Desconocida Buenos Aires. Historias de frontera. Leandro Vesco
y progreso, pero también un linaje de grandes hombres como Mariano Ustariz, quien tuvo las ideas y los medios para transformar este puñado de casas, habitadas por inmigrantes que llegaron a nuestra tierra con ganas de hacer un país, en un pueblo con horizonte propio. Este hábil productor cerealero tenía una concepción muy humana acerca de cómo formar un pueblo.
Ñata, que es la mujer que todo lo sabe en Villa Lía y una de las vecinas más antiguas del pueblo, nos cuenta cómo fue el sistema que pensó Ustariz para la creación del pueblo. “Él comenzó a lotear y a cada lote le dejaba 10.000 ladrillos. No permitió que ningún banco comercializara la operación; Ustariz les dio la tierra y las herramientas, él quería que los inmigrantes se hicieran ellos mismos sus propias casas y que trabajaran la tierra, quería crear sentido de pertenencia. En pocos años de cosecha le devolvieron el dinero y todos fueron dueños de sus casas”. Villa Lía entonces nació y sus calles se llenaron de gente; el tren llevaba y traía pasajeros y toda la cosecha hasta Buenos Aires, el movimiento era incesante. “Todo se hacía en el tren o a caballo, había mucho entusiasmo en el pueblo, eran años felices”, recuerda Ñata desde su amplio patio florecido.
Las cosas tardaban en realizarse, porque todo se hacía a fuerza de pala y carretilla; la mayoría de las manos estaban ocupadas en el campo, donde se originaba una rica y productiva Argentina. Ñata recuerda que en 1929 se inauguró la capilla San José, pero el pueblo, más que fe, necesitaba actividades de esparcimiento, y entre los vecinos se unieron para hacer el club. Recién en 1939 lo tuvieron: “Hacíamos los fines de semana copetines, cada uno llevaba algo de la casa, todo a la canasta. Después venían obras de teatro, recuerdo una en especial, La fonda del Pelado Asturias, convocó a todo el pueblo; y luego nos visitaba un señor que daba películas”. La mirada de Ñata se pierde en aquellos años fundacionales y mientras con delicadeza desenvuelve su pasado, que es el pasado del pueblo, señala un colibrí que se posa en la flor de una azalea. “Viene todos los días a la misma hora –asegura–. Llegaron a existir seis almacenes de ramos generales, la gente compraba poco el diario, que llegaba en el tren, porque en los boliches te enterabas de todo. No había agua potable, pero entonces comprábamos unos cloradores que la hacían medio potable, y eso tomábamos. El motor de un tractor originó las primeras luces en el pueblo. Tener luz algunas horas era una bendición. Nuestra salida era esperar el tren de los sábados porque venía el Billiken, yo devoraba la historieta ‘Jim de la Selva’”, el zumbido de un ciclomotor trae a Ñata a nuestros días.
Villa Lía cuenta hoy con 1200 habitantes y está a 130 kilómetros de Buenos Aires. Muchas personas han dejado el ruido de la ciudad por la tranquilidad de este pueblo armonioso que ofrece paz y vida rural; es un terruño edénico en plena llanura bonaerense, sus tierras son fecundas; para empezar otra vida, Villa Lía ofrece sus brazos abiertos. En los últimos años han abierto muchos hospedajes para recibir a visitantes que vienen a buscar las esquinas centenarias, el rumor de las aves, los pasos lentos y las charlas con el primero que se cruce. Luz María, hija de Ñata, lo define muy bien: “Villa Lía es hoy un pueblo turístico, el turismo rural ayuda a tejer redes”.
Cuando una comunidad entiende que lo que tiene para ofrecer es un recurso intangible como la tranquilidad, ocurren historias curiosas y propuestas muy originales, como el caso del museo que ofrece la posibilidad de hospedarse. El Museo Los Rostros de la Pampa funciona en donde antes estaba una de las primeras carnicerías del pueblo. Se exhiben allí objetos que pertenecieron a los antiguos inmigrantes, como, por ejemplo, un paraguas de 1898 y un lavarropas suizo de 1913 que parece un satélite de bronce. “Pase una noche en el Museo” es el eslogan elegido para atraer visitantes, que llegan todos los fines de semana a ser parte de una experiencia fascinante. Las habitaciones son una muestra del buen gusto y la elegancia. Por allí aparece Frieder, un alemán que se enamoró de Villa Lía; junto con su esposa decidieron apostar por el turismo y un cambio de vida. Son los dueños del Museo Hotel y del Campo Recreativo La Segunda, una estancia abierta para acampar y realizar actividades rurales.
“Acá se resguarda la tradición, y como la gente ve que el turismo funciona, los vecinos se van contagiando”, reflexiona Luz María y nos deja con la ilusión de que es posible la recuperación de los pueblos cuando sus pobladores entienden que hay que ir por un mismo camino. Sin capacitadores urbanos ni estrategias diseñadas en la ciudad, aquí se comprueba que lo mejor sale cuando las ideas se cocinan al ritmo del pueblo, sin apuros. Es poco lo que hay que hacer: no más que mostrar el pueblo tal cual es, no modificar nada. La identidad de Villa Lía es su principal recurso. Sus calles de tierra, los pocos comercios que ofrecen mercadería, la esquina del almacén de ramos generales de Adolfo Caunedo, La Casa Bellavista —una posada rural— y dos comedores de campo, Lo de Pascual y Las Argibay, abren sus puertas para invitar a comer recetas que se preservan como tesoros en las familias.
Lo demás es descubrir a pie un pueblo en donde se continúa respetando la sagrada y analgésica siesta, y que los villalienses no quieren cambiar por nada del mundo. Villa Lía es un pueblo con historia que tiene futuro: todavía es una gran familia.
Pipinas, un pueblo que late al ritmo de su cooperativa
Pipinas es una imagen de la realidad argentina, un sueño de prosperidad que tuvo una fábrica cementera como protagonista, y que en la década de los noventa se estrelló con un modelo económico que no dejó crecer al pueblo; sin embargo, la historia tiene un final feliz. Un grupo de vecinos formó una cooperativa, recuperó un hotel y consiguió que Pipinas sea hoy un destino de turismo comunitario. El pueblo resucitó.
La vieja chimenea de la fábrica cementera Corcemar se ve desde lejos en la desolada ruta provincial 36, un camino solitario en el que apenas se muestran un puñado de pueblos, cuyas entradas animan el viaje. La llanura pampeana termina a los pocos kilómetros en calmas playas que son bañadas por un Río de la Plata sereno y relajante, huertas, chacras, pequeños campos. El mapa tiene aroma a tierra trabajada por manos hacendosas, el esfuerzo aquí no es temido. El horizonte, que presiente al río, guarda el resplandor de una resistencia silenciosa. Pipinas –el nombre proviene de dos hermanas de nombre Josefina, hijas de un estanciero– está en el partido de Punta Indio, a 160 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, justo en la punta norte de la bahía de Samborombón. “En las noches el cielo nos envuelve”, cuenta sorprendida del hechizo que existe en su propio pueblo Claudia Díaz, miembro fundador de la Cooperativa y nacida aquí, ideóloga de la independencia rural y defensora de los pequeños pueblos. “Cooperativo y comunitario” es la divisa que acunaron y defienden en Pipinas.
La historia del pueblo requiere atención. Pudo desaparecer y no lo hizo, pero se tuvieron que unir muchas voluntades para enfrentar un escenario que no permitía tantos caminos. Para que todo saliera bien, primero la comunidad debió pasar por años de tristeza y zozobra. La recuperación del hotel tiene su base en la peor crisis que tuvo que pasar el pueblo. Pipinas nació en 1913 con la llegada del tren, los productos del país y grandes estancias movilizaron al caserío, que se abrigaba al calor de una pulpería que hoy ya no está. En 1936 se acercó al lugar Marcelo Garlot, ingeniero cordobés que, con la excusa de buscar caracoles, comprobó lo que se decía de Pipinas: que el pueblo estaba asentado sobre un descomunal yacimiento de conchilla calcárea. “Al año siguiente llegaron 1000 obreros que dormían en galpones y el 15 de abril de 1939 se encendió el horno de la fábrica. El pueblo tuvo que cambiar de lugar y organizarse alrededor de la factoría. Llegaron inmigrantes que escapaban de la guerra para trabajar”, explica Claudia la génesis de Pipinas.
El humo salía las veinticuatro horas de la chimenea. Pipinas llegó a tener 3500 habitantes. “La fábrica fue un pequeño Estado, te ayudaba a construir tu casa, nos daba los libros escolares, la salud; los primeros juguetes que tuve fueron gracias a Corcemar, y hasta un cine instaló en el club”, recuerda Topo Díaz, el profesor de Educación Física y uno de los pilares de la Cooperativa. “Pipinas no tenía luz, llegó recién en 1970, pero la fábrica tenía una usina propia”, afirma Claudia. Poco a poco, esa omnipresencia fabril, símbolo de una Argentina que se retiraba, encontró su final. El Estado le quitó el subsidio al fueloil con el que alimentaba la caldera. “A la par, se hizo la Ruta 2 y el gas llegó a los pueblos que la cruzaban; acá quedamos olvidados”, rememora Claudia. La autovía y el brillo de los balnearios de la costa eclipsaron a los