Desconocida Buenos Aires. Historias de frontera. Leandro Vesco
soledad es ciega. En estos hospedajes el pasajero disfruta del techo y la cama, comodidades que en un pueblo saben a mucho. “Si el camino está bueno y no ha llovido, por ahí viene gente, comen algo y se van a caminar por el pueblo. Pero a veces no anda nadie”. Irma tiene que dejarnos: el estofado es un lenguaje riguroso que solo ella entiende; la llama. La olla tiene una prioridad aquí, la conversación puede esperar. Oímos que vendrán dos viajantes, afuera la noche es cerrada y estrellada.
Acaso ese almanaque que mostraba el mes de mayo de 1984 tenga razón. En estos viejos hoteles el tiempo es un pasajero perezoso, que gusta de servirse de la tranquilidad que florece en las esquinas del pueblo.
Karina Graff, la directora de la escuela que mantiene vivo a un pueblo
¿Cómo poner en imágenes el silencio, la soledad y la belleza, y a la vez magnificar la alegría y el bienestar? La respuesta está en darse una vuelta por D’Orbigny, un pequeño, típico y colorido pueblo de la pampa gringa bonaerense, situado en el partido de Coronel Suárez, allí donde el sol baña con una luz dorada las cortaderas y los pastizales. En esta pequeñísima comunidad viven apenas 10 habitantes que negocian con este horizonte extraviado. Queda poco y nada de lo que alguna vez fue un pueblo con algo más de 100 habitantes, dos almacenes, el tren y todo el horizonte por delante. Los 8 kilómetros que lo separan de la ruta provincial 85 son de tierra, el último tramo complicado cuando llueve. “Son caminos difíciles, con barro, tierra, espinas, pero siempre hay un gaucho amigo que te ofrece un mate amargo en el trayecto”, comenta Karina Graff, directora del jardín de infantes de la escuela del pueblo, adonde asiste un puñado de niños. La verdad es esta: son los niños quienes sostienen una comunidad, haciendo la matrícula de una escuela que constituye el pilar de un pueblo olvidado como D’Orbigny. “Quiero tener esperanzas, que mi pueblo vuelva a vivir”, sostiene la mujer nacida en este solar.
Hasta hace algunos años había un pequeño boliche, pero, como todo, desapareció. El nombre del pueblo es un homenaje al naturalista francés Alcides Dessalines de D’Orbigny, quien anduvo por nuestro país haciendo trabajos antropológicos y de geología. Incluso en su mejor época, no tuvo más de un centenar de habitantes, pero los viejos recuerdan y atestiguan el pasado del pueblo: carnicerías, ferretería, ramos generales y hasta un hotel con restaurante, todo eso tenía. Hoy solo queda el recuerdo. Viven pocos, y dos instituciones sostienen el esqueleto de la localidad, el Club Social y Deportivo D’Orbigny y la escuela Dr. Ángel Gallardo. Esta última genera el poco y vital movimiento que queda.
La escuela parece estar dentro de un cuadro; en el fondo, el horizonte se recorta onduloso con el cordón serrano de la Ventania; más acá, el edificio con tejas anaranjadas, rodeado de cortaderas y juegos infantiles. No es difícil creer que aquí los niños no solo aprenden, sino que tienen una infancia plena y completa. Sus risas se pierden en el viento. Subir a los árboles, jugar a la pelota, a la payana, o abrir el silencio con charlas sobre chanchos que quieren entrar a comer a la escuela. Ocurre una vida sencilla en D’Orbigny.
Karina y Mariana Rovai son las maestras que atienden el jardín y la primaria, respectivamente. “Acá trabajamos de un modo especial, en forma individual con los chicos”, aclara la primera, que se encarga de describir la vida en el pueblo y los proyectos en la escuela. “Tenemos 10. Estamos bien este año”. Los hubo con dos o tres alumnos. La realidad del campo es cambiante, el trabajo escasea y los servicios son pocos; las familias deben irse, pero de a poco las cosas parecen cambiar. “No ha quedado nada de lo que fue el pueblo, pero tenemos para ofrecer paz y tranquilidad”, bienes que escasean en el mundo. El oro y el petróleo no son tan valiosos como aquellas dos. Los sentimientos son esenciales y puros en pueblos así. Lo que es evidente, lo que abunda, es el tesoro de todos. El viento acompaña, al igual que las mariposas, que tratan de sostenerse entre las ramas de los altos eucaliptos.
El pueblo a la tarde tiene mucha actividad, porque la escuela da clases en este horario. En las comunidades pequeñas la escuela es el eje de todo el movimiento. La familia rural va y viene, se acercan los padres o hermanos de los alumnos, siempre hay algo que hacer en un lugar en donde todo está por hacer. El campo ofrece actividades en forma permanente. A pesar de que la realidad de D’Orbigny hoy es desoladora, alrededor del edificio escolar la vida se agita y late. Pueblos enteros como este han desaparecido, como el vecino Quiñihual, que fue más grande que D’Orbigny y del que solo han quedado el almacén de ramos generales de Pedro Meier, las ruinas de una escuela y la estación. Parajes como El Triunfo y El Relincho aún están habitados, quién sabe hasta cuándo, pero las casas allí todavía despiden humo de sus salamandras. Queda muy poca gente en el campo; el asfalto de la ruta 85 prometió progreso, pero nadie avisó que iría a matar a estas pequeñas poblaciones. El viejo camino de Coronel Suárez a Coronel Pringles pasa por D’Orbigny, como pasaba por otros pueblitos que han quedado alejados del asfalto y de la vida. “Antes, con el tren llegaban hasta los diarios de Buenos Aires”, se oye decir a un viejo poblador.
Las maestras rurales, responsables de todo lo bueno que sucede en el pueblo, madres, tías, cocineras, consejeras y amigas de tiempo completo, tuvieron la idea de hacer un parque de plantas nativas a un costado de la escuela. “Es una manera de valorizar lo que tenemos, salimos con los chicos y es una forma diferente de ver las plantas que ellos miran todos los días. Caminamos por el pueblo e individualizamos especies, con la ayuda del licenciado Braian Estévez, un especialista de Casbas [partido de Guaminí]. Una vez que tenemos la planta, investigamos y ahora sabemos que tenemos especies con muchas propiedades medicinales”, detalla con alegría Karina. La respuesta de los niños fue inmediata. Enseñar en una escuela rural es un trabajo muy grato para una maestra, los niños siempre tienen ganas de progresar. Para hacer el parque, como no podía ser de otra manera, recibieron la ayuda de las familias de los alumnos. Lo llamaron Karriwe, que significa espacio verde en lengua mapuche, y tuvieron la bendición de los miembros de la comunidad Milla Cura de Sierra de la Ventana.
“Tenemos tunas”, anticipa Karina, acaso resumiendo el sabor local. Fruto que hermana a todos los pueblos de esta pampa. Al prejuicio que se tiene de que nada pasa aquí, en los pueblos la agenda es intensa, siempre existe alguna actividad. En estos días, Soledad y Vera, dos artistas de la ciudad de Buenos Aires, harán un espectáculo de kamishibai en la escuela. “A nosotros que nos visiten nos hace felices, el pueblo vuelve a latir”. Mientras tanto, D’Orbigny, que nació en 1910 con la llegada del tren, conserva su estación en pie con una escultura que homenajea a “el bolsero”, trabajador arquetípico rural. Antes de las máquinas, las manos y el hombro de los bolseros cargaban todo el cereal. Hicieron el país, esos cuerpos curtidos. Una capilla es contenida por la soledad y una esquina que fue un almacén es hoy la sede de la Cooperativa Agrícola Ganadera. En la entrada al pueblo está el club, y un puñado de casas halaga el paisaje único, atractivo y simple. El mayor problema son los chanchos, que a veces se escapan y hacen lío.
El sol ya quiere darle la posta a la luna, es tiempo de ir cerrando el día, cargar la salamandra y abrazar el poncho. El invierno está del otro lado de las sierras, las horas del día se achican y se asoman las heladas. Karina Graff y Mariana Rovai nos despiden con una sonrisa. Hacen 45 kilómetros todos los días con sus autos para llegar hasta este generoso rincón del mapa, donde abundan la paz y la tranquilidad, como aseguran y confirmamos. El viento fresco arrulla las cortaderas; cuando les pregunto qué necesita el pueblo, Karina responde: “¡Que nos vengan a visitar! D’Orbigny es el pueblo más lindo de la provincia, serán bienvenidos”.
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