divisible, al menos mentalmente. Tenés pelos, piel, sangre, huesos, tejidos, neuronas, etc. Todos ellos compuestos por células que se aglutinan, multiplican, nacen y mueren incesantemente muchas veces sin que atines a darte cuenta de ello. A su vez, cada una de estas partes de cuerpo se subdivide una y mil veces en unidades minúsculas. Sé que te crees Uno, y que tu cuerpo es Unidad, pero en realidad es la Amalgama continua y cambiante de millones de individualidades celulares diferentes. Peor aún, se dice que a los cinco años de edad —y vos ya cumpliste siete— no queda en tu cuerpo ni una sola de las células que originariamente te formaron. Increíble, pero es como si la ciencia dijera que todas tus partes ya murieron pero sigues existiendo, renovado sobre los vestigios de tu origen que no cesa de mutar a cada instante.

      Papá


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