La gran aldea; costumbres bonaerenses. Lucio Vicente López
a la política! ¡No hay gobierno posible así! ¡La cámara única es lo más sencillo, lo más expeditivo y lo más cómodo!...
—Pero los ingleses, señor doctor, tienen dos cámaras—observó uno de los circunstantes.
—Permítame, señor; la Inglaterra es un país extravagante, de clima diferente al nuestro, y se explica el error allí. Pero nosotros tenemos un clima ardiente y es un peligro grave prodigar las fuerzas y el número de las asambleas parlamentarias en la República Argentina. Eso es lo que nos lleva siempre a las oposiciones tenaces. Nuestro partido perderá el gobierno por eso, señores; por extender el número de las asambleas. Con una cámara única de veinticinco amigos no seremos vencidos. Yo se lo he dicho siempre al general:—No le haga caso a don Benjamín Boston; mire que don Benjamín es de origen norteamericano, mientras que nosotros debemos seguir la escuela política de Rivadavia. Don Benjamín es orador muy elocuente, pero no tiene una cabeza política ni previsora: tiene demasiados libros para ser buen gobernante y jamás ha escrito en un diario. ¡Pero no se me hizo caso, señor, y ya verán ustedes los resultados!
—¡Cuánto me alegro, doctor Trevexo, de que Ramón oiga lo que usted dice! ¡Cuánta razón tiene usted! Figúrese usted que mi marido se empeñaba en llenarle la cabeza de librajos a su sobrino y enseñarle idiomas, y que sé yo qué otras cosas... ¿Para qué?...
—Todo eso no sirve para nada, señora. Enséñele usted a leer y a escribir y deje usted al talento que se revele solo. Repito a usted que en este país los hombres no necesitan estudiar nada para llegar a los altos puestos.
¿No me ve usted a mí?
Acostumbre usted al niño a que lea los diarios y a que guarde recortes de los artículos que le interesen. A los veinte años sabrá más que toda su generación.
—Pero ya ve usted, doctor Trevexo, que el general no debe ser de su opinión; pocos hombres tienen más libros y papeles que él; un día que tuve el alto honor de verlo en su casa, salí pasmado de la copiosidad de su biblioteca.
—A eso iba, ¡eh! eso iba a contestarle: es que usted ha conocido al general en su mala época; desde que ha empezado a estudiar ha empezado a degenerar, ha perdido el brillo de su palabra y la espontaneidad de su espíritu y se ha envejecido.
—¿Es posible? ¿Qué es lo que me dice usted, doctor?—interrumpió mi tía llena de sobresalto.
—Lo que usted oye: don Buenaventura se ha hecho un indiferente criminal desde que se le ha ocurrido instruirse. ¿Quién me lo negará? Todo su talento improvisador se le ha apagado. ¡Qué diferencia del general de hoy al de otros tiempos; qué improvisaciones las de entonces, qué discursos, qué proclamas, qué artículos!
—¡Y qué versos!—agregó mi tío Ramón lleno de buena fe, con el ánimo de cooperar al elogio.
—¡No! los versos no han sido nunca gran cosa—contestó el doctor con impaciencia.
—¡Oh! perdone, doctor, y ¿El Matrero y el Mendigo?—agregó mi tía.
—¡Pschet! así, así... ¡No! los versos no son su fuerte. Pero los discursos, las proclamas; aquel discurso contra los ministros de Urquiza...
—¡Ah, sí! cuando les ofrecía echar las puertas de los ministerios a cañonazos a aquellos bandidos—rompió mi tía electrizada.
—Eso es, eso es, y aquella proclama al pueblo de Buenos Aires: «Os devuelvo intactas...»
—No, intactas no; la proclama decía «casi intactas».
—Bueno, es lo mismo. ¡Qué bellas frases, qué verdades de a puño! ¡Ah, qué tiempos, doctor! Esos eran tiempos de entusiasmo. Sí, cada vez que me acuerdo de lo que era Buenos Aires el año pasado no más, me convenzo de que las porteñas ya no somos lo que éramos; ¡qué unión! ¿Quién se atrevía a hablar en contra nuestra? No había sino un hombre, un solo hombre y ese hombre era él.
—¿Y se acuerda usted de la discusión del acuerdo, doctor?
—¡Cómo no, misia Medea!
—Entonces, sí, había decisión popular; las injurias y denuestos que vomitaron los enemigos de Buenos Aires; ¡aquellos bandidos! las pagaron caras. ¡Qué barra, qué barra lucida y resuelta; cómo silbaba a los traidores y cómo aplaudía a aquellos patriotas!
—Yo tengo presente ese día—observó uno de los personajes que allí estaban.
—Es cierto, señor don Pancho, que usted estaba allí—contestó el doctor Trevexo.
—¡Cómo no! Yo capitaneaba el grupo principal.
—¿El de los tenderos patriotas, no?
—Precisamente; nos habíamos reunido la noche antes en mi tienda toda la crema de la calle del Perú; Tobías Labao, Narciso Bringas, Policarpo Amador, Hermenegildo Palenque: la flor del mostrador, que durante la tiranía de Rozas había estado metida en un zapato, y nos fuimos a la barra. Cuando hablaba don Buenaventura, lo saludábamos con una lluvia de aplausos, y cuando los urquizistas pedían la palabra, se armaba la gorda.
—¿Pero hubo algunos muy insolentes, no?
—¡Cómo no! y nos insultaron; pero Buenos Aires triunfó y nos libramos de Urquiza.
—Y de los provincianos para siempre. Porque allí se salvó Buenos Aires, y si no hubiéramos triunfado allí, hoy estaríamos conquistados y perdidos, señor don Pancho—dijo mi tía exaltadísima, devolviendo el mate a la mulatilla después de hacerlo roncar con una chupada postrimera llena de vigor, que aplicó a la bombilla.
La conversación había llegado a esta altura, cuando los sirvientes anunciaron a varios caballeros que acababan de llegar. Los recientemente llegados eran siete u ocho personas.
Cambiados los saludos de orden y algunas palabras de etiqueta sobre la salud de las familias respectivas, los circunstantes ocuparon sus asientos alrededor del salón.
El doctor Trevexo se sentó en el sofá, al lado de dos caballeros, uno muy flaco y el otro sumamente grueso.
El flaco era un hombre alto, con una cabeza diminuta. Entre las cejas y el pelo tenía una faja blanca que le servía de frente; la boca era hundida como la de un cráneo, la nariz de un atrevimiento procaz, no por la enormidad del tamaño, sino por su afligente exigüidad, y, sobre todo, por la insolencia con que la Naturaleza la había respingado para presentar al espectador sus dos ventanas, como el hocico de un crack que olfatea al aire. El gesto peculiar de aquel hombre me sugería la idea de un ser que vive aspirando un mal olor constante a su alrededor. Su rostro era una mueca perpetua contra los miasmas, que se exageraba de una manera alarmante cuando él tenía la pretensión de sonreírse. Los brazos eran tan largos como las piernas, el pecho era hundido, la espalda escasa, las orejas parecían dos conchas de ostras y el pescuezo, sumamente corto para su altura, desaparecía entre la cabeza y el cuerpo, dándole el aspecto de esas garzas que, para dormitar al sol sobre las aguas estancadas y verdinegras de nuestras lagunas, enroscan sus pescuezos longitudinales, tomando la actitud más formal y venerable que es capaz de tomar un pájaro.
El otro caballero era lo que se llama un hombre de peso. Si su vecino del sofá pecaba por su figura angulosa y rigurosamente lineal, éste pecaba por la prodigalidad chacotona con que la Naturaleza había empleado las líneas curvas para diseñarlo. La cabeza grande, y aunque vulgar por la vertiginosa rapidez con que descendía hasta la frente, exhibía un rostro lleno de majestad y de satisfecha suficiencia.
El abdomen, ampliamente pronunciado, lo era bastante para poner en conflicto la resistencia pertinaz de las abotonaduras del chaleco y del pantalón, a las que estaba confiada la solemne misión de contener sus formas. La fisonomía tenía grandes pretensiones a la formalidad; pero yo no sé qué diablos había en aquella cara de luna llena, que me hacía verla en menguante, a pesar de su redondez. Las piernas eran diminutas, pero morrudas, el pie pequeño pero ancho; la cara completamente afeitada y una nariz invasora que hacía contraste con el recogimiento