Defensa de la belleza. John-Mark L. Miravalle

Defensa de la belleza - John-Mark L. Miravalle


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BELLEZA DE LA NATURALEZA

      Esta es la belleza en la que todos estamos de acuerdo, creyentes y no creyentes. Los científicos declaradamente ateos como Carl Sagan, Richard Dawkins o Steven Hawking hablan apasionadamente de la gloriosa belleza del mundo material. Lo raro es que tienden a acusar a los creyentes de distraer de la apreciación de la belleza natural.

      Por el contrario, la Iglesia y la Biblia están repletas de apreciación de la naturaleza. Por ejemplo, dice del mundo natural el Catecismo de la Iglesia católica:

      Antes de revelarse al hombre en palabras de verdad, Dios se revela a él, mediante el lenguaje universal de la Creación, obra de su Palabra, de su Sabiduría: el orden y la armonía del cosmos, que percibe tanto el niño como el hombre de ciencia, «pues por la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor» (Sb 13, 5), «pues fue el Autor mismo de la belleza quien las creó» (Sb 13, 3). (2500)

      En cuanto a la Biblia, desde el primer capítulo del Génesis se representa a Dios de manera que evoca la imagen del artista que crea de manera inteligente y libre, para Su propio deleite.

      El mundo es creado inteligentemente: los tres primeros días de la creación se dedican a la preparación de espacios (día y noche, cielo y mar, tierra), y los tres siguientes a llenar los espacios de habitantes (sol y luna, aves y peces, criaturas terrestres y seres humanos). Hay un plan, una pauta que gobierna el acto creador de Dios.

      El mundo es creado libremente. Dios no dice «debemos» antes de cada acto creador. Dice «hagamos». Hagámoslo. Hagámoslo así. ¿Por qué? ¿Y por qué no? Es el Creador: puede hacer lo que quiera.

      El mundo es creado para deleite de Dios. Una y otra vez leemos: «Y Dios vio que era bueno». Recordemos que cuando nos deleitamos en percibir la bondad de algo, sabemos que es bello. Los Salmos nos dicen que esta es la experiencia de Dios con el mundo natural: «En sus obras Yahveh se regocije» (Sal 104, 31). Y el Libro de la sabiduría se dirige así a Dios: «Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo habrías hecho» (Sb 11, 24).

      LA NATURALEZA, ORDENADA Y SORPRENDENTE

      Ahora intentaremos comprender el carácter objetivo de la belleza observando la estructura de la naturaleza como obra artística de Dios. Y lo que hallamos al observar la naturaleza es que es a la vez ordenada y sorprendente.

      La naturaleza es ordenada: «Tú todo lo dispusiste con medida, número y peso» (Sb 11, 20). El Salmo 104 es un magnífico canto al plan divino de la naturaleza, a la organización divina de todas las cosas: «La hierba haces brotar para el ganado, y las plantas para el uso del hombre… Hizo la luna para marcar los tiempos, conoce el sol su ocaso… ¡Cuán numerosas tus obras, Yahveh! Todas las has hecho con sabiduría, de tus criaturas está llena la tierra» (Sal 104 14, 19, 24).

      Stanley Jaki, entre otros, ha señalado repetidas veces que el reconocimiento cristiano de la racionalidad inherente al universo (creado por la Inteligencia divina) fue crucial para el desarrollo de la ciencia experimental:

      La cuestión es que la naturaleza es entendible: se comporta según pautas coherentes que pueden ser reconocidas y usadas para las predicciones y la tecnología. Si no hubiera pautas coherentes que reconocer en la naturaleza, las predicciones y la tecnología estarían fuera de nuestro alcance, y todos los beneficios que trae la ciencia física serían imposibles.

      Como veremos, la belleza siempre implica una pauta: un principio, un tema, una idea que puede ser reconocida por la inteligencia. A esta pauta se la llama a veces «forma». La naturaleza está repleta de pautas, formas y estructuras que pueden verse y comprenderse y, normalmente, expresarse numéricamente. San Agustín describe la magnífica racionalidad presente en el mundo natural:

      Pero la naturaleza no es sólo ordenada. También es sorprendente.

      Primero, algo puede ser subjetivamente sorprendente. En este sentido, nos sorprendemos siempre que algo excede nuestra comprensión o expectativa personal. Así, por ejemplo, podría sorprendernos la siguiente descripción de un billón:

      En este caso, nuestra sorpresa se debe a una falta de familiaridad con los números en general y, en particular, con números tan grandes. Pero en realidad, estas fórmulas en sí mismas nada tienen de sorprendente. Sólo la limitación de nuestra destreza en cálculo mental hace que esto sea menos evidente que el hecho de que dos más dos sean cuatro.

      Pero las cosas también pueden ser objetivamente sorprendentes. Algo es sorprendente en sí mismo cuando no tiene por qué ser como es. Si algo es diferente de lo que podría haber sido, entonces la forma en que es no es evidente. Es obvio que un octógono tiene ocho lados, pero no tiene nada de obvio que la señal de Stop sea octogonal. Nuestras señales de Stop podrían haber sido triangulares, o redondas. Entonces podríamos preguntarnos: ¿Por qué hicimos octogonales las señales de Stop?

      La naturaleza es sorprendente (maravillosa, admirable, pasmosa, arrebatadora) en ambos sentidos.

      Es sorprendente para nosotros porque excede nuestra comprensión y nuestra expectativa. Caminemos por el bosque un día de otoño, y miremos los árboles sin sus hojas. Aunque cada uno de los árboles sigue una pauta coherente (todos comparten una naturaleza común y tienen la misma estructura básica), observemos la expresión abrumadoramente diversa de esa pauta, las formas infinitas que adoptan las ramas, las distintas direcciones que señalan, los distintos dibujos entrecruzados que se ven al mirarlos desde distintas perspectivas. Es tan complicado que llega casi a marear, demasiado para absorberlo todo.

      Y sentirse abrumado ante la complejidad


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