Horizontes del cangrejo. Armando Valdés-Zamora
pecho a su espalda, lamiendo el cuello y las orejas, hasta volver sus dedos con olor a un resbaloso perfume de algas –él le dice– a su centro trasero, queriendo violar las fronteras fundadas por el acuerdo de otros dos cuerpos; el de ella y el del maratonista. Y detiene sus dedos y su cuerpo detrás de ella, impide que él la invada a la manera de las alas y la serpiente dibujada de Sinesio, el primer día después de mostrar el tatuaje con el recato de un juego de niños, para volar los dos, repetía, irnos de una vez de esta maldita isla, y viajar, escaparnos lejos, a correr el maratón de Nueva York, a tu concierto de Madonna, Melusina.
VII
Desde que ella se fue y uno de los contactos de Aquiles le aseguró que la copa robada de la tumba del poeta francés estaba en La Habana, Sinesio sólo corría de noche. Después de tomar dos cucharadas de miel se preparaba algo de comer o se enjabonaba bajo la ducha, repitiendo una y otra vez el gesto de tocar su serpiente voladora, correr la cortina del baño y buscarla sobre la cama.
Él dejó intacto el afiche de Madonna con la dedicatoria del canadiense, pero un domingo se entretuvo en raspar la pintura de la pared que estaba frente a la cama. La pared donde César y ella habían inscrito el testimonio de mensajes, versos, o letras de canciones en veladas con amigos faranduleros. En algunos espacios surgidos debajo de la pintura blanca, al escribir su nombre, él creía incorporarse a esos momentos pasados que lo ignoraban, o, sin explicarse el por qué, reproducía de un golpe, con una incontrolada furia de su mano, el dibujo de la serpiente y las alas de su sexo, aquí y allá, arriba, encima o debajo de la firma Melusina, o donde reconociera los trazos de su letra, como si pudiera entrar así, por la fuerza, a zonas silenciadas por el miedo de ella a entregar regiones que la llevaran a enamorarse.
Cansado de dar vueltas en esa pista vacía en que se había convertido el cuarto heredado, Sinesio se levantó una madrugada, se puso las zapatillas, un short húmedo y un pullover, y bajó las escaleras de caracol confiado en que la espuma del agua que desborda el muro agrietado del Malecón, la música de Ravel en su walkman, y la sensación de flotar que le producen el olor del salitre y las siluetas de su cuerpo corriendo bajo la luna, lo extenuarían hasta dormirse sin soñar con ella, ni calcular las fechas de un viaje que no terminaba de anunciarse ni en la voz europea de Melusina ni en su postal de Brujas.
Tres meses después de su viaje ella lo había llamado una vez para decirle que había llegado bien y que la copa buscada por Georges había aparecido sorpresivamente en casa de un anticuario en París, pero tanto el anticuario como Georges, Gérard y los locos nervalianos, aseguraban que eran dos las copas y faltaba de todas formas la del cementerio.
En una breve postal beige enviada con un comprador de paso por casa de Aquiles, sobre la cual se veía el dibujo en relieve de un pez sobre la fachada de una casa azulada y un diminuto puente arqueado que daba a un jardín cubierto de esculturas, ella le había escrito : Muchas madrugadas camino por el puente de San Bonifacio pensando en La Habana. Imagino que pasarás corriendo sobre este puente y sobre el de Brooklyn. Cuando no hay turistas Brujas es una ciudad demasiado solitaria, como sus canales.
Ni por la cabeza le pasaba a ella contarle las cosas que había soportado primero por la promesa de casamiento que le hizo Georges y, una vez casados, por sus planes de escapada trasatlántica. De los cientos de fotos en cuanto rincón bendito de aquella ciudad muerta le recordara al belga-español la muerta predecesora a la que él le exigía que imitara. Del tatuaje de otra copa en la otra nalga, de las habilidades desplegadas para conservar a lo Penélope su cinturón trasero de castidad al regreso de la serpiente alada, de los rituales cada mes con miembros de un club de esotéricos nostálgicos en el cementerio Père Lachaise de París, delante de la torre sin copa de la tumba del poeta ese –Nerval, por supuesto, aclara el narrador–, de las llamadas de rescate que hizo en cuanto llegó a sus antiguos amantes europeos y a Douglas a Montreal, para ver si cambiaba de país o encontraba el medio de irse a los Estados Unidos, a Canadá o al menos a España, del dinero que había ahorrado aumentándole a Georges el precio de las cosas compradas y hasta puteando en plena Brujas cuando él se iba unos días con sus amigos coleccionistas a París. Y mucho menos le contaría del pasaporte español comprado a tres mil dólares, pasaporte con el que ella pensaba volar a Miami, donde no tuviera que hablar idiomas extraños, ni soportar días sin sol, ni tatuajes de copas en las nalgas, ni fotos en calles, canales, iglesias, estatuas y edificios empolvadamente desiertos, ni comidas de hierbas coloreadas y carnes hervidas, ni reuniones de viejos histéricos en la tumba de un poeta ahorcado; adonde pudiera con más facilidad ir por fin a un concierto de Madonna y esperarlo a él para irse a conquistar el puente de Brooklyn y el maratón de Nueva York.
Una tarde de domingo mientras se consolaban por sus ausencias respectivas, Aquiles le comentó a Sinesio que uno de sus colaboradores de la jerarquía del Ministerio de Cultura decía saber dónde estaba una copa comprada por el gobierno a un francés. Pagando un buen precio la copa es recuperable, pero a mí ya no me interesa, creyó concluir Aquiles, a quien le sorprendió que el maratonista le preguntara cuánto más o menos podría costar convencer a su socio de dejarse robar la copa.
El no poder compartir la resistencia de quedarse hizo que a Sinesio se le ocurriera apropiarse de la copa que –según él–, lo mantendría en contacto con ella y con Georges, y para completar, lo llevó a salir de nuevo a la búsqueda de El Argonauta.
El planificador de viajes, compadeciéndose de sus malas suertes trasatlánticas y del abandono belga de Melusina, le prometía buscarle un hueco en un remolcador que gente de confianza pensaban robarse del puerto en esos días.
—Yo te debo el que te vayas, brother, tú te mereces pirarte de una vez, tú ha’ lucha’o por eso man…, y sin pagarme un solo verde, prometió.
Quizás por el estado en que lo habían dejado los fracasos escapatorios de los últimos años, Sinesio se sentía cada vez más agredido por esas repeticiones de las jornadas habaneras –el sol y las visiones omnipresentes del mar– que como un lenguaje autoritario del día, no lo dejaban ni siquiera creerse viajando mientras corre y escucha la casete de Ravel.
Cuando Sinesio corre de noche se hace la idea que dos cuerpos se atraviesan, el suyo queriendo flotar y el otro invisible y acogedor de la noche, que a su vez tiene que ser el más allá del mar insinuado, el cuerpo de ella, la Melusina de repente sirena saliendo otra vez del agua, o Bruja, es decir, belga, alada y serpiente por él, ida y lejos de su desconsolador quedarse. Quedarse con la susodicha copa, de regreso, robada de un almacén a un precio de ahorros escondidos, hasta la mesa del cuarto donde va a esperarlo esa otra noche de kilómetros y escalera de hierro de caracol.
La copa que a manera de contraseña de un idílico reencuentro, o prolongación de las reminiscencias de su cuerpo ido, él querrá llevar en una mochila la noche siguiente, al montar en el remolcador robado para escapar a Miami. La misma noche –es decir, madrugada o amanecer en Brujas, calculo yo, Georges el narrador– en que Melusina con un falso pasaporte español intentará tomar un avión con destino también a Miami.
Sobre el sueño contado a Baudelaire
Una tarde de verano, en el Jardín de las Tullerías, vi pasar un cortejo de soldados a caballo que conducían a un hombre a pie, encadenado, y vestido también con uniforme militar.
“Van a ejecutar e ese general”, se oía al pasar, como era mi caso, en medio de un multitud que, intimidada quizás por la procesión militar, prefería guardar silencio o murmurar entre sí.
Apenas llegada la comitiva al estante circular de donde provenían los graznidos de patos, el pelotón de soldados giraron hacia la derecha al grito de una orden, y siguieron rumbo al muro de la terraza que separa el jardín del Sena. Fue entonces que comenzó a oírse un canto fúnebre entonado por el propio general.
Sin embargo, en vez de seguir con la vista al cortejo, la atención de muchos de los curiosos se desvío en dirección a la Plaza Luis XIV, a un costado del Louvre, de donde se veía venir galopando la silueta de un caballo desbocado y sin jinete que cada vez se acercaba más a la muchedumbre.
Casi nadie recordaría haber visto el momento en que un soldado