Un Rastro de Muerte: Un Misterio Keri Locke – Libro #1. Блейк Пирс
era así, ¿de qué?»
Curiosamente, las fotos de Denton Rivers habían ido disminuyendo considerablemente en los últimos tres meses, que coincidían con otras nuevas de un chico con un atractivo impresionante y una larga y salvaje melena de abundante cabello rubio. En muchas de esas fotografías, iba sin camiseta, mostrando sus bien definidos abdominales. Parecía muy orgulloso de ellos. Una cosa era cierta: era evidente que no era un chico de secundaria. Se veía como de poco más de veinte.
«¿Era él quien tenía acceso al bar?»
Ashley había tomado un buen número de fotos eróticas de sí misma. En algunas, enseñaba las bragas. En otras, no llevaba nada a excepción de un tanga, a menudo una tocándose de manera sugerente. En las fotos no se le veía nunca la cara pero se trataba sin duda de Ashley. Keri reconoció su dormitorio. En una imagen vio la estantería al fondo con el viejo libro de matemáticas que escondía su falsa identificación. En otra vio el peluche de Ashley al fondo, descansando sobre su almohada pero con la cabeza girada como si no soportara mirar. Keri sintió ganas de vomitar pero se contuvo.
Volvió al menú principal del teléfono y pulsó Mensajes para ver los mensajes de la chica. Las fotos eróticas de Fotos habían sido enviadas una por una a alguien llamado Walker, al parecer el chico de los abdominales. Los mensajes que las acompañaban dejaban poco a la imaginación. A pesar de la conexión especial de Mia Penn con su hija, estaba empezando a parecer que Stafford Penn comprendía a Ashley mucho mejor que la madre.
Había también un mensaje para Walker de hacía cuatro días que decía:
«Formalmente le di una patada a Denton. Espero drama. Ya te contaré».
Keri apagó el teléfono y se sentó en la oscuridad del cobertizo, pensando. Cerró los ojos y dejó que su mente vagara. Una escena se formó en su mente, una tan real como si ella misma estuviera allí.
Era una soleada y agradable mañana de un domingo de septiembre, llena por el infinito de un cielo azul californiano. Estaban en el parque infantil, ella y Evie. Stephen regresaba esa tarde de una excursión a pie por el Parque Nacional de los Árboles de Josué. Evie llevaba una camiseta color lila, pantalones cortos de color blanco, medias blancas de encaje y bambas.
Tenía una amplia sonrisa. Tenía los ojos verdes. Tenía el pelo rubio y ondulado, recogido en trenzas. Tenía el incisivo superior partido, era un diente definitivo, no de leche, así que necesitaría que se lo arreglaran en algún momento. Pero cada vez que Keri sacaba el tema, Evie entraba en pánico, así que aún no la había llevado.
Keri estaba sentada en el césped, con los pies descalzos y los papeles esparcidos a su alrededor. Estaba preparando sus notas para una intervención que haría a la mañana siguiente en la Conferencia de Criminología de California. Contaba incluso con un conferencista invitado, un detective del Departamento de Policía de Los Ángeles llamado Raymond Sands a quien ella había consultado en unos pocos casos.
–Mami, ¡vamos a buscar yogur helado!
Keri miró la hora.
Casi había acabado y había un local de Menchie’s de camino a casa.
–Dame cinco minutos.
–¿Eso quiere decir que sí?
Ella sonrió.
–Eso quiere decir que sí, un sí grande.
–¿Puedo ponerme virutas o solo toppings de frutas?
–A ver cómo te lo digo… ¿sabes qué podemos poner en las macetas del jardín?
–¿Qué?
–¡Virutas de madera! ¿Lo entiendes?
–Claro que lo entiendo, mami. ¡Ya no soy pequeña!
–Claro que no. Discúlpeme usted. Solo dame cinco minutos.
Volvió a concentrarse en el discurso. Un minuto después, alguien pasó junto a ella y le tapó por un instante con su sombra la página. Molesta por la distracción, intentó volver a concentrarse.
De repente, la tranquilidad se rompió por un grito que helaba la sangre. Keri levantó la vista, sobresaltada. Un hombre con una cazadora y una gorra de béisbol huía rápidamente. Solo pudo verle la espalda pero podía afirmar que llevaba algo en brazos.
Keri se puso de pie y buscó desesperadamente con la mirada a Evie. No se veía por ningún lado. Keri empezó a correr detrás del hombre incluso antes de estar segura. Un segundo después, la cabeza de Evie asomó por un lado del cuerpo del hombre. Se veía aterrada.
–¡Mami! —gritaba—. ¡Mami!
Keri los persiguió, a toda velocidad. El hombre llevaba ventaja. Para cuando Keri había recorrido la mitad del césped, él ya estaba en el aparcamiento.
–¡Evie! ¡Suéltala! ¡Alto! ¡Que alguien detenga a ese hombre! ¡Tiene a mi hija!
La gente miraba pero la mayoría parecía confundida. Nadie se levantó a ayudar. Y ella no veía a nadie en el aparcamiento para pararlo. Vio a dónde se dirigía. Había una furgoneta blanca al otro extremo del aparcamiento, estacionada en paralelo a la acera para salir fácilmente. Él ya estaba a menos de quince metros cuando de nuevo escuchó la voz de Evie.
–¡Por favor, mami, ayúdame! —suplicó.
–¡Ya vengo, cariño!
Keri corrió todavía más, con la vista nublada por las lágrimas ardientes, sobreponiéndose a la fatiga y el miedo. Ya estaba en el borde del estacionamiento. No le importaban los minúsculos fragmentos de asfalto que se le clavaban en sus pies desnudos.
–¡Ese hombre tiene a mi hija! —gritó de nuevo, apuntando en esa dirección.
Un adolescente que llevaba una camiseta y su novia salieron de su coche, a unos pocos paso de la furgoneta. El hombre pasó corriendo justo al lado de ellos. Parecían desconcertados hasta que Keri gritó de nuevo.
–¡Paradlo!
El chico comenzó a caminar hacia el hombre, y luego echó a correr. Para entonces el hombre había llegado a la furgoneta. Deslizó la puerta del lado y tiró a Evie hacia el interior como si fuera un saco de patatas. Keri escuchó el golpe sordo del cuerpo al impactar contra algo sólido.
Cerró la puerta violentamente y enseguida dio la vuelta corriendo para llegar al lado del conductor, donde el adolescente lo alcanzó y lo agarró por un hombro. El hombre dio media vuelta y Keri pudo verlo mejor. Llevaba unas gafas de sol y la gorra con la visera baja y era difícil verle a través de las lágrimas. Pero pudo entrever un cabello rubio y lo que parecía parte de un tatuaje, en el lado derecho del cuello.
Pero antes de que pudiera percibir algo más, el hombre echó hacia atrás el brazo y le soltó un puñetazo al adolescente en la cara, haciendo que se estrellara con un coche cercano. Keri escuchó un doloroso crujido. Vio que el hombre sacaba un cuchillo de la funda que llevaba en el cinturón y lo clavaba en el pecho del adolescente. Lo sacó y aguardó un segundo hasta ver que el chico caía al suelo antes de salir corriendo hacia el asiento del conductor.
Keri se forzó a sacarse de la cabeza lo que acababa de ver y no se concentró en otra cosa que no fuera llegar hasta la furgoneta. Oyó que el motor se encendía y vio que comenzaba a arrancar. Estaba a menos de seis metros.
Pero el vehículo ya estaba acelerando. Keri siguió corriendo pero sentía que su cuerpo empezaba a rendirse. Miró la matrícula para memorizarla. No había ninguna.
Buscó sus llaves y recordó que estaban en su bolso, en el parque. Corrió hasta donde estaba el adolescente, con la esperanza de coger las de él y su coche. Pero cuando llegó hasta el chico, vio que su novia estaba arrodillada junto a él y lloraba desconsolada.
Levantó la vista de nuevo. La furgoneta ya estaba lejos, dejando atrás un rastro de polvo. Ella no tenía matrícula, ninguna descripción que dar, nada que ofrecer a la policía. Su hija había desaparecido y ella no sabía qué hacer para recuperarla.
Keri se dejó caer al suelo junto a la chica adolescente y comenzó a llorar de nuevo, sin que