Los grandes placeres. Giuseppe Scaraffia
hay duda sobre el motivo por el que Victor Hugo, exiliado de la Francia de Napoleón III, bautizó a su perro Senado. Dócil como la homónima asamblea, el lebrel cohabitaba sin problemas con la gata Mouche.
Los huéspedes de George Sand estaban encantados de la cortesía con que los acogía Fadet, el perro de la escritora. Después de haberlos saludado educadamente, Fadet seguía con discreto interés el vaciado de las maletas y luego los guiaba hasta dentro del parque, siguiendo un recorrido preestablecido. Su único defecto era la susceptibilidad, que lo empujaba a alejarse de los hombres al mínimo asomo de burla en sus miradas.
Gustave Flaubert gustaba de cenar a solas con Julio (también un lebrel): «Se comporta igual que una persona, hace algunos pequeños gestos totalmente humanos».
Zola tenía dos perros muy diferentes: Bertrand, un imponente terranova, era tranquilo, mientras que Raton era pequeño y nervioso.
Se requieren años de pacientes esfuerzos, observaba J. K. Jerome, para modificar la belicosidad de los fox terriers, porque «nacen con una dosis de pecado original cuatro veces más grande». D’Annunzio mimaba a sus dos lebreles, «nobilísimos perros»; los alimentaba con chuletas de cordero, coñac añejo y azúcar. Pensaba consagrar a sus amados una Vida de los perros ilustres: «Toda mi vida está mezclada con la de los perros. En mi imaginación los veo como genios benéficos… he vivido tanto junto a ellos que los comprendo y me hablan».
Malaparte adoraba a sus perros, sobre todo a Febo. «No he amado nunca a una mujer, ni a un hermano, ni a un amigo, como a Febo. Era un perro, como yo. Era un ser noble, la criatura más noble que he encontrado en mi vida.»
El nómada Blaise Cendrars tenía un cocker llamado Wagonlit, pero no podía olvidar al fox terrier Whisky, protagonista de heroicas correrías durante la Primera Guerra Mundial, entre las trincheras francesas y alemanas.
Bauschan, el braco de pelo corto de Thomas Mann, además de inspirar poéticamente a su dueño, era capaz de rasgar los pantalones de los intrusos, obligando al escritor a resarcirles. Mann paseaba todos los días con su perro: «Para él es ley correr sólo cuando yo también estoy en movimiento y descansar en cuanto me detengo».
Nada más levantarse, Colette convocaba a sus animales, la gata y la perra Souci, que la seguían paso a paso durante todo el día. Omar, el airedale terrier de Steinbeck, jugaba a las cartas. Céline encontraba «espléndida» a su Bessy, una perra policía.
En Kenia, Karen Blixen tenía lebreles escoceses de pelo duro, «la raza más noble y elegante que existe». El más viejo se llamaba Dusk y era un gran cazador, dispuesto a enfrentarse con los más feroces babuinos. Dorothy Parker cubría de besos a Timothy, un feúcho perro amarillo. Amaba con pasión a sus perros, pero no quería enseñarles a hacer sus necesidades fuera de casa. Cuando el adorado Wilson murió, lo envolvió en su manta de viaje preferida, diciendo: «Me ha enseñado lo que es la perseverancia, la dedicación y también a girar tres veces sobre mí misma antes de dormirme».
POSTAL
«¿Qué significa una postal? ¿En qué condiciones es posible?», se pregunta el filósofo Jacques Derrida. A pesar de su precoz senescencia, la postal es infinitamente más joven que la carta. Nació en 1870, durante la Comuna de París, cuando el correo tenía que ser ligero porque se transportaba en globo. De inmediato consiguió un cierto éxito por su coste reducido respecto a la carta. Un privilegio a costa de la reducción del espacio y la pérdida de privacidad del mensaje. Pero sólo alcanzó auge con la Exposición Universal de 1889, cuando se imprimieron trescientas mil postales con la novísima Torre Eiffel. Fue la edad dorada del rectángulo de papel. En 1904 la población sueca –cerca de cinco millones de personas– echó al buzón más de cuarenta y ocho millones de postales.
Y, sin embargo, los autores más sofisticados miraban con recelo aquella irrefrenable difusión de imágenes. Federigo Tozzi, describiendo la sordidez de su habitación, la remata con: «una postal que es una caricatura horrenda». Guido Gozzano se mofa de «la postal de la Bella Otero en el tocador… ¡Qué melancolía!». Pero se trata sólo de un esnobismo momentáneo. Más transgresores aún, los surrealistas, con Aragon a la cabeza, se enamoraron de la estética naif de las postales.
La grafomanía de los escritores a menudo se rebelaba a causa de los límites de la postal. Proust mandó una larga carta descompuesta en diez postales. Kafka no tenía reparos en invadir las imágenes no sólo con palabras, sino que también añadía un esbozo de sí mismo, desconsolado e inapetente en el sanatorio. Más conciso, Evelyn Waugh se interrogaba: «¿Cómo se las arreglan los novelistas para escribir libros tan largos? Estoy seguro de que yo podría escribir cualquier novela sobre un par de tarjetas postales».
En las postales se planteaban problemas inquietantes, como cuando Freud, preocupado, escribió a Binswanger: «¿Qué quiere hacer usted con el inconsciente? O mejor, ¿cómo pretende usted arreglárselas sin el inconsciente? ¿No será a fin de cuentas que el diablo filosófico le tiene a usted entre sus garras? Tranquilíceme».
O declaraciones de estética, como la de Hugo en el dorso de la postal de un castillo en ruinas: «El pasado sólo es bello así. En ruinas».
O un giro filosófico, como en la célebre postal de Nietzsche desde Sils-Maria en la que celebra su descubrimiento de Spinoza: «¡Estoy asombrado, extasiado! ¡Tengo un precursor... y qué precursor!».
Parientes y amigos seguían los viajes sobre una estela de postales. Wilde anunciaba el alto en Rávena para admirar los mosaicos. El joven Von Hofmannsthal sorprendía a su abuela con un, por otra parte, precario dominio del italiano, del que hacía gala en una postal echada en «una bocca de cartas»1. Palma Bucarelli no se contentaba con una postal de la ciudad japonesa, sino que añadía: «Tokio de noche es un bellísimo espectáculo porque por suerte los anuncios publicitarios no podemos leerlos, son signos abstractos sobre colores luminosos; ciertos rosados, violetas y anaranjados, insólitos en nuestras calles». Malaparte enviaba al amado lebrel de Stromboli postales que había tenido largo tiempo sobre su cuerpo para que le llegara el olor, dirigiéndolas «a Febo Malaparte, Capri».
Sólo raras veces la postal servía para excusar la brevedad de lo escrito. «Cuando estés cansada y no tengas nada especial que decirme, coge una tarjeta postal, escribe y comunícame que estás bien. Ni se te ocurra escribirme cuando hacerlo te resulte algo desagradable; prefiero la tarjeta postal», declaraba Svevo a su mujer. «Cansada pero feliz», repetía Colette en cada una de las postales enviadas a su madre durante las giras teatrales. «He sufrido más que ahora: si está en tu mano te ruego sigas enviándome una postal diaria», pedía Dino Campana a Sibilia Aleramo. Era célebre la concisión de los agradecimientos de Morand a quien le había mandado un libro. Pero nada supera la desnudez de los «besos» que Simenon mandaba a su madre, quien prefería a su hermano.
A veces la postal es la foto de un lugar donde reside el remitente. Colette mandaba a su amante, Missy, una en la que se veía su casa de Saint-Tropez. Huelga decir que la había hecho requisar debido a un error: habían escrito su nombre con dos eles. Más detallista, Kiki de Montparnasse, de orgiásticas vacaciones en Villefranche, señala sobre la fachada del Hotel Welcome su habitación y el bar de marineros donde se lo pasaba en grande. Hesse, nada más separarse de su esposa, manda la postal desde la Casa Camuzzi del Cantón del Tesino, adonde se ha trasladado.
El erotismo no se limitaba a las ingenuas desnudeces ofrecidas por los pornógrafos. Joyce hacía retratos detallados en latín macarrónico de las prostitutas que frecuentaba. Para hacerse recordar por el amado Dalí, Lorca dibujó una doble aureola alrededor de la propia foto en formato de postal que le enviaba. Sobre aquel pedazo de papel podían materializarse delicados equilibrios. Cioran manda a su amante una postal desde Toledo –«Volver a París es absurdo, España debería haber sido mi patria»– con los indulgentes saludos de su esposa a pie de página. La postal podía preparar encuentros importantes, Eliot invitaba a Joyce, siempre sin blanca, a tomar el té con un mecenas. Cuando Fernanda Pivano, que estaba traduciendo Adiós a las armas, recibió una postal firmada por Hemingway –«Estoy en Cortina, me gustaría verla»– pensó que se trataba de una broma. Pero cuando le llegó una segunda –«Si