Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas. Benito Pérez Galdós
estos jollines desde el entresuelo, no hacíamos más que reírnos. ¡A qué degradación llega uno cuando se deja caer así! Estaba yo tan tonto, que me parecía que siempre había de vivir entre semejante chusma. Pues no te quiero decir, hija de mi alma... un día que se metió allí el picador, el querindango de Segunda. Este caballero y mi amigo Izquierdo se tenían muy mala voluntad... ¡Lo que allí se dijeron!... Era cosa de alquilar balcones.
—No sé cómo te divertía tanto salvajismo.
—Ni yo lo sé tampoco. Creo que me volví otro de lo que era y de lo que volví a ser. Fue como un paréntesis en mi vida. Y nada, hija de mi alma, fue el maldito capricho por aquella hembra popular, no sé qué de entusiasmo artístico, una demencia ocasional que no puedo explicar.
—¿Sabes lo que estoy deseando ahora?—dijo bruscamente Jacinta.
—Que te calles, hombre, que te calles. Me repugna eso. Razón tienes; tú no eras entonces tú. Trato de figurarme cómo eras y no lo puedo conseguir. Quererte yo y ser tú como a ti mismo te pintas son dos cosas que no puedo juntar.
—Dices bien, quiéreme mucho, y lo pasado pasado. Pero aguárdate un poco: para dejar redondo el cuento, necesito añadir una cosa que te sorprenderá. A las dos semanas de aquellos dimes y diretes, de tanta bronca y de tanto escándalo entre los hermanos Izquierdo, y entre Izquierdo y el picador, y tía y sobrina, se reconciliaron todos, y se acabaron las riñas y no hubo más que finezas y apretones de manos.
—Sí que es particular. ¡Qué gente!
—El pueblo no conoce la dignidad. Sólo le mueven sus pasiones o el interés. Como Villalonga y yo teníamos dinero largo para juergas y cañas, unos y otros tomaron el gusto a nuestros bolsillos, y pronto llegó un día en que allí no se hacía más que beber, palmotear, tocar la guitarra, venga de ahí, comer magras. Era una orgía continua. En la tienda no se vendía; en ninguna de las dos casas se trabajaba. El día que no había comida de campo había cena en la casa hasta la madrugada. La vecindad estaba escandalizada. La policía rondaba. Villalonga y yo como dos insensatos...
—¡Ay, qué par de apuntes!... Pero hijo, está lloviendo... a mí me ha caído una gota en la punta de la nariz... ¿Ves?... Aprisita, que nos mojamos.
El tiempo se les puso muy malo, y en todo el trayecto hasta Barcelona no cesó de llover. Arrimados marido y mujer a la ventanilla, miraban la lluvia, aquella cortina de menudas líneas oblicuas que descendían del Cielo sin acabar de descender. Cuando el tren paraba, se sentía el gotear del agua que los techos de los coches arrojaban sobre los estribos. Hacía frío, y aunque no lo hiciera, los viajeros lo tendrían sólo de ver las estaciones encharcadas, los empleados calados y los campesinos que venían a tomar el tren con un saco por la cabeza. Las locomotoras chorreaban agua y fuego juntamente, y en los hules de las plataformas del tren de mercancías se formaban bolsas llenas de agua, pequeños lagos donde habrían podido beber los pájaros, si los pájaros tuvieran sed aquel día.
Jacinta estaba contenta, y su marido también, a pesar de la melancolía llorona del paisaje; pero como había otros viajeros en el vagón, los recién casados no podían entretener el tiempo con sus besuqueos y tonterías de amor. Al llegar, los dos se reían de la formalidad con que habían hecho aquel viaje, pues la presencia de personas extrañas no les dejó ponerse babosos. En Barcelona estuvo Jacinta muy distraída con la animación y el fecundo bullicio de aquella gran colmena de hombres. Pasaron ratos muy dichosos visitando las soberbias fábricas de Batlló y de Sert, y admirando sin cesar, de taller en taller, las maravillosas armas que ha discurrido el hombre para someter a la Naturaleza. Durante tres días, la historia aquella del huevo crudo, la mujer seducida y la familia de insensatos que se amansaban con orgías, quedó completamente olvidada o perdida en un laberinto de máquinas ruidosas y ahumadas, o en el triquitraque de los telares. Los de Jacquard con sus incomprensibles juegos de cartones agujereados tenían ocupada y suspensa la imaginación de Jacinta, que veía aquel prodigio y no lo quería creer. ¡Cosa estupenda! «Está una viendo las cosas todos los días, y no piensa en cómo se hacen, ni se le ocurre averiguarlo. Somos tan torpes, que al ver una oveja no pensamos que en ella están nuestros gabanes. ¿Y quién ha de decir que las chambras y enaguas han salido de un árbol? ¡Toma, el algodón! ¿Pues y los tintes? El carmín ha sido un bichito, y el negro una naranja agria, y los verdes y azules carbón de piedra. Pero lo más raro de todo es que cuando vemos un burro, lo que menos pensamos es que de él salen los tambores. ¿Pues, y eso de que las cerillas se saquen de los huesos, y que el sonido del violín lo produzca la cola del caballo pasando por las tripas de la cabra?».
Y no paraba aquí la observadora. En aquella excursión por el campo instructivo de la industria, su generoso corazón se desbordaba en sentimientos filantrópicos, y su claro juicio sabía mirar cara a cara los problemas sociales. «No puedes figurarte—decía a su marido, al salir de un taller—, cuánta lástima me dan esas infelices muchachas que están aquí ganando un triste jornal, con el cual no sacan ni para vestirse. No tienen educación, son como máquinas, y se vuelven tan tontas... más que tontería debe de ser aburrimiento... se vuelven tan tontas digo, que en cuanto se les presenta un pillo cualquiera se dejan seducir... Y no es maldad; es que llega un momento en que dicen: 'Vale más ser mujer mala que máquina buena'».
—Filosófica está mi mujercita.
—Vaya... di que no me he lucido... En fin, no se habla más de eso. Di si me quieres, sí o no... pero pronto, pronto.
Al otro día, en las alturas de Tibidabo, viendo a sus pies la inmensa ciudad tendida en el llano, despidiendo por mil chimeneas el negro resuello que declara su fogosa actividad, Jacinta se dejó caer del lado de su marido y le dijo:
«Me vas a satisfacer una curiosidad... la última».
Y en el momento que tal habló arrepintiose de ello, porque lo que deseaba saber, si picaba mucho en curiosidad, también le picaba algo el pudor. ¡Si encontrara una manera delicada de hacer la pregunta...! Revolvió en su mente todo lo que sabía y no hallaba ninguna fórmula que sentase bien en su boca. Y la cosa era bastante natural. O lo había pensado o lo había soñado la noche anterior; de eso no estaba segura; mas era una consecuencia que a cualquiera se le ocurre sacar. El orden de sus juicios era el siguiente: ¿Cuánto tiempo duró el enredo de mi marido con esa mujer?, no lo sé. Pero durase más o durase menos, bien podría suceder que... hubiera nacido algún chiquillo». Esta era la palabra difícil de pronunciar, ¡chiquillo!, Jacinta no se atrevía, y aunque intentó sustituirla con familia, sucesión, tampoco salía.
—No, no era nada. —Tú has dicho que me ibas a preguntar no sé qué.
—Era una tontería; no hagas caso.
—No hay nada que más me cargue que esto... decirle a uno que le van a preguntar una cosa y después no preguntársela. Se queda uno confuso y haciendo mil cálculos. Eso, eso, guárdalo bien... No le caerán moscas. Mira, hija de mi alma, cuando no se ha de tirar no se apunta.
—Ya tiraré... tiempo hay, hijito.
—Dímelo ahora... ¿Qué será, qué no será?
—Nada... no era nada. Él la miraba y se ponía serio. Parecía que le adivinaba el pensamiento, y ella tenía tal expresión en sus ojos y en su sonrisilla picaresca, que casi casi se podía leer en su cara la palabra que andaba por dentro. Se miraban, se reían, y nada más. Para sí dijo la esposa: «a su tiempo maduran las uvas. Vendrán días de mayor confianza, y hablaremos... y sabré si hay o no algún hueverito por ahí».
-iv-
Jacinta no tenía ninguna especie de erudición. Había leído muy pocos libros. Era completamente ignorante en cuestiones de geografía artística; y sin embargo, apreciaba la poesía de aquella región costera mediterránea que se desarrolló ante sus ojos al ir de Barcelona a Valencia. Los pueblecitos marinos desfilaban a la izquierda de la vía, colocados entre el