Relatos indisciplinados. Victoria Alonso Gutiérrez

Relatos indisciplinados - Victoria Alonso Gutiérrez


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no te voy a permitir que me apartes de tu vida.

      No entiendo por qué te fuiste tan deprisa, de esa manera y sin despedirte. Si al menos me hubieras explicado todo lo que descubrí después. Tuve que empezar a buscarte porque me volvía loco de celos, de desesperación por no verte. Pregunté a todos nuestros amigos, pero parecía como que se te hubiera tragado la tierra. Por la discoteca tampoco habías vuelto. Tu puesto en el show sigue vacante. No han encontrado nadie para sustituirte.

      Tu vecina del minipiso de la Barceloneta me dijo que no te había vuelto a ver y que el casero lo ha puesto en alquiler de nuevo. No me lo creí, claro. Ella tenía instrucciones de tener la boca cerrada y nada más. Será para lo único que la tiene cerrada la señorita garganta profunda. Al final, tuve que sobornar al puertas de la sauna donde te conocí. Se hacía el duro, pero yo era un gran cliente y ese garito sucio y patético podía recibir una visita inesperada del inspector amigo mío que te presenté por entonces.

      Por fin he llegado; no sé si no quiero notar un poco de disgusto en tu cara. Tus ojos no me miran con demasiado entusiasmo. Además he aparecido justo en el momento en que va a empezar tu show. Estupendo. A ver qué novedades me esperan.

      Me encanta mirarte cuando te estás maquillando. Ya casi has terminado y estás tan bello. Si te das la vuelta, te hago una foto. Adoro esos ojos negros enmarcados por el khol, brillando alrededor de esa línea precisa que los hacen parecer más grandes, más tristes. No me mires así porque me derrito. Si vuelves a mover los labios de nuevo, dejo la cámara y te beso. Esos labios tuyos me vuelven loco. Tanto tiempo sin ellos.

      No te preocupes; no hay prisa. Tu espectáculo no comienza hasta dentro de diez minutos y solo falta encajarte el vestido en esa divinidad de cuerpo casi adolescente y así estarás perfecto. Siento que los demás también disfruten de esa belleza y de tu sensibilidad. Siempre me dices que soy celoso, pero cómo no voy a serlo.

      No sé por qué tienes que estar siempre atado a ese tío; ¿no puedes parar de tocarlo? No sé si sabes que no te hace ni caso. Eres solo trabajo para él. Hacer caja y de la grande.

      Me gustas tanto así, sin terminar de arreglar; justo en este momento es cuando más morbo me das. Me gustaría parar el tiempo y que no tuvieras que salir a escena. Nos iríamos lejos a disfrutar de la vida; de este momento sincero de ahora mismo. Tengo que decirte algo pero, sí, ya sé que ahora no tenemos tiempo.

      Acaban de llamar a la puerta unos nudillos que anuncian que en solo cinco minutos dará comienzo el espectáculo. Te espera tu cabaret. Estarás espléndido y mágico como siempre, y yo babearé al verte. Te esperaré aquí para lavarte la cara, para llevarte a casa, para comerte con la mirada primero, con la boca después. Calla, no digas nada.

      Está bien, me voy a la sala. Te veré desde la mesa de la segunda fila a la derecha y no te preocupes, no beberé más de la cuenta, si tú me prometes que no mirarás el paquete del mulato más de lo necesario. Te pierden esos ojos. No tienes arreglo.

      Ya se oyen los gritos del cachas que anuncia que salgas al escenario. No sé cómo lo haces, pero siempre estás a tiempo y perfecto. Enfundado en ese vestido negro que te hace parecer… Vale, vale; ya me voy. No sigo. Ya te he encontrado y tenemos todo el tiempo para hablarnos y contarnos y prometernos y comernos y bebernos…

      CENA DE PODRIDOS

      Dijo que llegaría tarde. Yo pensé que llegaría tarde en la tarde. Patológicamente él siempre llegaba tarde. A última hora, poco antes de salir para verme, se le presentaban multitud de situaciones urgentes y anecdóticas que le impedían llegar a la hora acordada. Me marché a comprar para llenar el frigorífico y preparar una espléndida cena, preludio de la estupenda velada que nos aguardaba. Volvía de uno de sus viajes y hacia una semana que no nos veíamos.

      Como siempre, en mi indecisión, compré ingredientes para confeccionar un menú que diera de comer varios días a todos los vecinos de mi edificio: patatas y huevos para tres tortillas; pimientos y atún para varias empanadas de esas que tanto le gustaban; ingredientes de ensalada como para una boda, pasta fresca por si acaso, un kilo de harina y dos litros de leche para elaborar tres sartenes de bechamel, y varios kilos de fruta para el postre, puesto que no sabía muy bien por cuál de ellas decantarme.

      Tardé casi dos horas en hacer toda aquella compra. No veía la manera de finalizar la primera parte de mi idea de darle una gran sorpresa con una espléndida cena.

      Al llegar a casa, metí todos los alimentos en la nevera. Apenas cabían, repleta como estaba de otras vituallas. Al final, conseguí cerrar la puerta, no sin antes ejercitar mi destreza conseguida en el juego del Tetris.

      En ese instante, el timbre del teléfono me sacó de mi embeleso en la preparación culinaria. Su voz grave, elevada y dura fue una especie de alarma que me devolvió con un grito, de vuelta a la realidad. Parecía ser que, mientras yo compraba, pretendiendo abastecer su estómago de múltiples sensaciones orgásmicas, él ya había llegado a mi casa. Me dijo que esperó; llamó varias veces al móvil, que yo había olvidado sobre la mesa; se enfureció por no encontrarme allí, y se marchó hecho una hidra. Aquella vez llegaba de viaje y se enfadó mucho. Él decía que siempre llegaba a tiempo y que si alguna vez se demoraba era porque le sucedían cosas imprevisibles e ineludibles. Así eran las cosas entre él y yo.

      Yo y mi despiste continuo. A veces me olvidaba del tiempo que corría a mi alrededor como si nada y, sobre todo, de que podía enfadarse por todo y sin ningún motivo; en los momentos cruciales no me acordaba de llamar para decirle algo, coger el móvil antes de salir, mirar el reloj y pensar que era tarde, o muchas otras cosas insignificantes para mí… Me olvidaba insistentemente de que al volver a casa recibiría una buena bronca. Lo cierto es que casi nunca sabía muy bien por qué.

      Tuvimos que hablar al menos cinco veces, colgarnos el teléfono tres y enfadarnos a discreción entre seis y ocho ocasiones en cada conversación.

      Por fin vino a cenar. Habían pasado tres días desde que anunciara su visita. No sabía muy bien qué idear para que me perdonara por yo no sabía muy bien qué; como siempre. Vendría aquella tarde, tarde en la tarde quizás, y muy probablemente ya sería tarde.

      Me encontraba inquieta, nerviosa, excitada… No sabía muy bien qué era lo que me pasaba y a qué se debía mi estado de ánimo. Daba vueltas de la cocina al salón como un gato enjaulado. No encontraba la manera de empezar a cocinar. Me puse una copa de vino para ver si me tranquilizaba un poco y me senté unos momentos para tomar aliento y comenzar con las cazuelas, las sartenes, la tabla de cortar, los ingredientes…

      De repente lo vi todo con una claridad meridiana: liberé del frigorífico todos los alimentos camino de la descomposición y le preparé una grandiosa y suculenta cena de podridos.

      COMENZANDO A TROPEZAR

      Tropezó al intentar salvar el pequeño escalón de acceso. El traspié le hizo hincar su frente con fuerza en el marco de la puerta abierta con un golpe seco. Levantó los ojos aguados y el espejo del fondo le devolvió la patética imagen de sí mismo. Un viejo sentado a la mesa del fondo fue el único testigo del delicado incidente. Un pequeño hilillo rojo recorría su sien y bajaba hasta la comisura de los labios marcando una raya desoladora a la que no quiso prestar demasiada atención.

      Se pasó la mano por la frente con un gesto casi reflejo, se limpió la mordedura de la herida y, recomponiéndose, siguió vacilante hacia la barra donde su viejo amigo y confidente lo miraba con gesto de reproche. Pidió un «lo de siempre» y Mariano se volvió para alcanzar la botella y servirle.

      Sus labios no se abrieron, pero sus ojos eran los suficientemente elocuentes. Mariano y Luis se habían conocido hace ya varios años, cuando Luis entraba en su garito algún viernes a tomar una copa. Siempre limpio; impecable, bien vestido y con una agradable conversación con la que, muy zalamero, conquistaba al hombre del otro lado de la barra. Recordar esa descripción en la actualidad era como un golpe bajo. No había por dónde cogerlo en este momento: las uñas sucias, sus ojos aguados y enrojecidos, las petequias que empezaban a aparecer en su cara y el desaliño en el vestir, mostraban a Mariano la situación exacta en la que Luis se encontraba. El camarero le sirvió la copa haciendo caso omiso


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