La Rusia de los zares. Carles Buenacasa Pérez

La Rusia de los zares - Carles Buenacasa Pérez


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rel="nofollow" href="#ulink_dee9de78-f419-513d-9d21-4d346c5cfa8d">El fin de los Romanov

       El surgimiento de la URSS

       Apéndices

       Sobre el autor

      Introducción

      Hoy en día, la Rusia de los zares se nos antoja como el más oriental de los Estados surgidos en Europa. Sin embargo, en un principio, los orígenes escandinavos y eslavos de sus fundadores (los príncipes de la Rus de Kiev) no le permitieron vincularse a la tradición de romanidad que había avalado la formación de las principales monarquías europeas, especialmente Inglaterra, Francia, España, las repúblicas italianas y, sobre todo, el Sacro Imperio Romano Germánico. Los zares rusos tuvieron que desarrollar sus propias estrategias para que en Europa reconocieran su rango imperial y fueran tratados como iguales, aunque cabe decir que, en un primer momento, a los príncipes rusos les preocupó muy poco revindicar el europeísmo de sus estados. Prefirieron reforzar las raíces eslavas de los mismos y protegerse del expansionismo católico —que para ellos equivalía a una sumisión al papado romano— apostando por la conversión a la fe ortodoxa, una decisión que les permitió estrechar sus vínculos con el Imperio bizantino.

      La constitución de una Rusia eslava y ortodoxa se fue configurando, de reinado en reinado, gracias a la labor de los monarcas de la primera dinastía rusa: la Casa de Rúrik, denominada así a partir de un antecesor, probablemente mítico, que se habría convertido en el año 862 en el príncipe de la ciudad de Nóvgorod, un importante emporio comercial de la Europa oriental. Luego, sus sucesores gobernarían en Rusia hasta tiempos del zar Teodoro I (r. 1584-1598).

      Uno de ellos, el príncipe Oleg, trasladó la capital a Kiev (882) y fundó un Estado conocido como la Rus de Kiev, cuyas raíces continuaron siendo predominantemente eslavas y al cual se reconoció categoría política de principado. Sus descendientes se enzarzaron en luchas intestinas por el poder que duraron varios siglos y tuvieron como consecuencia la constante subdivisión de los principados y un largo período de sujeción al poder del Imperio mongol (1236-1480), que empezó a declinar tras la victoria rusa en Kulikovo (1380). Durante toda esta época, el mosaico de estados rusos se organizó en principados y sus gobernantes recibían la denominación eslava de knyaz, un término que puede traducirse como «príncipe» o como «gran duque». De ahí que, por un lado, se hable del principado de Kiev y, por el otro, del gran ducado de Moscovia. El término «zar» empezó a ser utilizado por los monarcas moscovitas en el siglo xv, aunque el primer monarca que lo utilizó en su ceremonia de coronación fue Iván IV el Terrible (r. 1533-1584). Por ello la historiografía ha considerado, de manera convencional, que el Imperio ruso (o el «zarato») nació con este monarca.

Mapa en el que se va a la Gran Rusia, la Pequeña Rusia y Siberia.

      Entre los siglos xvii y xviii, a la Gran Rusia se anexionaron la Pequeña Rusia, Siberia y la Rusia Blanca.

      De entre todos los estados que fundaron los descendientes de Rúrik, el que resultó históricamente más trascendente fue el gran ducado de Moscovia, con capital en Moscú. Fueron sus soberanos quienes lideraron tanto el proceso de liberación de los mongoles como los de unificación y centralización en torno al trono moscovita. En esta evolución histórica resultó de vital importancia la conquista otomana de Constantinopla (1453), ya que puso fin al Imperio bizantino, cuyo emperador era el jefe de la Iglesia ortodoxa. Así pues, la corte moscovita del siglo xvi vio en la reivindicación de la sucesión del Imperio bizantino la oportunidad de cimentar en la romanidad la legitimidad del zarato ruso. De esta manera, se abrió la puerta a un nuevo espíritu ruso, de tono europeísta, que dio pie a todo tipo de contactos, sobre todo diplomáticos y comerciales, con las principales cortes europeas, especialmente, la inglesa y la del Sacro Imperio Romano Germánico, que se consideraba el principal heredero tanto de Roma como de Bizancio.

      A pesar de estos acercamientos, los occidentales consideraban que Rusia era demasiado exótica, y el género de vida de sus emperadores y pobladores se les antojaba poco civilizado y más propio de los Estados de Asia —que ellos calificaban despectivamente como «bárbaros»—. Además, la capital del zarato, Moscú, carecía del atractivo de las cortes europeas y tampoco gozaba de un clima demasiado apetecible. Por ello entre los siglos xvi y xviii los zares rusos se plantearon el reto de modernizar tanto las instituciones políticas del país como las costumbres de sus habitantes. Con ello pretendían adaptarse mejor a las expectativas de los europeos y, entre otras cosas, conseguir que las principales monarquías vieran alguna utilidad en concertar alianzas matrimoniales con el trono moscovita.

      Sin lugar a dudas, la dinastía que más se esforzó por lograr la modernización del país y, sobre todo, por integrar a Rusia en Europa fue la de los Romanov, entronizada en 1613, tras la extinción del linaje de los Rúrik (1598). Los zares de la familia Romanov rigieron los destinos del país durante poco más de tres siglos y fueron depuestos por la Revolución de 1917. Sus dos monarcas más relevantes —y que más se esforzaron por europeizar Rusia— fueron Pedro I (r. 1682-1725) y Catalina II (r. 1762-1796), respectivamente calificados con el epíteto de «Grande» por los historiadores que narraron los hechos de sus reinados. Pedro I, por un lado, protagonizó una activa reforma de la administración del Imperio inspirándose en el funcionamiento de las cancillerías europeas y, por el otro, decidió trasladar la capital desde Moscú hasta San Petersburgo (1713), ciudad por él fundada para que actuara a modo de ventana hacia Europa. Catalina II, por su parte, introdujo en Rusia el pensamiento ilustrado de la Francia prerrevolucionaria, aunque de manera controlada.

      Otra de las características del zarato ruso fue su progresiva tendencia hacia el multiculturalismo. En el primer cuarto del siglo xvi, una vez concluido el proceso de unificación de los diferentes principados que antiguamente habían formado parte de la Rus de Kiev, la corte moscovita gobernaba sobre una población en la que el elemento étnico predominante era el eslavo. Ahora bien, tras la conquista de los kanatos mongoles de Kazán y Astracán por Iván IV el Terrible, el Imperio ruso pasó a caracterizarse por la composición multiétnica de sus pobladores. Esta tendencia se consolidó todavía más con las campañas expansionistas de Asia llevadas a cabo por sus sucesores desde el siglo xvii al xix, que incorporaron al zarato ruso Siberia, Crimea, el Cáucaso y el Turquestán. Los últimos Romanov buscaron expansionarse en la zona de los Balcanes, presentándose como protectores de las iglesias ortodoxas de la región (fue el caso de la búlgara o la serbia), sometidas al vasallaje del Imperio otomano. Por esta razón Rusia acabó entrando en la Primera Guerra Mundial, una decisión que se considera uno de los detonantes de la Revolución de 1917. Como consecuencia de esta evolución histórica, en la Rusia de hoy se documentan 186 etnias, de entre las cuales las más populosas son las de filiación eslava, tártara, turca o urálica. Entre las poblaciones minoritarias destacan las de armenios, coreanos, chinos, vietnamitas, kamchakos, tibetanos o esquimales. Un dato revelador sobre este multietnicismo nos lo proporciona la titulatura imperial de Pedro I el Grande, en la que el zar se describía como «señor de muchos otros estados y territorios del oeste y del este, de aquí y de allá».

      El otro gran motivo que llevó a la liquidación del zarato en 1917, además de la entrada en la Primera Guerra Mundial, fue la autocracia imperial y el despotismo con que los zares rusos gobernaban. Desde los tiempos de Iván IV, el poder de los nobles rusos se fue recortando en detrimento de la centralización del país y a favor de un reforzamiento del poder imperial. Si bien hubo monarcas, como Pedro I y Catalina II, que se inspiraron en las monarquías occidentales más liberales para modernizar las instituciones políticas rusas, sus reformas nunca fueron en menoscabo de esta autocracia. La tendencia hacia el despotismo también caracterizó el reinado de los últimos Romanov, quienes, además, se mostraron reacios a tomar decisiones que permitieran un ejercicio del poder más democrático. De hecho, la crueldad de la represión impuesta por los últimos zares para evitar la difusión de las ideas anarquistas y


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