El hombre imperfecto. Jessica Hart

El hombre imperfecto - Jessica Hart


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      –Darcy llegará en cualquier momento. ¿Te falta mucho?

      Allegra se asomó por la puerta de la cocina, donde Max estaba dando el último toque a la cena que había preparado.

      –No sé por qué no le podía servir un simple plato de pasta con tomate –protestó él.

      –Porque es una ocasión especial. Tenías que hacerle ver que estás dispuesto a hacer un esfuerzo y prepararle algo que le guste de verdad.

      Al final, Max había optado por preparar una ensalada de nueces, pera y gorgonzola; unos strudel de champiñones con crema al estragón y, de postre, un helado de tequila con fresas bañadas en chocolate.

      –Bueno, ya he terminado –dijo él–. Me voy a cambiar de ropa.

      –Yo me encargaré de arreglar el salón –se ofreció ella.

      Cuando terminó con el salón, puso la mesa y encendió el equipo de música para que sonara algo romántico de fondo. Ya se disponía a encender las velas cuando Max salió de su dormitorio y dijo:

      –Esto está un poco oscuro, ¿no? Darcy no podrá ver lo que está comiendo.

      –No está oscuro. Es un ambiente… íntimo –puntualizó ella.

      Allegra dejó las velas en la mesa y observó a Max, que se había puesto una camisa oscura, de color mora. Llevaba unos vaqueros negros recién comprados y, en general, su aspecto no podía ser más adecuado para la ocasión.

      –¿Esa es la camisa que Dickie eligió para ti?

      –Sí, claro que sí –respondió Max con disgusto–. Yo no me la habría comprado nunca, pero Dickie insistió.

      –Pues me alegro de que insistiera. Te queda muy bien. Aunque, ahora que lo pienso, se podría mejorar un poco.

      –¿Mejorarla?

      –Sí, ya lo verás.

      Allegra se acercó y le desabrochó otro botón. Luego, haciendo caso omiso de sus protestas, le desabrochó los puños y los remangó hasta dejarlos justo por encima de las muñecas.

      Por desgracia, estaba tan cerca de él que se sintió ligeramente mareada y desesperadamente consciente de la piel y del vello de sus brazos. Se le aceleró el corazón. Quiso decir algo, cualquier tontería que rompiera la tensión, pero se le había quedado la mente en blanco y ni siquiera se atrevía a mirarlo a los ojos.

      Tenía miedo de lo que pudiera pasar.

      Miedo de que la besara o, peor aún, de besarlo a él.

      Sin embargo, tragó saliva y se dijo que se estaba portando como una tonta. No corría ningún peligro. Durante los días anteriores, se habían dedicado a practicar el vals y hacer pruebas en la cocina sin que pasara nada. Habían vuelto a ser los amigos de siempre; dos personas que se caían bien y que, en principio, no tenían ninguna intención de ser amantes.

      –Así está mejor –dijo.

      Max se intentó bajar las mangas.

      –A mí me gustan más de la otra forma.

      –¡Déjalas como están! –le ordenó–. Esas mangas son la diferencia entre parecer un idiota y parecer un monumento.

      –¿Un monumento? –dijo él, confundido.

      –Bueno, puede que haya exagerado un poco, pero te quedan mejor así. Hasta parece que eres un hombre con habilidades sociales –declaró con ironía–. Y hablando de habilidades sociales, recuerda que Darcy se tiene que sentir especial. Interésate por sus gustos, por su trabajo, por sus sentimientos sobre las cosas.

      –Sí, sí, ya he aprendido la lección.

      –Si tú lo dices… ¿Seguro que todo está preparado en la cocina?

      Max asintió.

      –Seguro. Lo he calculado bien. No tengo que hacer nada hasta diecisiete minutos después de que llegue.

      –Ah, vaya… diecisiete minutos –repitió ella con humor–. Deja que lo adivine. Has calculado el tiempo para no comer ni un segundo después de lo estipulado.

      –¿No quieres que la cena sea un éxito?

      –Claro.

      –Entonces, deja que haga las cosas a mi manera. –Max echó un vistazo a la hora–. Por cierto, Darcy ya debería estar aquí.

      –Seguro que se presenta enseguida. Le envié un coche para que no llegara tarde –le informó–. De hecho, es una pena que no tengamos más tiempo, me muero por tomar una copa, pero no quiero empezar sin ella.

      –¿Qué te parece si aprovechamos la espera y practicamos el vals?

      –Buena idea. La semana que viene tenemos que ver a Cathy, y será mejor que hayamos avanzado algo.

      Max y Allegra ejecutaron los pasos básicos con bastante soltura. No se podía decir que se hubieran convertido en bailarines profesionales, pero ya no lo hacían tan terriblemente mal como al principio.

      –Vaya, estamos mejorando, –dijo Max al cabo de unos momentos–. ¿Qué te parece si probamos los giros?

      Allegra asintió y se dejó llevar. La primera vez, estuvieron a punto de caerse al suelo; pero la segunda les quedó perfecta. Y todo habría terminado bien si no hubieran cometido el error de mirarse a los ojos.

      Pero lo cometieron.

      El ambiente se volvió denso, como si se cerrara a su alrededor y les negara el oxígeno. A Allegra se le desbocó el pulso al instante. Aunque se hubiera intentado apartar de él, no lo habría conseguido.

      Más tarde, cuando pensó en aquel momento, se preguntó si Max se disponía a besarla de verdad o si solo había sido un producto de su imaginación. No tenía forma de saberlo. Solo sabía que sonó el timbre de la puerta y que ella se sintió aliviada y decepcionada a la vez.

      Era Darcy.

      Max la saludó y la acompañó al salón. Aquella noche se había recogido el pelo en una trenza y se había puesto un vestido de color azul eléctrico que enfatizaba todas sus curvas. Estaba verdaderamente impresionante. Y Allegra ni siquiera la pudo odiar, porque era tan cálida y encantadora que se ganaba el afecto de cualquiera.

      –El salón está precioso –dijo la modelo–. Te has tomado muchas molestias, Max. Te lo agradezco mucho.

      Él aceptó el agradecimiento sin parpadear.

      –Ya sabes que haría cualquier cosa por ti. ¿Te apetece una copa de champán?

      –Claro.

      Dom apareció unos minutos después y les hizo unas cuantas fotografías en la cocina. Luego, Max, Darcy y Allegra se sentaron a la mesa y empezaron a cenar, aunque no se relajaron del todo hasta que el fotógrafo se fue.

      Al cabo de un rato, Allegra dejó de tomar notas y se dedicó a charlar con la pareja como si fueran los mejores amigos del mundo. Además, la comida estaba muy buena. Y aunque la presentación dejara bastante que desear, Max equilibró ese defecto con una precisión casi militar a la hora de servir los platos.

      –¿Un café? –preguntó Max al final.

      –Yo prefiero un té –contestó Darcy.

      Max lanzó una mirada de angustia a Allegra, que dijo:

      –El té está en un armario de la cocina, justo encima de la tetera.

      Max se marchó a preparar el té y la modelo se giró hacia Allegra.

      –¿Te puedo hacer una pregunta?

      –Por supuesto.

      –¿Estáis juntos?

      –¿Cómo?

      –Me refiero a Max y a ti –dijo Darcy–. Le pregunté


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