La gran aldea; costumbres bonaerenses. Lucio Vicente López
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Lucio Vicente López
La gran aldea; costumbres bonaerenses
Publicado por Good Press, 2019
EAN 4057664161598
Índice
I
Dos años hacía que mi tío vivía en mi compañía cuando, de pronto, una mañana, al sentarnos a almorzar, me dijo:
—Sobrino, me caso...
Cualquiera creería que me dio la noticia con acento enérgico. ¡Muy lejos de eso! Su voz fue, como siempre, suave e insinuante como un arrullo, pues mi tío, aunque tenía el carácter del zorro, afectaba siempre la mansedumbre del cordero.
¿Y qué tenía de particular que mi tío se casara? ¡Vaya si lo tenía! Había cumplido los cincuenta y ocho años y apenas hacía dos que mi tía había muerto. ¡Mi tía! ¡Ah, el corazón se me parte de pena al recordarla!... Una señora feroz, hija de un mayor de caballería que había servido con Rauch, que había heredado el carácter militar del padre, su fealdad proverbial, un gesto de tigra, y una voz que, cuando resonaba en el histórico comedor de su casa, hacía estremecer a mi tío, y el temblor de la víctima transmitía el fluido pavoroso a los platos y a las copas que se estremecían a su turno dentro de los aparadores al recibir en sus cuerpos frágiles y acústicos el choque de la descarga de terror conyugal.
Así pasaban las cosas cuando mi tía Medea purificaba sobre la tierra a su marido. El espanto dominaba toda la casa: los antiguos retratos al óleo de sus antepasados, y hasta el del feroz mayor de caballería, tiritaban entre los marcos dorados, y perdían la tiesura lineal y angulosa del pincel primitivo que había inmortalizado aquellos absurdos artísticos; los muebles tomaban un aspecto solemne, y parecían, por su alineación severa, la serie de los bancos de los acusados; los relojes se paraban, los sirvientes ganaban los confines de la casa; mi tío, que comenzaba por esbozar una súplica en su rostro de marido hostigado durante veinticinco años, concluía por doblar el cuello y hundir su barba en el pecho, ni más ni menos que una perdiz a la que un cazador brutal descarga a boca de jarro los dos cañones de la escopeta. Las imprecaciones y los gritos estentóreos de mi tía Medea se prolongaban hasta altas horas de la noche; tenía unos pulmones dignos de alimentar el órgano monstruo de Albert Hall; y sus iras inclementes y casi mitológicas, brotaban de sus labios como un torrente de lava hablada, en medio de gesticulaciones y de ademanes dignos de una sibila que evacua sus furores tremendos.
Una mujer como mi tía, tenía que ser, como fue, de una esterilidad a toda prueba. Hasta los quince años yo tuve vehementes dudas sobre su sexo; aquel retoño de los Atridas no dio fruto a pesar de mi tío.
Mi tío estaba lejos de ser un apóstol, pero era un santo.
El lado débil de mi tío era el amor, y esto explicará por qué es que a los dos años de viudez acaba de declararme que se casa. Mi tío era un alfeñique delante de una mujer bonita. Decir que se derretía sería poco, se revenía, se volvía una celda de miel. Al oír una voz juvenil brotando de una garganta esbelta y alabastrina, al ver un cuerpo elástico y nervioso modelado por los contornos de la carne viva y suave a la presión, mi tío, que era flaco y alto como un junco de las islas, gemía involuntariamente como una arpa eólica, y, no contento con saborear la estatua con los ojos, cedía, sin querer, el brazo a los movimientos irrespetuosos de la electricidad animal y gustaba de tocar el buen señor.
Convengamos en que el defecto era humano y no grave. Pero ved aquí cómo dos pasiones contrarias, la cólera crónica de mi tía y la ternura amorosa de mi tío, habían llegado poco a poco a constituir en él una segunda persona, en la que se habían transformado todos los rasgos primitivos de su carácter. El buen viejo había conservado toda su bondad, toda su mansedumbre; pero, perseguido, acosado, estirado, como un hilo elástico, por su mujer, se había enflaquecido más de lo que había sido y había adquirido un tipo físico lógico, con su nuevo carácter moral: una especie de Tartufo, pero no un Tartufo odioso y antipático, sino por el contrario, y aunque esto parezca una paradoja, un Tartufo ingenuo y cándido, a quien Orgon descubría en cada aventura por la falta de las grandes cualidades jesuíticas que constituyen el carácter del más alto representante del molierismo...
Así, mi tío, que turbaba de cuando en cuando la paz del servicio, sufría siempre la desgracia que nadie sufre en este mundo; lo que no pasa jamás: que los sirvientes lo delatasen a la señora. El regreso del paseíto después de comer casi siempre lo colocaba en una situación crítica y zurda: o la manga de la levita blanqueada por el contacto de las paredes humanas, o el perfume de un ramo de jazmines, o lo inmoderado de un nudo de corbata poco defendido, o cualquiera otra causa, lo entregaban a las garras de la leona, y los celos de Norma estallaban:
—¡Viejo libertino y sin vergüenza, inmoral, corrompido, sucio!...
—¡Pero, Medea!...
—¡Silencio! ¡hombre sin pudor!... ¡habráse visto canalla igual!... ¡corriendo las calles de noche, echando cuchufletas a las sirvientas en las puertas de calle!