La muerte y un perro. Фиона Грейс

La muerte y un perro - Фиона Грейс


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con una sonrisa.

      –Le pondré un folleto en la bolsa.

      Lacey lo hizo y, a continuación, le dio al hombre su valiosa figurilla desde el otro lado del mostrador. Él le dio las gracias y se marchó.

      Lacey observó al anciano mientras este salía de la tienda, emocionada por la historia que le había contado, antes de que recordara que tenía otro cliente al que atender.

      Miró hacia la derecha para dirigir su atención hacia el otro hombre. Fue entonces cuando vio que se había ido. Se había ido sigilosamente y en silencio, desapercibido, antes de que ni tan solo hubiera tenido ocasión de ver si necesitaba ayuda.

      Fue hacia la zona donde él había estado mirando —la estantería de abajo donde ella había colocado cajas de almacenaje llenas con todos los artículos que iba a vender en la subasta de mañana. Un cartel, escrito a mano por Gina, decía: «Nada de lo que hay aquí está a la venta. ¡Se subastará todo!». Había garabateado lo que parecía ser una calavera y unos huesos cruzados debajo, evidentemente confundiendo el tema náutico con el pirata. Con suerte, el cliente había visto el cartel y volvería mañana para hacer una oferta por el artículo que fuera que tanto le interesaba.

      Lacey cogió una de las cajas llena de artículos que todavía no había tasado y la llevó al mostrador. Mientras sacaba un artículo tras otro y los ponía en fila encima del mostrador, no podía evitar que la emoción fluyera en su interior. Su anterior subasta había sido maravillosa, aunque atemperada por el hecho que estaba persiguiendo a un asesino. Esta la podría disfrutar completamente. Realmente tendría la oportunidad de sacar músculo como subastadora ¡y literalmente no podía esperar!

      Realmente estaba fluyendo mientras tasaba y catalogaba los artículos cuando el sonido estridente de su móvil la interrumpió. Un poco frustrada porque, sin duda, la molestara la teatrera de su hermana pequeña, Naomi, con una crisis relacionada con ser madre soltera, Lacey desvió la mirada hacia el móvil, que estaba boca arriba encima del mostrador. Ante su sorpresa, la identidad que se le mostró era «David», su exmarido desde hacia poco.

      Lacey miró fijamente la pantalla parpadeante por un instante, tan perpleja que no podía reaccionar. La recoció un tsunami de emociones diferentes. David y ella habían intercambiado exactamente cero palabras desde el divorcio —aunque al parecer todavía se hablaba ni más ni menos que con la madre de Lacey— y todo lo habían gestionado a través de sus abogados. Pero ¿por qué la llamaba directamente a ella? Lacey no sabía ni por dónde empezar a teorizar por qué él estaría haciendo algo así.

      En contra de todo pronóstico, Lacey respondió la llamada.

      –¿David? ¿Va todo bien?

      –No, no va bien —se oyó su voz penetrante, que le evocó un millón de recuerdos latentes que habían estado dormidos en la mente de Lacey, como polvo revuelto.

      Se puso tensa, preparándose par algún terrible bombazo.

      –¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

      –No ha llegado tu pensión conyugal.

      Lacey puso los ojos tan en blanco que se hizo daño. El dinero. Cómo no. A David no había nada que le importara más que el dinero. Uno de los aspectos más ridículos de su divorcio de David fue el hecho que ella tenía que pagarle una pensión conyugal porque ella había sido la que más ganaba de los dos. Era de esperar que la única cosa que lo obligara a ponerse en contacto real con ella fuera eso.

      –Pero yo lo domicilié por el banco —le dijo Lacey—. Debería ser automático.

      –Bueno, es evidente que los británicos tienen una interpretación diferente de la palabra automático —dijo con arrogancia—. Porque en mi cuenta bancaria no se ha depositado ningún dinero y, por si no eras consciente, ¡hoy es la fecha límite! Así que te sugiero que te pongas al teléfono con tu banco de inmediato y resuelvas la situación.

      Parecía un director de instituto. Lacey casi esperaba que terminara su monólogo con la expresión «niñata estúpida».

      Apretó el móvil, con fuerza, intentando con todas sus fuerzas que David no consiguiera hacerla sentir mal, hoy no, ¡el día antes de la subasta que estaba deseando tanto!

      –Qué sugerencia más ingeniosa, David —respondió, colocándose el teléfono entre la oreja y el hombro para poder tener las manos libres y usarlas para conectar con su cuenta bancaria en línea—. A mí nunca se me hubiera ocurrido hacerlo.

      Sus palabras se encontraron con el silencio. Seguramente David nunca la había oído usando un tono sarcástico y esto lo había desconcertado. Ella culpaba a Tom de eso. El sentido del humor inglés de su nuevo novio se le estaba pegando rápidamente.

      –No te lo estás tomando muy en serio —respondió David, cuando pudo reaccionar.

      –¿Debería hacerlo? —respondió Lacey—. Solo es una equivocación del banco. Seguro que me lo podrán arreglar antes de que termine el día. De hecho, sí, hay un aviso aquí en mi cuenta. —Hizo clic en el pequeño icono rojo y apareció un cuadrito de información. Leyó en voz alta—: «Debido al día festivo a nivel nacional, todas las fechas de pago previstas que coincidan en domingo o lunes llegarán a las cuentas el martes». Ajá. Ahí lo tienes. Sabía que sería algo sencillo. Un día festivo. —Hizo una pausa y miró por la ventana a la multitud de gente que pasaba—. Y decía yo que había demasiada gente por las calles hoy.

      Casi podía oír a David apretando los dientes por el altavoz.

      –En realidad, esto es sumamente inoportuno —dijo de forma brusca—. Ya sabes que tengo facturas que pagar.

      Lacey miró hacia Chester, como si necesitara un colega en esta conversación especialmente frustrante. Este levantó la cabeza de las patas y arqueó una ceja.

      –¿Frida no puede prestarte unos cuantos millones de dólares si tú estás tieso?

      –Eda —le corrigió David.

      Lacey sabía perfectamente bien el nombre de la nueva novia de David. Pero Naomi y ella se habían acostumbrado a llamarla Frida en quince días en referencia a la rapidez con la que se habían comprometido y ahora no podía pensar en ella de otra manera.

      –Y no —continuó él—. No debería hacerlo. ¿Y se puede saber quién te ha hablado de Eda?

      –Puede que se le haya escapado a mi madre una o dos docenas de veces. Por cierto, ¿tú qué haces hablando con mi madre?

      –Ha sido parte de mi familia durante catorce años. De ella no me he divorciado.

      Lacey suspiró.

      –No. Supongo que no. Así pues, ¿cuál es el plan? ¿Iréis los tres amigos a haceros la manicura y la pedicura?

      Ahora intentaba pincharlo y no podía evitarlo. Era muy divertido.

      –Estás haciendo el ridículo —dijo David.

      –¿No era la heredera de un emporio de uñas postizas? —dijo con una inocencia fingida.

      –Sí, pero no hace falta que lo digas de esa manera —dijo David, con una voz que lanzó la imagen de su cara haciendo puchero a la imaginación de Lacey.

      –Solo estaba haciendo conjeturas de cómo podrías pasar el rato juntos los tres.

      –Con un tono de crítica.

      –Mi madre me dice que es joven —dijo Lacey, cambiando de tema—. Veinte. A ver, creo que puede ser un poco demasiado joven para un hombre de tu edad, pero por lo menos tiene diecinueve años enteros para decidir si quiere tener hijos o no. Al fin y al cabo, treinta y nueve es el límite para ti.

      En cuanto lo hubo dicho, se dio cuenta de lo mucho que se parecía a Taryn. Se estremeció. Igual que no tenía inconveniente en que se le pegaran las costumbres de Tom, ¡sin duda ponía límites a las de Taryn!

      –Lo siento —murmuró, retractándose.

      David dejó pasar un segundo.

      –Mándame el dinero, Lace.

      Se


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