La muerte y un perro. Фиона Грейс
las mismas razones por las que vosotros escogisteis venir de vacaciones aquí —respondió Lacey con la voz más tranquila que pudo reunir—. La playa. El mar. La campiña. La maravillosa arquitectura.
–Daisy —ladró Buck—. ¿Puedes darte prisa y encontrar la cosa que me trajiste hasta aquí para comprar?
Daisy echó un vistazo al mostrador.
–Ya no está. —Miró a Lacey—. ¿Dónde está aquella cosa de latón que estaba aquí antes?
«¿Una cosa de latón?», Lacey pensó en los artículos en los que había estado trabajando antes de la llegada de Gina.
Daisy continuó.
–Es como una especie de brújula, con un telescopio pegado. Para los barcos. La vi desde el escaparate cuando la tienda estaba cerrada a la hora de comer. ¿Ya la vendiste?
–¿Te refieres al sextante? —preguntó, frunciendo el ceño confundido ante por qué una rubia estúpida como Daisy querría un sextante antiguo.
–¿Eso! —exclamó Daisy—. Un sextante.
Buck se rio a carcajadas. Era evidente que el nombre le hacía gracia.
–¿No tienes suficiente sextante en casa? —dijo en broma.
Daisy se rio de forma nerviosa, pero a Lacey le pareció forzado, no tanto como si realmente le hiciera gracia y más como si estuviera adaptándose.
A Lacey no le hacía gracia. Cruzó los brazos y levantó las cejas.
–Lo siento, pero el sextante no está a la venta —explicó, manteniendo la atención en Daisy más que en Buck, que hacía que le costara mucho mantenerse amable—. Todos mis artículos náuticos van a subastarse mañana, así que no está a la venta para el público.
Daisy sacó el labio inferior.
–Pero yo lo quiero. Buck pagará el doble de lo que vale. ¿Verdad, Buck? —Le tiró del brazo.
Antes de que Buck pudiera responder, Lacey interrumpió—. No, lo siento, eso no es posible. No sé por cuánto lo venderé. De eso va precisamente una subasta. Es una pieza rara y van a venir especialistas de todo el país solo para hacer una oferta por ella. Podría ser cualquier precio. Si os lo vendiera ahora, yo podría salir perdiendo, y como las ganancias van a ir a la caridad, quiero asegurar el mejor trato.
Buck frunció fuertemente la frente. En ese momento, Lacey se dio todavía más cuenta de lo grande y ancho que era realmente el hombre. Medía casi dos metros y hacía más que dos como ella juntas, como un roble grande. Era intimidante tanto en tamaño como en sus maneras.
–¿No has oído lo que ha dicho mi esposa? —ladró—. Quiere comprar ese chisme tuyo, así que di un precio.
–Ya la he oído —respondió Lacey, manteniéndose firme—. Es a mí a quien no se escucha. El sextante no está a la venta.
Parecía más segura de lo que se sentía. Empezó a sonar una pequeña alarma en su conciencia, que le decía que iba de cabeza a una situación peligrosa.
Buck dio un paso adelante, su sombra amenazante se cernía sobre ella. Chester dio un salto y gruñó en respuesta, pero estaba claro que a Buck no lo perturbó y, sencillamente, lo ignoró.
–¿Me estás negando la venta? —dijo—. ¿Eso no es ilegal? ¿Nuestro dinero no es lo bastante bueno para ti? —Se sacó un montón de dinero en efectivo del bolsillo y se lo pasó por delante de las narices a Lacey de una manera decididamente intimidatoria—. Tiene la cara de la reina y todo. ¿No te vale con esto?
Chester empezó a ladrar furioso. Lacey le hizo una señal con la mano para que parara y él lo hizo, obediente, pero mantuvo la posición como si estuviera listo para atacar en el instante en el que ella le diera el visto bueno.
Lacey cruzó los brazos y se puso en guardia ante Buck, consciente de cada centímetro de él que se le acercaba pero decidida a mantenerse firme. No la iba a amedrentar para que vendiera el sextante. No iba a permitir que este hombre malo y enorme la intimidara y le fastidiara la subasta en la que había trabajado tanto y que tenía tantas ganas que llegara.
–Si queréis comprar el sextante, tendréis que venir a la subasta y hacer una oferta por él —dijo.
–Oh, lo haré —dijo Buck con los ojos entrecerrados. Señaló con el dedo a la cara de Lacey—. ya puedes contar que lo haré. Recuerda lo que te digo. Buckland Stringer va a ganar.
Y con esto, la pareja se marchó, saliendo tan rápido de la tienda que casi dejaron turbulencias a su paso. Chester fue corriendo hacia el escaparate, puso las patas delanteras contra el cristal y gruñó a sus espaldas a medida que se alejaban. Lacey también observó cómo se marchaban, hasta que los perdió de vista. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo acelerado que tenía el corazón y de lo mucho que le temblaban las piernas. Se agarró al mostrador para recuperar el equilibrio.
Tom tenía razón. Se había traído la mala suerte a sí misma al decir que no había ninguna razón por la que la pareja viniera a su tienda. Pero se le podía perdonar que supusiera que aquí no hubiera nada de interés para ellos. Mirando a Daisy, ¡nadie hubiera adivinar que pudiera desear tener un sextante náutico antiguo!
–Oh, Chester —dijo Lacey, hundiendo la cabeza en el puño—. ¿Por qué les dije lo de la subasta?
El perro gimoteó, al darse cuenta de la nota de triste arrepentimiento en su tono.
–¡Ahora también los tendré que aguantar mañana! —exclamó—. ¿Y qué posibilidades hay de que sepan algo del protocolo de las subastas? Va a ser un desastre.
Y exactamente así, la emoción por su subasta de mañana se desvaneció como una llama entre sus dedos. En su lugar, Lacey solo sentía terror.
CAPÍTULO CUATRO
Tras su encuentro con Buck y Daisy, Lacey estaba más que preparada para cerrar por hoy e irse para casa. Esa noche Tom iba a venir a cocinar para ella, y ella se moría de ganas de acurrucarse en el sofá con una copa de vino y una película. Pero todavía se tenía que cuadrar la caja y ordenar algunas cosas, barrer los suelos y limpiar la cafetera… Lacey no se quejaba. Le encantaba su tienda y todo lo que conllevaba ser la propietaria.
Cuando por fin terminó, se dirigió a la salida, seguida de Chester y se dio cuenta de que las manillas del reloj de hierro forjado habían llegado a las 7 de la tarde y fuera estaba oscuro. A pesar de que la primavera había traído los días más largos, Lacey aún no había disfrutado de ninguno. Pero notaba el cambio en el ambiente; la ciudad parecía más animada, muchas de las cafeterías y de los pubs abrían hasta más tarde, y la gente se sentaba en las mesas de fuera a tomar café y cerveza. Esto daba al lugar un rollo festivo.
Lacey cerró con llave su tienda. Desde el robo se había vuelto extracuidadosa, pero aunque eso no hubiera sucedido nunca, ella hubiera actuado así, pues ahora su tienda parecía su hijo. Era algo que necesitaba que lo criaran, protegieran y cuidaran. En un espacio tan corto de tiempo, se había enamorado completamente de aquel sitio.
–¿Quién podía saber que podías enamorarte de una tienda? —reflexionó en voz alta con un profundo suspiro de satisfacción por cómo había acabado su vida.
Desde su lado, Chester protestó.
Lacey le dio palmaditas en la cabeza.
–Sí, también estoy enamorada de ti, ¡no te preocupes!
Al hablar de amor, recordó los planes que tenía aquella noche con Tom y echó un vistazo a su pastelería.
Para su sorpresa, vio que tosas las luces estaban encendidas. Tom tenía que abrir su tienda a la inhumana hora de las cinco de la mañana para asegurarse de que todo estaba preparado para la gente que venía a desayunar a las siete, lo que significaba que normalmente cerraba a las cinco en punto de la tarde. Pero eran las siete de la tarde y era evidente que él aún estaba dentro. La pizarra con los sándwiches todavía estaba en la calle. El cartel de la puerta todavía estaba girado por el lado de «Abierto».
–Venga,