La Larga Sombra De Un Sueño. Roberta Mezzabarba

La Larga Sombra De Un Sueño - Roberta Mezzabarba


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estaba saliendo a su encuentro, mientras que el mayordomo, después de haberla estudiado todavía durante unos segundos, volvió a entrar en la villa.

      «Bienvenida señorita Capua, su belleza hace que empalidezca mi humilde morada».

      Tenía una voz persuasiva, cada una de sus palabras parecía que eran pronunciadas entonando las notas de una música suave. El Príncipe Giovanni Fieschi Ravareschieri del Drago era realmente un espíritu noble: Greta enseguida quedó deslumbrada, antes incluso de cuando le levantase la mano derecha esbozando un galante besamanos.

      Se había ruborizado.

      «Estoy muy contenta de conocerle, Príncipe, y le doy también recuerdos del notario De Fusco. Tengo conmigo los documentos de venta que leeremos juntos y si todo es de su agrado los firmará, le dejaré una copia y otra me la llevaré para registrarla en el Registro de la Propiedad».

      Greta había dicho toda la frase casi sin respirar, mirando a los ojos que tenía enfrente. Sentía por él una ligera envidia, por ser el que poseía la isla: hubiera sido su sueño más grande poder tener un refugio todo suyo, ¡imaginemos si hubiese sido una isla…!

      «Hoy hace un día precioso y no querría llevarla a los tétricos muros de mi morada. Me gustaría ir a la orilla del lago donde ninguno de mis criados nos podrá molestar».

      Greta asintió como embrujada por la voz de aquel hombre encantador.

      Sobrepasaron la fronda de los sauces llorones, los perfumados laureles, olmos recios y severos, álamos blancos y del follaje que hacía música con su temblor, hasta llegar a la corona de los alisos que parecían seguir la costa, casi hundiendo sus raíces en el agua. Algunos de aquellos árboles se encorvaban sobre el espejo de agua hasta casi mojar las ramas y el follaje. El silencio sólo era roto por el raro y desigual croar de las ranas entre las cañas.

      A la sombra de aquel paraíso había una mesa redonda de piedra y cuatro pequeños taburetes.

      Se sentaron

* * *

      El Príncipe tapó la pluma estilográfica después de haber terminado de firmas los papeles que Greta pasaba casi sin mirarlos, los conocía muy bien.

      «Bien, lo que debíamos lo hemos hecho, ¿no cree que nos merecemos un bonito paseo por la isla?»

      A Greta nada le gustaría más, y confesó al Príncipe que siempre se había sentido fascinada por la isla desde el primer instante en que había llegado a Capodimonte.

      Las puertas de aquel espléndido templo de naturaleza y arte se abrían ante Greta que, incrédula, flotaba en sus sueños que estaban a punto de cumplirse.

* * *

      Ernesto, mientras esperaba, se había acostado sobre el muelle, tenía una ramita de hierba entre los labios que le dejaba en la boca un sabor acre.

      Pensaba en Greta. Extraña muchacha.

      Tan cerrada a primera vista pero tan locuaz al contacto con el agua. Ávida de información y de curiosidad, como una niña, pero de una belleza magnífica y mal escondida por su ostentosa simplicidad.

      ¡Qué ojos tan oscuros tenía, negros como la noche, profundos como el lago!

      3

      Cuando Greta y el Príncipe, de regreso desde la pequeña mesa donde se habían puesto de acuerdo en los últimos detalles de los documentos notariales, se encontraron de nuevo delante de la villa sombreada y perfumada por los tilos, los pinos, las mimosas, era ya la hora de comer. El Príncipe insistió para que Greta se quedase al almuerzo con él, para luego dar la vuelta a la isla que le había prometido a primera hora de la tarde.

      La muchacha estaba indecisa: por una parte deseaba ardientemente visitar la isla, pensando que una oportunidad parecida no se le presentaría en toda su vida y, por la otra, creía que no daría de ella misma una buena impresión aceptando una invitación a comer de un perfecto desconocido. Pero, de todas formas, el quedar bien con la gente no había sido nunca su fuerte.

      Aceptó.

      Mientras esperaba al Príncipe, que se había ido a resolver unos asuntos a su casa, había vislumbrado, sobre el techo de la villa, pequeñas ramas de aquella planta que se llamaba Corona de Cristo: parecían reptar desde la puerta de lo que debió de ser el refectorio hasta la cima de la villa, para gozar del panorama que, desde aquella altura, debía de ser magnífico.

      En aquella pequeña isla había todo tipo de flores y, por desgracia, Greta observó que las rosas todavía no habían florecido. Probablemente en el mes de mayo se abrirían por todas partes, con sus corolas variopintas y perfumadas, reunidas en bosquecillos, alineadas en setos, escalando muros, troncos de árboles o las estructuras de las pérgolas. Quizás quien las había plantado en gran número pensaría, seguramente, que el viento pudiese llevar su perfume hasta las orillas de Capodimonte o de Marta.

      Continuando con su investigación alrededor de la villa Greta llegó a las ruinas del claustro del siglo XVI: los cinco arcos de cada uno de los lados de la figura rectangular estaban cubiertos también por un bonito manto de glicinas, jazmín y madreselva. Bastante cerca, al lado de los pinos y cedros, surgía majestuoso quizás el árbol más famoso de la isla: un inmenso plátano, alto, rugoso, viejo y lleno de nudos. A pesar de que estaba sujeto por muletas tendía a asomar sus ramas sobre la orilla como si quisiese protegerla con una sombra fresca: cuatro siglos de historia tenía aquel viejo tronco, cuatro siglos de diálogos mudos e indescifrables había convertido al lago en su único e inmortal amigo.

      Mientras observaba el lago Greta se acordó de Ernesto que la estaba esperando con su pequeña barca motora blanca amarrada al muelle de la isla, para llevarla de nuevo a tierra: debería advertirle enseguida del cambio de programa, excusarse con él y, a lo mejor, pedir al Príncipe que lo invitase también a comer. Había sido realmente descortés al olvidarse completamente de aquel muchacho tan amable y tan dispuesto a explicarle todo sobre el Lago, sobre las islas.

      Se sentía decepcionada también por el hecho de que él no podría participar en la excursión a primera hora de la tarde para ver todas las hermosas cosas que escondía la isla, entre el verde de sus plantas. Sentía que tenía una deuda con aquel muchacho que la había llevado hasta allí, permitiéndole que entrase en el interior de un sueño.

      El Príncipe estaba de nuevo saliendo de su casa y Greta le salió al encuentro y con el rostro enrojecido por el calor del aire del mediodía, le preguntó:

      «Príncipe, querría volver a bajar hasta el muelle para avisar a mi barquero que me quedaré también por la tarde. También querría invitarle, si a usted le parece bien, a comer con nosotros, ha sido tan amable conmigo».

      Mientras pronunciaba estas palabras Greta se estaba preguntando por qué motivo se interesaba tanto en aquel joven pescador…

      «Por supuesto. Mandaré enseguida a Gastón para que avise a ese pescador y, desde luego que no le faltará un puesto en la mesa de la servidumbre. Ahora, si quiere seguirme, he hecho preparar una mesa para nosotros a la sombra del gran plátano».

      El Príncipe era un tipo que no admitía que se le contradijese en lo que decía, así que Greta no mostró su disgusto por el hecho de que Ernesto no pudiese sentarse a la mesa con ellos sino que fuese relegado entre la servidumbre de la isla.

      Pocos minutos más tarde Ernesto remontaba la pequeña cuesta que desde la dársena llevaba hasta la villa: en cuanto llegó al espacio donde, a poca distancia, estaban sentados Greta y el Príncipe, ya en su mesa, pareció querer ir hacia los dos, pero el mayordomo, rápidamente, le explicó que no había sido invitado a la mesa del Príncipe, sino que debería comer con la servidumbre de la isla.

      «Perfecto, entonces vuelvo a mi barca si su majestad al Príncipe Giovanni Fieschi Ravaschieri del Drago no le es grata mi presencia en su mesa. Pero entonces me pregunto: ¿cuál ha sido el motivo de su llamada? ¿Quizás quería que limpiase sus sobras? No gracias. Gracias, de verdad, pero prefiero, con diferencia, estar en mi barca y esperar a la sombra de sus árboles que no rechazan dar su frescor a un honesto trabajador».

      Ernesto había hablado con un tono de voz bastante alto con el propósito de que sus palabras llegasen incluso


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