El enemigo. Jacinto Octavio Picón

El enemigo - Jacinto Octavio Picón


Скачать книгу
Índice

      Cuando Pepe terminó el trabajo para que fue llamado, dejó de ir a casa de don Luis: algo parecido al miedo le alejaba de allí. La última mañana que estuvo, se marchó aprovechando un momento en que no podían observarle. Preguntáronle sus padres si le habían pagado, y repuso:—«No estaba don Luis; ya le veré en el Senado.» Lo cierto era que, como en casa del señor de Ágreda quien satisfacía todo gasto era Paz, a Pepe le repugnó la idea de que fuese ella quien le pusiera en la mano el puñado de duros ofrecido por su padre. Por primera vez sentía brotar en el fondo del alma la soberbia: un mal impulso era precursor del más noble sentimiento; que así a veces, en el espíritu del hombre, como en la vida de la Naturaleza, precede la sombra al esplendor del día.

      Trascurrida una semana sin que Pepe volviese a la casa, Paz se acusó de ello, ya preocupada con aquella desaparición, y pensó en el pobre muchacho cual si fuese un amigo ofendido: se acordó también de que no le había pagado, pero no se le ocurría modo discreto de enviarle el dinero. ¿Por un criado? No acertaba a explicarse la causa, mas por nada del mundo se hubiera valido de tal medio. ¿Escribirle? Al imaginarlo, no fue temor de herirle lo que cruzó por su imaginación, sino algo como miedo vago, pudor mortificado por sí mismo.

      Al fin no hizo nada, ni aun se atrevió a hablar a su padre; pero no dejó de pensar en ello, y hubo día en que, al cruzar por el cuarto de los libros, experimentó hastío y tristeza.

      Poco a poco la luz se hizo en su alma. Sus oídos, hechos a la lisonja, no escucharon nunca frases que la turbaran; nada la hicieron sentir aquellos hombres que podían desearla como joya colocada al alcance de sus manos, y ahora ella ponía espontáneo y terco empeño en recordar los dichos más sencillos, las más insignificantes galanterías de un pobrete, a quien aterraba un gasto de cinco mil reales. Aquello le parecía unas veces romántico hasta la ridiculez, otros ratos sentía ganas de llorar.

      Una mañana de la primavera de 1872—ocho o nueve meses antes de aquella cena en que los padres de Pepe hablaron de la próxima llegada de Tirso—estaban en San Pascual, de Recoletos, tocando a misa de once. El sol iluminaba el césped de los jardinillos, abrillantado por la humedad y oscurecido a trechos por las sombras de las acacias, cuyo aroma embalsamaba el aire. Sobre el azul intenso del cielo destacaban las copas verdinegras de algunos pinos; el ramaje, entre morado y carminoso, de los árboles del amor, fingía detalles de fondo japonés, y de los recuadros encharcados se alzaba el olor penetrante de la tierra mojada. Los niños jugaban en el suelo, esmaltando la arena amarillenta con sus trajecitos de colores claros, o se caían llorando en las socavas de los árboles, mientras las niñeras reían en coro desvergüenzas de algún lacayo. En los bancos, y cada cual con su periódico en la mano, había algunos señores viejos, tipos de militares retirados, de ancianos achacosos que, sacudiendo el entumecimiento del invierno, salían en busca de un rayo de sol tibio. En el aguaducho, cargado de vasos, descollaban el fanal de los azucarillos y la botija con espita, tras cuya gruesa panza se ocultaban el tarro de las guindas y la bandeja de los bollos, en tanto que la aguadora, dando conversación a un guarda, fregaba en el lebrillo las cucharillas de latón. Por el centro del paseo circulaban rápidamente algunos carruajes de caballos briosos y, siguiendo la línea de las sillas de hierro, se veían parados unos cuantos simones con el jamelgo caído el cuello y el cochero tumbado en el pescante deletreando El Cencerro. Al otro lado, los tranvías corrían sobre los railes, obstruidos por carros y camiones, que sus conductores apartaban de la vía renegando al oír el pito de los mayorales, y por la larga acera de piedra, en silencio, paso a paso de arriba a abajo, se aburría autoritariamente la pareja de guardias de orden público, entonces llamados amarillos, sin otro consuelo que echar miradas subversivas a las criadas de buen ver. De las calles vecinas iban llegando recién peinadas y coquetas las señoritas deseosas de que el novio se hiciera el encontradizo, las niñas ávidas de jugar y las mamás cargadas de devocionarios sujetos con gomas encarnadas. Unas caminaban de prisa con la ligereza de la impaciencia, otras cansadas con la gordura de los años; luciendo, según su gusto, primores de elegancia, arreglos de taller casero, rarezas del capricho, exageraciones de la moda, algunas calculada sencillez y todas empeño de agradar. A la misma puerta del templo parábase de cuando en cuando una berlina blasonada, y lentamente se apeaba de ella una dama; cuanto más poderosa menos engalanada, mostrando en los ojos la soñolencia que deja el trasnochar, y en el rostro marchito las huellas ardorosas de la atmósfera de las fiestas. A pasitos rápidos y cortos, inclinado el cuerpo hacia la tierra, con la cabeza baja y la conciencia temerosa del retraso, venían pegadas a las fachadas de las casas las viejecillas de zapatos de cabra y mantón negro, y adelantándose a ellas iban las muchachas devotas que, como ignorando el poder de la juventud, piden incesantemente al cielo dichas que puede darles el mundo. La campana seguía llamándolas con su tañer monótono, y todas entraban como manada al redil: feas, bonitas, ricas, miserables, virtuosas, perdidas, santas, pecadoras, madres, cortesanas, vestales del hogar o sacerdotisas del amor, todas, codeándose, juntas, desaparecían sorbidas por la puerta de la iglesia, levantando al entrar un cortinón más pesado que una losa y dejando entrever rápidamente una atmósfera cargada, sucia, humosa y salpicada por el resplandor amarillo de las velas.

      Durante toda la mañana se estaba renovando aquel público, femenino en su mayoría, y la puerta seguía tragando mujeres para arrojarlas luego a la calle pasados veinte o treinta minutos, al cabo de los cuales se las veía salir abriendo sombrillas o desplegando abanicos, porque la luz del sol las ofendía, acostumbrada ya su retina a la oscuridad de la sagrada cueva.

      También entraban algunos hombres; pero el mayor número de ellos permanecía en los jardinillos formando corros, comentando noticias del día acabadas de leer en los periódicos que los vendedores voceaban en torno suyo con los últimos partes del Norte. Hacia la calle de Alcalá se oía el cascabeleo de los ómnibus que iban al apartado de los toros, y andando despacito por el paseo, inundado de sol, venía el borriquillo con sus serones llenos de macetas, escuchándose gritar de rato en rato al mocetón que lo guiaba: el tieestóo de claaveles doobles... Quien se acercase a los corros podía oír fragmentos de conversaciones y notar, tal vez, que algunos de los que hasta allí acompañaron a su mujer o su hija defendían las ideas del siglo con palabras impregnadas de impiedad moderna.

      —Las partidas van en aumento.

      —Dicen que el Rey se marcha al ejército del Norte.

      —Si esto no se sostiene, vamos derechos a Don Carlos.

      —Pues crea Vd. que el fanatismo religioso nos envilece ante la Europa culta.

      —Yo a quienes tengo miedo es a los republicanos. Vamos derechos a un noventa y tres espantoso.

      —Todas las malas pasiones se han abierto camino.

      —¡Hasta que se forme una liga de los que tienen que perder!

      —¡Cada día un meeting! Estoy de manifestaciones pacíficas hasta por cima de los pelos.

      —¡Calle Vd., hombre, por Dios! Eso no es compatible con el gobierno. ¡En tiempo de don Ramón y don Leopoldo no había mitins! Esto se va.

      —Pues yo creo que el Rey gana simpatías.

      —¿Qué ha de ganar, hombre? ¡Si es extranjero!

      —Está Vd. en un error, señor mío: eso no significa nada. La historia demuestra que Carlos I y Felipe V eran también extranjeros.

      De un grupo de señoras salían voces atipladas y chillonas: trataban de trapos, modas, chismes y criados.

      —Chica, no sabe una qué ponerse: este es del año pasado.

      —Pues te sienta muy bien. Mira, mira, allí va la de Rodete. La otra tarde fue de las que estuvieron en la Castellana con mantilla blanca y peineta para hacer rabiar a los Reyes.

      —¡Qué porquería! A mí la Reina me da lástima.

      —Hija, ¿qué quieres? ¡como la de Rodete fue azafata de doña Isabel! Pues yo he oído que los alfonsinos se mueven mucho:—Y la que esto decía miraba de reojo


Скачать книгу