El astronauta nudista. Aleko Capilouto
total, estaremos en el cielo trece horas. La tinta irá matando los minutos. Esta tinta en concreto es negra y habita un bolígrafo en el que puede leerse «SIGNO 0.7»; regalo de mis padres. Cuando ellos lo compraron no era un bolígrafo, era una birome (caprichos de la relatividad lingüística). Levanto la vista. La señora que antes me vio leer y llorar ahora me ve escribir y sonreír. Debido a la posición de la escritura, valga la inexactitud expresiva, está empezando a dolerme el dorso de la mano. O la contracara de la palma. O la contramano de la inexactitud con la que fluyo por escrito como Fred Astaire en el día de su funeral. Aunque pensándolo mejor, a esta altura sería de buen gusto no abordar el tema de la muerte. Sí, está decidido: mejor no abordo la muerte a bordo. No vaya a ser que las toneladas del artefacto alado sean supersticiosas y ya no pueda reencontrarme con mis gatos, ni mezclar el disco, ni refutar mi daltonismo, ni desenamorarme y volver a enamorarme, ni renovar mi licencia para vivir.
Celebro que el tufo corporal que imperaba haya sido superado por el olor a comida avionera. «¿Pollo o pasta?» «Pollo, por favor.» «¿Y de beber?» «Vino tinto y agua, gracias.» A diez mil metros de la superficie terrestre siempre disfruto la cena. Más que nada, por su labor entretenedora; porque rompe la rutina. Las azafatas recogen las bandejas y los pasajeros nos dirigimos en tropel al lavabo. Las turbulencias de rigor hacen su aparición y frustran a nuestras vejigas: debemos volver a sentarnos. No sé si figura entre las leyes de Murphy pero basta con que necesite ir al baño y me incorpore para que haya turbulencias.
El avión no está dotado de pantallas personales detrás de cada asiento. Tras la cena ponen una película y la ves como puedas dependiendo de tu ubicación con respecto a los monitores (de colores ultrasaturados, no lo olvidemos) que hay cada cuatro o cinco metros. ¿Qué toca ver hoy? All about Steve, se llama la obra. Más allá de que su calidad es equivalente a la de la comida, sucede que la vi hace veinte días en el avión que me llevó de Barcelona a Buenos Aires. Tragarme una vez semejante bodrio tuvo delito. Volver a hacerlo sería masoquismo puro y duro de modo que opto por seguir escribiendo mientras escucho música. La empresa se complica, no logro concentrarme. Buceo en mi mp3 hasta que aparece Kind of blue, de Miles Davis, un álbum tan mágico que me transporta a un mundo donde incluso puedo olvidarme de que lo estoy escuchando. Dejo salir poemas, dibujos y una respuesta a la carta de la chica que no está cruzando el Atlántico. Ella nunca la leerá, sólo le respondo para desahogarme. Tengo sueño. Cierro los ojos y me entrego.
Duermo unas seis horas durante las cuales el entumecimiento ejerce de reloj despertador varias veces, aunque retorno al planeta de los sueños en un abrir y cerrar de ventanillas. Cuando me despierto definitivamente, según las patéticas pantallas estamos sobrevolando Marrakech. Una ciudad fascinante que, por cierto, supo conquistarme. Me embarco en la crónica de aquella aventura pero enseguida desisto. Estoy inquieto. Fantaseo con abrir la puerta y salir a tomar aire. Leo una hora y vuelvo a la música. Desfilan grandes éxitos de Edith Piaf, de Muddy Waters, Dubnobasswithmyheadman de Underworld y el último de Radiohead. De todo, como en botica. Como en la botica de Fred Astaire con la bragueta rota pasando de cero a cien en un abrir y cerrar de turbulencias. Se acercan con el carro repartidor de bandejas desayuneras las dos azafatas de mi sector. (No sé cómo se llaman; para mí son La veterana guay del peinado y La rubia triste.) El combo incluye dulce de leche, por lo que me abstengo de criticarlo. Aunque el café… penoso. Se escurre otra hora y nos sacude un ruido: son las patas del pájaro aerolíneo posándose en la pista de aterrizaje. Estamos vivos; Horacio lo ha conseguido.
Nota desde el futuro:
Tiempo después me sometí a un test de daltonismo, ya que a menudo discuto acerca de si algo es verde oscuro o marrón, si es verde claro o celeste, etcétera. Pues resulta que puedo afirmar que no soy daltónico. Como Fred Astaire en el día de su examen para conducir aviones que cantan bajo la lluvia.
EL LOBO Y LOS TIGRES ESPEJADOS
Desde que me incrustaste
los tigres espejados
comprendo mejor la sombra
y estoy mejorando.
A veces, lobo.
Y hasta humano,
de tan lobo.
Desnudo por el néctar de la vía láctea
busco tesoros
y encuentro mapas.
Desde la pulpa de los instintos
hasta el abrazo de ese asesino natural
que se envuelve y goza
mientras nosotros lo llamamos fuego,
vuelo.
Como esquirlas o como un cúmulo,
pero vuelo.
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