Las venas abiertas de América Latina. Eduardo Galeano

Las venas abiertas de América Latina - Eduardo  Galeano


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casos mortalmente mordidos por la humedad, ni con las figuras y objetos de poco peso. Los turistas y los párrocos han vaciado las iglesias de cuanta cosa han podido llevarse: desde los cálices y las campanas hasta las tallas de San Francisco y Cristo en haya o fresno.

      Estas iglesias desvalijadas, cerradas ya en su mayoría, se están viniendo abajo, aplastadas por los años. Es una lástima, porque constituyen todavía, aunque hayan sido saqueadas, formidables tesoros en pie de un arte colonial que funde y enciende todos los estilos, valioso en el genio y en la herejía: el «signo escalonado» de Tiahuanaco en lugar de la cruz y la cruz junto al sagrado sol y la sagrada luna, las vírgenes y los santos con pelo natural, las uvas y las espigas enroscadas en las columnas, hasta los capiteles, junto con la kantuta, la flor imperial de los incas; las sirenas, Baco y la fiesta de la vida alternando con el ascetismo románico, los rostros morenos de algunas divinidades y las cariátides de rasgos indígenas. Hay iglesias que han sido reacondicionadas para prestar, ya vacías de fieles, otros servicios. La iglesia de San Ambrosio se ha convertido en el cine Omiste; en febrero de 1970, sobre los bajorrelieves barrocos del frente se anunciaba el próximo estreno: El mundo está loco, loco, loco. El templo de la Compañía de Jesús se convirtió también en cine, después en depósito de mercaderías de la empresa Grace y por último en almacén de víveres para la caridad pública. Pero otras pocas iglesias están aún, mal que bien, en actividad: hace por lo menos siglo y medio que los vecinos de Potosí queman cirios a falta de dinero. La de San Francisco, por ejemplo. Dicen que la cruz de esta iglesia crece algunos centímetros por año, y que también crece la barba del Señor de la Vera Cruz, un imponente Cristo de plata y seda que apareció en Potosí, traído por nadie, hace cuatro siglos. Los curas no niegan que cada determinado tiempo lo afeitan, y le atribuyen, hasta por escrito, todos los milagros: conjuraciones sucesivas de sequías y pestes, guerras en defensa de la ciudad acosada.

      En la calle Chuquisaca puede uno admirar el frontis, roído por los siglos, de los condes de Carma y Cayara, pero el palacio es ahora el consultorio de un cirujano-dentista; la heráldica del maestre de campo don Antonio López de Quiroga, en la calle Lanza, adorna ahora una escuelita; el escudo del marqués de Otavi, con sus leones rampantes, luce en el pórtico del Banco Nacional. «En qué lugares vivirán ahora. Lejos se han debido ir…». La anciana potosina, atada a su ciudad, me cuenta que primero se fueron los ricos, y después también se fueron los pobres: Potosí tiene ahora tres veces menos habitantes que hace cuatro siglos. Contemplo el cerro desde una azotea de la calle Uyuni, una muy angosta y serpenteante callejuela colonial, donde las casas tienen grandes balcones de madera tan pegados de vereda a vereda que pueden los vecinos besarse o golpearse sin necesidad de bajar a la calle. Sobreviven aquí, como en toda la ciudad, los viejos candiles de luz mortecina bajo los cuales, al decir de Jaime Molins, «se solventaron querellas de amor y se escurrieron, como duendes, embozados caballeros, damas elegantes y tahúres». La ciudad tiene ahora luz eléctrica, pero no se nota mucho. En las plazas oscuras, a la luz de los viejos faroles, funcionan las tómbolas por las noches: vi rifar un pedazo de torta en medio de un gentío.

      Junto con Potosí, cayó Sucre. Esta ciudad del valle, de clima agradable, que antes se había llamado Charcas, La Plata y Chuquisaca sucesivamente, disfrutó buena parte de la riqueza que manaba de las veras del cerro rico de Potosí. Gonzalo Pizarro, hermano de Francisco, había instalado allí su corte, fastuosa como la del rey que quiso ser y no pudo; iglesias y caserones, parques y quintas de recreo brotaban continuamente junto con los juristas, los místicos y los retóricos poetas que fueron dando a la ciudad, de siglo en siglo, su sello. «Silencio, es Sucre. Silencio no más, pues. Pero antes…». Antes, esta fue la capital cultural de dos virreinatos, la sede del principal arzobispado de América y del más poderoso tribunal de justicia de la colonia, la ciudad más ostentosa y culta de América del Sur. Doña Cecilia Contreras de Torres y doña María de las Mercedes Torralba de Gramajo, señoras de Ubina y Colquechaca, daban banquetes de Camacho: competían en el derroche de las fabulosas rentas que producían sus minas de Potosí, y cuando las opíparas fiestas concluían arrojaban por los balcones la vajilla de plata y hasta los enseres de oro, para que los recogiesen los transeúntes afortunados.

      Sucre cuenta todavía con una Torre Eiffel y con sus propios Arcos de Triunfo, y dicen que con las joyas de su Virgen se podría pagar toda la gigantesca deuda externa de Bolivia. Pero las famosas campanas de las iglesias que en 1809 cantaron con júbilo a la emancipación de América, hoy ofrecen un tañido fúnebre. La ronca campana de San Francisco, que tantas veces anunciara sublevaciones y motines, hoy dobla por la mortal inmovilidad de Sucre. Poco importa que siga siendo la capital legal de Bolivia, y que en Sucre resida todavía la Suprema Corte de Justicia. Por las calles pasean innumerables leguleyos, enclenques y de piel amarilla, sobrevivientes testimonios de la decadencia: doctores de aquellos que usaban quevedos, con cinta negra y todo. Desde los grandes palacios vacíos, los ilustres patriarcas de Sucre envían a sus sirvientes a vender empanadas a las ventanillas del ferrocarril. Hubo quien supo comprar, en otras horas afortunadas, hasta un título de príncipe.

      En Potosí y en Sucre solo quedaron vivos los fantasmas de la riqueza muerta. En Huanchaca, otra tragedia boliviana, los capitales anglochilenos agotaron, durante el siglo XIX, vetas de plata de más de dos metros de ancho, con una altísima ley; ahora solo restan las ruinas humeantes de polvo. Huanchaca continúa en los mapas, como si todavía existiera, identificada como un centro minero todavía vivo, con su pico y su pala cruzados.


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