Memorias de un pesimista. Alberto Casas Santamaría

Memorias de un pesimista - Alberto Casas Santamaría


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tanto vivencial como históricamente, se ha pretendido la responsabilidad de ellas casi exclusivamente en su cabeza.

      Tampoco se reconoció que la legitimidad perdida un 13 de junio, se produjo por la decisión del presidente Laureano Gómez de rechazar la tortura y los actos vandálicos contra Alfonso López Pumarejo y Carlos Lleras Restrepo, y contra los periódicos El Tiempo y El Espectador.

      El esfuerzo del presidente Gómez, al asumir el mando, de armar un gobierno garantista de los derechos de la oposición, integrando su gobierno con figuras del conservatismo, quienes no constituían un desafío para el liberalismo, no solo no produjo sus frutos con el histórico adversario, sino que se convirtió en abono propicio de la división conservadora que alimentó el golpe de Estado.

      No se valoró que se perfeccionara un acuerdo de paz, el Frente Nacional, para acabar la violencia liberal-conservadora. Ni que se hubiera recorrido el país pidiéndole a los colombianos, pero en especial a los conservadores, que votaran por Alberto Lleras Camargo para presidente de la república, mientras una minoría de conservadores acusaban al laureanismo de traición y de felonía.

      El liberalismo ha desconocido sistemáticamente la dignidad democrática del presidente Laureano Gómez. Lo acusan en los testimonios históricos de gestor de la violencia sin ninguna prueba ni consideración, lo cual, a fuer de falso, constituye una tremenda injusticia para un dirigente que buscó coincidencias con el liberalismo desde 1921, en varios episodios de trascendencia nacional, sin desconocer las diferencias que los apartaba.

      Contradecirlo por sus opiniones y propuestas de reformas constitucionales y legales es de buen recibo y de gran valor intelectual y doctrinario, pero sin ignorar su inmodificable apego a las formas legales y, por tanto, su rechazo a la violencia.

      Cuando comprobó que un gobierno conservador estaba violando los derechos humanos, prefirió sufrir el golpe y el destierro. Y a esa conducta valerosa y patriótica sus adversarios le dieron una interpretación irónica y caricaturesca, afirmando que el presidente depuesto se había escondido en la casa de su consuegro para hacer pandeyucas.

      Cuando se enteró de la participación de sectores del gobierno en los incendios y atropellos del seis de septiembre de 1952, hizo constar su voz de rechazo y de repugnancia por tales actos de violencia.

      Cuando Laureano Gómez estimó que quien estaba gobernando era el jefe de las Fuerzas Armadas, el general Gustavo Rojas Pinilla, y sobre quien recaía la responsabilidad de los hechos que con razón atormentaban al liberalismo, ordenó su destitución y ahí se produjo el golpe de Estado del 13 de junio de 1953.

      La destitución de Rojas, lejos de producir la conformidad del liberalismo, recibió su rechazo y al golpe se le disfrazó con el calificativo benévolo de “golpe de opinión”, con el que, sin duda, se justificó el atropello, desconociendo la legitimidad constitucional del gobierno depuesto, exonerando de responsabilidad a los autores de los desmanes.

      ¿A qué costo? “El nuevo gobierno derivó en dictadura y la censura de prensa alcanzó los máximos niveles de arbitrariedad”, señaló tiempo después don Guillermo Cano.

      Se necesitaron menos de dos años para que los liberales reconocieran, a regañadientes, que los autores del golpe de cuartel para algunos o del golpe de opinión para otros, fueran los mismos que propiciaron o toleraron los hechos criminales de la muerte violenta del guerrillero liberal Saúl Fajardo, a quien Chile negó el asilo diplomático; y los incendios absurdos e inaceptables del 6 de septiembre de 1952. Los mismos que se aferraron a los conceptos del “fuero militar”, del “conducto regular” y los “reglamentos” para proteger la impunidad en el abominable acto de tortura a Felipe Echavarría.

      La división conservadora le pasó la cuenta a Colombia por el cuartelazo y rompió el hilo constitucional del país; para restablecerlo hubo que recurrir al plebiscito del primero de diciembre de 1957.

      El liberalismo no perdonaba que su adversario tradicional gobernara en minoría desde 1946. Alegaban no haber perdido ni una elección de 1930 a 1980. Reconocían el triunfo de Ospina, pero “sin desmentir el predominio liberal” y “las elecciones que se cumplieron bajo gobiernos conservadores dieron siempre el triunfo al partido de nuestros afectos”.

      Creyeron de manera equivocada que derrocando al presidente Gómez, mediante una transición breve, recuperarían el poder, y los hechos protagonizados por la dictadura de Rojas los convencieron del grave error de haber legitimado el golpe de cuartel.

      Para corregir el error de sacrificar la Constitución por el golpe de opinión, se construyó un acuerdo de paz entre liberales y conservadores, el Frente Nacional; un período de dieciséis años que acabó con la violencia partidista, pero no logró cumplir la totalidad del programa diseñado por Alberto Lleras y Laureano Gómez y que pretendía reformar la estructura social y política del país y, por tanto, la redistribución del ingreso para reducir la pobreza de los sectores de la población más necesitada.

      Los enemigos del Frente Nacional entraron a la administración al conseguir los dividendos electorales (con una diferencia de cien mil votos entre los mismos conservadores), por oponerse a la política de colaboración de los dos partidos y, a partir de entonces, se generalizó la teoría mediante la cual los acuerdos no resolvían los problemas sociales de sectores campesinos reclamantes de tierra y se calificó de represiva la acción del gobierno para llevar a las Fuerzas Armadas a territorios en los cuales se impedía su ingreso. Los grupos partidistas del alzatismo y el MRL terminaron manejando la Asamblea frentenacionalista. Un concilio católico con obispos protestantes.

      Gilberto Alzate, quien acusó a Laureano Gómez de haber cometido un acto de felonía –sin paralelo en la historia– por haber propuesto la candidatura de Alberto Lleras, dijo entonces para justificar su adhesión a la candidatura de Lleras Restrepo: “Combatí el plebiscito. No el entendimiento entre los partidos, no la paz, ni la concordia”. Y votaron por Carlos Lleras.

      Superadas las frustraciones del Frente Nacional, Álvaro Gómez realizó una intensa actividad parlamentaria y periodística. Interpretó el talante conservador, una postura de vida con base en criterios filosóficos.

      Juan Gabriel Uribe, quien tuvo el privilegio de disfrutar su cercanía en los últimos años, lo define como una combinación de Burke con Hegel, o de Santo Tomás con Fukuyama, “una concepción del mundo (…) la invocación de lo conservador, no como partido, sino como una fuerza que también podía reclamar el cambio dentro de unos criterios específicos”. Más allá de la ley para alcanzar instrumentos superiores en lo ético.

      El conservatismo –sostuvo con convicción– es una metodología del cambio pacífico, progresivo y continuo. Un Estado que no cambia es un Estado que envejece.

      Con ese talante emprende la carrera por la presidencia. Se enfrenta con López Michelsen, quien ya había tenido la oportunidad de pasar por el gobierno y reconocer en sus propias palabras: “ …mi paso por el gobierno sirvió para modificar la imagen que de mí se habían hecho mis contradictores”. Esa posibilidad no la tuvo Álvaro Gómez, a quien se le negó la opción de ser ministro de Agricultura en la administración Lleras Camargo.

      La batería de la desinformación funciona a la precisión para tergiversar las propuestas. Álvaro es Laureano. Seguridad es autoritarismo. El desarrollo es desarrollismo. Y así, sucesivamente, se desfigura la imagen de Gómez, para concluir que la victoria de López es rápidamente interpretada como que los electores no votaron a favor de él, sino contra Gómez. Las derrotas no agotan su capacidad de lucha. Se empeña en diseñar un nuevo modelo constitucional para limpiar las costumbres políticas decadentes y califica al Congreso como el epicentro de la crisis.

      Para combatir la insurgencia guerrillera y el fenómeno del narcotráfico, propone la elección popular de alcaldes y esta ley se aprueba en el Congreso.

      Insiste en alcanzar de nuevo la candidatura a la presidencia en la convención del Partido, pero al no recibir el respaldo necesario para su elección prefiere facilitar la elección de Belisario Betancur, quien, sin recoger la mayoría estatutaria, aventajaba a Gómez en número de delegados.

      Desde la


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