Una reunión familiar. Robyn Carr

Una reunión familiar - Robyn Carr


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que ya no estabas contento. Dijiste que hablaríamos de eso algún día.

      —No estaba seguro de dónde acabaría, pero sabía que vendría aquí de visita. Como Sierra y tú estáis aquí y, además, tengo una sobrina, quería pasar a veros.

      Cal suspiró.

      —Dakota. El Ejército.

      —Bueno, me sorprende haber aguantado tanto tiempo. Jamás pretendí hacer carrera militar. Quería aprovechar su oferta de viajar y estudiar gratis.

      Cal enarcó una ceja.

      —¿Viajar gratis? ¿A las zonas en guerra?

      Dakota sonrió.

      —Tuve un pequeño desencuentro con un coronel. No nos entendimos. Al parecer, lo mío fue insubordinación. Y llegó el momento de pensar en hacer algo diferente.

      —¿Te han licenciado con honores? —preguntó Cal, presionando por saber.

      Dakota negó con la cabeza.

      —Pero no me han licenciado con deshonor.

      Simplemente lo habían licenciado, pero eso ya decía algo. Había que meter mucho la pata para no ser licenciado con honores.

      —¿Qué hiciste? —preguntó Cal.

      —Me mostré en desacuerdo con una orden suya y le dije que si la cumplíamos moriría gente. Rangers. Que morirían rangers. Yo tenía diez, no, cien veces más experiencia que él, pero creo que buscaba competir conmigo o algo así porque estaba empeñado en llevar a cinco de nuestros mejores rangers a un conocido lugar de entrenamiento del ISIS y alguien moriría. Creo que a ese imbécil lo sacaron del parque de vehículos y lo pusieron al mando de una unidad. Yo anulé sus órdenes y me amenazó con el calabozo. Pensé que era un buen momento para cambiar de carrera.

      —¿Te enviaron a casa? —preguntó Cal—. Tuviste que hacer algo peor que mostrarte en desacuerdo con ellos para que te enviaran a casa.

      Dakota bajó la vista.

      —Lo que hice lo hice por el bien de mis hombres.

      —¿Qué hiciste?

      Dakota no contestó.

      —¿Lo golpeaste o algo así?

      —No. Mis hombres no me lo permitieron —Dakota hundió los hombros—. Desinflé las ruedas hasta que pude ponerme en contacto con otro coronel que conozco y que podía interceder con las órdenes que nos ponían directamente en peligro.

      —¿De los Jeeps? —preguntó Cal.

      —No. De los MRAP.

      —¿MRAP?

      —Vehículos resistentes al ataque de minas. Los grandes.

      —¿Esas bestias del desierto mastodónticas con neumáticos más altos que yo? ¿Cómo demonios conseguiste desinflar eso?

      —Con una 45 —repuso Dakota—. O un M16.

      —¿Disparaste a los neumáticos? ¿Y cómo es que no estás en la cárcel?

      —Estuve. Salí por buen comportamiento —repuso Dakota—. Y se demostró que el coronel era incompetente y había hecho cosas aún peores antes. Cal, estaba loco. Era un homicida. No sabía lo que hacía. No era un ranger. Tenía muy poca experiencia en combate. No le iba a dejar que matara a más personas.

      Los dos hermanos permanecieron un rato sentados en silencio, bebiendo de sus cervezas. Dakota fue el primero en hablar.

      —Oye, a veces en el Ejército pasa eso. Pillan a un tío que acaba de ascender y le dan una unidad de mando para la que no está preparado. Tengo un amigo, un doctor, cuyo jefe no tenía experiencia en los cuerpos médicos. Era piloto. Y tomaba decisiones para médicos y hospitales que eran peligrosas para los pacientes, pero no aceptaba consejos, no se avenía a razones, no quería preguntar nada. Según mi amigo, había gente que sufría o no recibía el tratamiento adecuado. Se amotinó una unidad entera de doctores y el coronel los represalió. Esas cosas no ocurren muy a menudo, normalmente hay al menos una cabeza razonable en el juego.

      Dakota respiró hondo.

      —Creo que al mío lo sacaron del batallón de hacer calceta. He trabajado a las órdenes de algunos imbéciles, pero ese se llevaba la palma.

      —Pero tú estás fuera. Cuando te faltaban tres años para retirarte.

      —Sí. Tengo mucho tiempo para pensar en mi próximo trabajo —Dakota sonrió—. Todavía soy un crío.

      —O sea que te fuiste a deambular por ahí —Cal soltó una carcajada—. ¿Para probar que eres como el resto de nosotros?

      —Tú lo hiciste después de la muerte de Lynne. Y te funcionó. Pero ¿por qué? Esa es mi pregunta. ¿Por qué lo hacemos? Deambular es lo que más odiaba de nuestra infancia.

      Los padres de Dakota se consideraban vagabundos. O hippies. O pensadores de la New Age, lo que fuera. En realidad eran un padre esquizofrénico, a menudo paranoico y con alucinaciones, y una madre que era su guardiana y protectora. Recorrían el país con sus cuatro hijos en una furgoneta y después en un autobús escolar reconvertido en autocaravana. Paraban de vez en cuando en la granja de los abuelos de los niños en Iowa y al final acabaron viviendo allí cuando Dakota tenía doce años, Cal, el mayor, dieciséis, y las dos hermanas, Sedona y Sierra, catorce y diez años respectivamente.

      Cal seguía siendo paciente y comprensivo con sus padres, con el padre que no quería tomar una medicación que podía ayudarle a funcionar normalmente, o, al menos, con algo más de normalidad. Hasta se mostraba cariñoso con ellos. Sedona hacía gala de responsabilidad con ellos, de un modo amable pero eficaz, iba a verlos con regularidad y procuraba que no pasaran privaciones ni se metieran en líos. Sierra, la benjamina de la familia, se sentía más que nada confusa por el modo en que sus padres elegían vivir. Y Dakota… Había pasado la mayor parte de su infancia sin ir al colegio, dando clase en un autobús con su madre. Toda la familia trabajaba cuando había trabajo, casi siempre recolectando verduras con otros jornaleros migrantes. Cuando se instalaron en Iowa, en la granja de sus abuelos, empezó a ir al colegio de forma normal. Tuvo que soportar acoso escolar en el instituto porque sus padres, Jed y Marissa, eran muy raros. Dakota se avergonzaba de ellos. No los entendía. Él era una persona de decisiones y de acción y habría obligado a Jed a tomar la medicación o lo habría echado a patadas, pero su madre, en cambio, lo mimaba, lo protegía, dejaba que se saliera con la suya aunque estuviera loco. Y Dakota había sido un chico solitario, con muy pocos amigos.

      En cuanto pudo, se marchó de casa, justo después de graduarse en el instituto a los diecisiete años. Se alistó en el Ejército y desde entonces había visto a sus padres unas cuatro veces. Cada vez que iba a la granja de Iowa, le parecían más raros que antes. No telefoneaba casi nunca, pero no parecía que ellos se dieran cuenta.

      También se protegía y no permitía que nadie se acercara mucho mientras esperaba a ver si él también se volvería loco. Con treinta y cinco años, todavía no estaba seguro de que no fuera a ocurrir. Y después de tanto tiempo, sus hermanos habían acabado por aceptar su comportamiento independiente y distante.

      En el Ejército era fácil no atarse demasiado. Tenía amigos cuya compañía disfrutaba, pero había muy pocos con los que sintiera un vínculo especial y ese vínculo era de compañeros militares. Iban juntos a tomar cerveza y lo incluían en las actividades sociales del grupo, en fiestas, salidas al lago o excursiones a esquiar. Como decían sus amigos: «Ya sabes, Dakota, el soltero».

      Había también mujeres, por supuesto. A Dakota le gustaban las mujeres, pero no era de comprometerse a largo plazo con nadie, y menos con novias. Aunque salía a veces un tiempo con la misma mujer, no era hombre de estar en pareja. Había tenido una, pero por un periodo corto, y había terminado de un modo tan trágico, que le había recordado que era mejor no involucrarse demasiado. No era de los que se casaban. Estaba mejor a su aire. Nunca se sentía solo ni se aburría. Tal y como vivía, no tenía


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