La última sonrisa en Sunder City (versión latinoamericana). Luke Arnold
sino de nuestro continente: Archetellos. Todas las otras islas fueron ignoradas. El propio Archetellos tenía una inclinación y una escala tales que hacían que Sunder quedara en el centro. Si bien era una idea novedosa, el efecto resultó inmediatamente ofensivo para cualquier persona que tuviera un mínimo conocimiento de geografía.
Los posters se montaron sobre cartón grueso y se repartieron por la ciudad. El plan era enviarlos por todo el mundo para convencer a otros territorios de la importancia de Sunder City, pero los posters fueron objeto de una burla tan vehemente que la producción quedó interrumpida casi al instante.
Solo unos pocos fueron exhibidos en establecimientos locales, probablemente como una broma. Una noche, como los otros blancos para dardos estaban en uso, algunos clientes borrachos se pusieron creativos.
Sunder City, que habían intentado convertir en el centro artificial de Archetellos, vale cincuenta puntos. Los centros de los elfos, como el cuartel general del Opus o su tierra natal de Gaila, valen treinta. Tanto la ciudad de Perimoor, al este, como los acantilados de Vera, al oeste, valen veinticinco. Las montañas de los enanos que bordean el Norte valen veinte, pero esas custodian el camino hacia las Llanuras Accidentadas, y si caes allí pierdes cinco puntos.
Las islas valen diez puntos cada una, incluidas Ember (el lugar de origen de las hadas) y Keats (donde entrenan los hechiceros). No hay castigo por caer en el agua, pero hay reglas de la casa, según dónde estés jugando. En La Zanja, por respeto a Boris, la tierra natal de los banshee, Skiros, vale treinta y cinco puntos.
Las ciudades humanas valen cero puntos. Weatherly, Mira y la vieja base del Ejército humano constituyen un tiro desperdiciado. En algunos bares, incluso pierdes el juego.
Los elfos ebrios todavía seguían pegando la mayoría de sus tiros en el océano cuando llegó Richie.
Él había subido medio kilo por semana desde que se había unido a la fuerza, hacía unos pocos años. Los ogros pueden ser impredecibles, pero Richie era un semi-ogro que había vivido toda su vida en la ciudad.
En la muñeca izquierda tenía un único tatuaje, que hacía juego con uno de los míos: el intrincado diseño que se veía verde a la luz del fuego. Al igual que yo, había pasado algunos años de su juventud trabajando para el Opus. En ese entonces, no había problema que los arietes que tenía por manos no pudieran resolver. Ahora él rezaba en la iglesia del papeleo. Yo solía pisotear un poco los límites de nuestra amistad. La tradición profesional nos convertía en enemigos, pero ocasionalmente podía contar con él como oreja dentro del establecimiento.
—¿Leche de álamo? ¿Sigues bebiendo esa mierda azucarada?
Me bebí de golpe el último sorbo del trago y le hice señas a Boris para que trajera otra ronda.
—Cerveza para mí —le gritó Richie mientras se sentaba frente a mí—, porque resulta que yo sé que no soy una adolescente. Ahora bien, ¿cuál es tu gran problema?
Sin darle detalles, le pregunté qué había oído de la Raza de Sangre.
—¿vampiros? Fetch, si insistes en escarbar en lugares a los que no perteneces, al menos mantente fuera del cementerio. —Boris nos trajo las bebidas. Richie bebió un sorbo largo de la jarra metálica y se lamió la espuma de los labios.
—¿Cuántos quedan todavía?
Se encogió de hombros.
—No muchos. La mayoría sigue viviendo en ese castillo de Norgari, al igual que durante los días de la Liga. Lo llaman La Recámara. Creería que allí no hay más de cien. En esta ciudad, quizás unos diez o doce. Suelen pasar el rato en una vieja casa de té que queda cerca de la plaza. El Diente Torcido.
Nunca había oído hablar del lugar. La plaza era la clase de trampa para turistas que yo trataba de evitar.
—Pareces estar bastante bien informado. ¿Eso significa que la policía sigue de cerca a la comunidad de vampiros?
Richie me miró de lado con un ojo enrojecido. Él sabía que tenía que pensar dos veces antes de soltar algo cerca de mis oídos. Más de una vez había hablado con demasiada libertad, siempre había consecuencias nefastas para ambos.
—Fetch, no ha habido motivos para preocuparse por la Raza de Sangre durante décadas. Están viejos. Son inofensivos.
Solté un gruñido evasivo y Richie bebió un sorbo de su bebida.
—¿Cómo mueren?
Richie se detuvo a medio tomar y bajó la pinta.
—En agonía —rugió—. Son cascarones vacíos. Recipientes que no pueden llenarse. Se secan como fruta vieja y se convierten en polvo. En los viejos tiempos, el sol se los hacía en segundos. Ahora lleva algunos años, si tienen suerte.
—Entonces son mortales. ¿Todavía necesitan una estaca en el corazón?, ¿o se pueden tropezar, golpearse en la cabeza y crepar como el resto de nosotros?
Richie se mordió el labio. Estas conversaciones nunca eran fáciles. Todos seguían dolidos a causa de la Coda. Incluso llegó a romper la bola de boliche que Richie tenía por corazón.
—Son menos que mortales —dijo—. No sé qué es lo que los hace seguir, pero se está acabando. Un día de estos una brisa se los llevará a todos y nunca volveremos a ver a los de su especie.
Luego terminó su bebida, se levantó del cubículo y me dejó la cuenta. No se despidió. Debió de haber sabido que me volvería a ver muy pronto.
Sunder City comenzó como un pueblo de clase obrera, lleno de herreros, mineros y metalúrgicos. No todo era trabajo honrado, pero era la clase de tarea que yo entendía: cavar la tierra o mover porquerías por ahí. Ese tipo de trabajo tenía sentido para mí.
La plaza, por otra parte, fomentaba el tipo de timo que me ponía los pelos de punta.
Anfitriones charlatanes que se te plantaban delante tratando de arrastrarte hacia sus restaurantes prohibitivos. Ladrones muy bien vestidos y con acentos falsos vendiendo tours a ningún lado. Artistas callejeros que hacían la mayor parte de sus ingresos sirviendo como distracción para los carteristas.
Alrededor de la pequeña plaza había antorchas encendidas para mantener el negocio activo al anochecer. Atravesé el gentío, que ya disminuía, con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos y moviéndome con determinación.
Un par de kóbolds me observaron desde las sombras. No eran de esta parte del continente. Los kóbolds tienen una especie de piel camaleónica que cambia según el entorno. Los kóbolds de ciudad son grises y calvos, pero estos eran azules como un estanque de rocas, con melenas tupidas alrededor del cuello: recién llegados desde las tierras salvajes del norte lejano. Dos almas perdidas más intentando rebanar un trozo de Sunder para ellos. Les mostré mis manoplas metálicas y les clavé una mirada que no sería capaz de respaldar. Aparentemente funcionó. Ellos volvieron sus ojos amarillos de nuevo hacia la oscuridad y yo me escurrí en una calle lateral.
Encontré el cartel de El Diente Torcido en un edificio que una vez había sido una botica. Yo solía frecuentarlo apenas me mudé a la ciudad, haciendo recados para una bruja vieja y artrítica, que solía advertirme que me cuidara si ella llegaba conseguir una poción de la juventud. Yo pensaba que estaba bromeando, pero después de la Coda oí que se había envenenado con un brebaje de hierbas del mercado negro, en un intento desesperado por revertir el proceso de envejecimiento.
La calle Brea estaba vacía, pero en la ventana de la casa de té había un brillo que daba sobre la acera. Yo ya había visto lugares así: pequeños cafés que atendían a una clientela particular de caballeros de edad avanzada. Se pasaban el día jugando antiguos juegos de fichas, consumiendo té negro dulce y no mucho más. Más sede social que un negocio propiamente dicho.
Golpeé con fuerza, pero no hubo respuesta. La puerta estaba cerrada con traba y la luz de adentro era tenue. Un puñado de velas se había derretido casi en su totalidad