El secuestro de la novia. Jennifer Drew

El secuestro de la novia - Jennifer Drew


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      ¿Pero quién hubiera podido imaginar que organizar una boda fuera una experiencia tan penosa? ¿Es que jamás iba a encontrar un vestido adecuado para ella? El delicado vestido de encaje de algodón sobre el forro resultaba atractivo, pero jamás podría decidirse sin mirarse con perspectiva, en el espejo del salón. Por desgracia eso significaba pasar el modelo ante el atractivo tipo de los vaqueros. Y no es que le importara la opinión del Señor Musculitos, al revés. Iba sola a las tiendas a propósito, para que nadie influyera en su decisión. Pero aquella mirada atenta la hacía estremecerse.

      Stacy vaciló antes de salir del probador. La molestaba sentirse intimidada por aquel tipo. Su reacción ante él le había recordado a la época de adolescente cuando, a causa de su timidez, sus hermanos mayores habían tenido que concertar citas para ella. Quizá fuera más callada que sus amigas, y a veces un tanto reservada con los desconocidos pero, con veinticuatro años, tenía que haberlo superado. Y estaba segura de haberlo superado.

      Stacy sonrió enigmáticamente, esperando dar la imagen de mujer misteriosa, alzó el mentón y fingió indiferencia. Aquel tipo no era su novio, su opinión no importaba. Le gustaba la forma en que el vestido se le ajustaba al torso como el traje de una princesa, para quedar suelto desde la cintura, sin parecer tampoco una hippie. Eso era lo que contaba. La única persona a la que quería impresionar era a Jonathan, y a él le parecería bien, si lo aprobaban los abogados del prestigioso gabinete para el que trabajaba.

      El hecho de que Jonathan estuviera orgulloso de ella no tenía nada de malo, se repitió en silencio. Quería ser una buena esposa, una buena anfitriona para los amigos y colaboradores de Jonathan, por mucho que no estuviera muy segura de que quisiera dedicarse solo a ser ama de casa. Al menos, hasta que no tuvieran niños. Quizá la causa de que le costara tanto decidirse por un vestido fuera que Jonathan la encontraba perfecta. No quería decepcionarlo, el día de la boda.

      Al salir, el silbido que oyó fue largo. Aquello sí que era un piropo. Stacy deseó desaparecer de nuevo en el probador, pero por otro lado se sintió complacida ante la reacción del Señor Musculitos. Confirmaba su opinión de que, de entre todos los vestidos que se había probado, aquel era el mejor. Quizá debiera comprarlo, a pesar del precio. Por Jonathan. Después de todo, él pagaba el banquete. Jonathan insistía en que los más de doscientos invitados que él aportaría eran demasiados como para esperar que lo pagara el padre de la novia. Stacy le había sugerido que celebraran una boda más modesta, pero Jonathan no había querido ni oír hablar de ello. Stacy se giró frente al espejo tratando de no imaginar la iglesia, con setenta invitados a un lado, por su parte, y más de doscientos al otro, por parte de Jonathan.

      —Ese está mucho mejor —comentó el crítico espontáneo.

      —Gracias.

      ¿Por qué le daba las gracias? No era ella quien había diseñado el vestido, ni siquiera se había decidido. Aún quedaban muchas tiendas que visitar en Detroit.

      —¿Va a ser una boda grande?

      —Más grande de lo que hubiera querido —respondió Stacy sin darse cuenta.

      —Creía que era la novia la que decidía esas cosas —comentó el tipo de los vaqueros.

      —Puede ser una decisión conjunta.

      —Pues no me parece que sea conjunta, si tú piensas que es demasiado grande.

      —¿Tienes algún interés profesional en las bodas de los demás?

      —¿Es que tengo aspecto de organizador de ceremonias? —inquirió a su vez Nick riendo.

      —No, más bien pareces el chico de los recados.

      —¡Vaya, un ángel con mal genio! —respondió Nick torciendo la boca, medio sonriendo.

      Stacy no sabía si sentirse halagada, o insultada. De un modo u otro, habría preferido que aquellos ensoñadores ojos negros contemplaran cualquier otra cosa que no fuera a ella. ¿Cómo podía tomar una decisión cuando no dejaba de torcer el sensual labio superior, haciéndole desear lamerlo?

      «¡Dios!», una idea extraña había entrado en su cerebro. Tenía novio, tenía un futuro. ¿Cómo podía concebir tales pensamientos acerca del Señor Musculitos? Stacy buscó la ayuda de la dependienta, pero fue inútil. Por mayorcita que fuera, sus ojos no se despegaban del atractivo tipo, como diciendo: «cómeme».

      —Creo que te llama tu madre —dijo Stacy tratando de terminar de una vez por todas con aquella charla.

      —Ojalá se diera prisa —sonrió Nick abiertamente—. Preferiría descargar un camión que estar aquí.

      —¿Es a eso a lo que te dedicas? ¿A descargar camiones?

      —Trabajo en la construcción, temporalmente. Apuesto a que tú eres… —Nick frunció los labios provocando en Stacy una vez más pensamientos no deseados—… profesora de baile.

      —¿Qué? —preguntó Stacy sorprendida.

      —Tienes una figura grácil, esbelta, eres… artística…

      —¡Artística! —rio Stacy—. ¡No sabes cuánto me cuesta que mis alumnos de preescolar dibujen bien un árbol!

      —¡Profesora! Andaba cerca.

      —En absoluto.

      Stacy le volvió la espalda fingiendo contemplarse en el espejo. En realidad, lo que miró fue el reflejo de Nick. Tenía orejas bonitas, pequeñas y pegadas a la cabeza. Pero ya bastaba de prestarle tanta atención. Tenía cosas más urgentes que hacer. El vestido le gustaba. Quizá debiera comprarlo, antes de cambiar de opinión. Le gustaban los tirantes finos, el hecho de que no tuviera una larga y molesta cola, y el escote, revelador pero recatado.

      —Voto por ese. ¿Vas a consultarlo con tu novio? —preguntó él.

      —No, es decir… él confía en mi juicio.

      —Sería un estúpido, si no lo hiciera.

      —No es estúpido, es abogado —afirmó Stacy.

      Nick abrió la boca para decir algo, pero en ese momento su madre asomó la cabeza por la pesada cortina que separaba el salón de la trastienda, diciendo:

      —Nicky, todavía estoy aquí, tratando de solucionar esto. Quizá debas ir a echar otra moneda al parquímetro. ¿Tienes cambio?

      Seguro que su madre era la única que lo llamaba «Nicky», pensó Stacy. El diminutivo no pegaba con la imagen de hombre grande e imponente. Stacy trató de no observarlo rebuscar por los bolsillos del estrecho pantalón.

      —Tranquila, ya voy.

      Nick salió de la tienda, haciendo sonar las campanillas. Stacy lo observó de espaldas. En realidad, no le interesaba. Le interesaba mucho menos que a la dependienta, a la que estaba a punto de caérsele la baba. Por fin podía pensar en el vestido sin verse interrumpida por sus comentarios. El vestido de encaje era bonito, inocente. Era adecuado para ella. ¿Llevaría guantes? Quizá unos cortos, abotonados en la muñeca. Y algo ligero en el pelo, una cinta, simplemente. Le gustaba llevar el pelo corto, con un estilo natural. No quería ponerse nada complicado en la cabeza. Por desgracia, debía dejarse crecer el pelo. A los socios del gabinete no les gustaba el aire de chica provocativa que tenía con él corto. La imagen de la novia perfecta se complicaba de día en día, y solo faltaban dos meses.

      Las campanillas de la puerta volvieron a sonar. Stacy se giró esperando ver a «Nicky», y se habría echado a reír al ver el aspecto de los dos hombres que entraron, de no haberse quedado de piedra. La empleada emitió un ruido estrangulado, y Stacy rio sofocadamente. Eran dos hombres enmascarados, los que habían entrado. El alto habría resultado siniestro, todo vestido de negro, incluida la máscara, de no haber exagerado tanto en el uso de ese color. ¿Qué sentido tenía vestirse completamente de negro en un soleado día de junio? Stacy volvió a reír sofocadamente hasta que cayó en la cuenta de que aquel podía ser efectivamente «el malo».

      El segundo tipo era fornido, desgarbado, llevaba


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