El hijo del siciliano - El millonario y ella. Sharon Kendrick

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¿Hay un momento adecuado para anunciarle a tu marido que no puedes tener hijos?

      –Podemos hacer un tratamiento de fertilidad, podemos adoptar –se aventuró a decir Emma–. O podría ver a otro especialista para pedir una segunda opinión.

      –Si tú lo dices…

      Nunca lo había visto así, tan desinflado como un neumático al que le hubieran sacado todo el aire.

      Su infertilidad los había alejado, eso estaba tan claro como las estrellas en el cielo, pero Vincenzo prefería concentrarse en lo que él llamaba «el engaño». El hecho de que hubiera ido a ver a un médico en secreto, que se lo hubiera ocultado. Hasta que un día Emma se dio cuenta de que por mucho que intentara justificarse y explicarle sus razones, Vincenzo necesitaba culpar a alguien… ¿y a quién mejor que a ella?

      Había nadado contra la corriente al casarse con una chica inglesa en lugar de hacerlo con una siciliana pero, además, había elegido mal casándose con una mujer estéril.

      Y, para Emma, se había convertido en una sencilla, aunque desgarradora, decisión. ¿Iba a dejar que su matrimonio se destruyera por completo delante de sus ojos, matando incluso los bonitos recuerdos, o era lo bastante valiente como para darle a Vincenzo su libertad?

      Él no intentó retenerla cuando le dijo que se marchaba, aunque su rostro se volvió tan frío y aterrador como el de una estatua. Probablemente ni siquiera se daría cuenta de que se había ido, pensó ella amargamente, porque cada día pasaba más tiempo en la oficina y, a veces, ni siquiera se molestaba en ir a cenar.

      El silencio con que fue recibida su decisión duró hasta que llegó a la puerta. Cuando se volvió para decirle adiós por última vez, algo en el brillo de sus ojos la detuvo.

      –Vincenzo…

      Entonces, de repente, él la besó. Y la tristeza y la amargura que había soportado durante los últimos meses desaparecieron mientras la apretaba apasionadamente contra la pared.

      Perdió el avión, pero no le importó porque Vincenzo la tomó en brazos después para llevarla al dormitorio.

      Por la mañana, Emma abrió los ojos mientras él se vestía y descubrió que estaba mirándola con una expresión helada.

      –Vete de aquí, Emma, y no vuelvas nunca más. Ya no eres mi mujer.

      Luego se dio la vuelta y salió de la habitación.

      Más tarde, en el avión que la llevaba de vuelta a Londres, el dolor y las lágrimas la cegaban.

      Y un mes más tarde descubrió que estaba embarazada…

      –¡Próxima parada, Waterloo! –la voz del conductor del autobús despertó a Emma de su ensueño. Y, angustiada, se dio cuenta de que estaba en la estación y no había resuelto nada en absoluto.

      Como si caminara en sueños, bajó del autobús y entró en la estación para buscar una cafetería, sin fijarse en la gente que se movía a su alrededor. Era raro salir sola, sin su hijo. Le resultaba extraño caminar entre la gente sin estar empujando un cochecito.

      Una vez en la cafetería pidió un capuchino, pero la inquietud no la dejaba disfrutar siquiera de ese simple placer. Y era mucho más profunda que la simple preocupación de cómo iba a sobrevivir.

      No, su inquietud había sido provocada al volver a ver a Vincenzo… porque sabía que no podía seguir negando la verdad.

      Que Gino era su viva imagen.

      Cuando sacó la fotografía que llevaba en el monedero, la carita de su hijo hizo que tuviera que contener un sollozo. ¿Había estado negándose a ver el parecido como un mecanismo de defensa para proteger su corazón roto?

      En ese momento su móvil empezó a sonar… pero no era el número de Joanna el que aparecía en la pantalla, sino uno desconocido. Aunque Emma sabía quién era.

      Con el corazón en la garganta, contestó:

      –¿Sí?

      –¿Has pensado en mi oferta, cara?

      Y, de repente, Emma supo que no podía seguir huyendo. Porque había llegado a un callejón sin salida y no había ningún sitio al que pudiera ir. Vincenzo tenía que conocer la existencia de Gino.

      –Sí –contestó pausadamente–. No he pensado en otra cosa. Y tengo que hablar contigo.

      ¿Por qué no terminar con aquello lo antes posible? ¿Para qué tener que volver a llamarlo y volver a pedirle a Joanna que cuidase del niño cuando ya estaba en la capital?

      –Podemos vernos más tarde.

      De modo que había cambiado de opinión, pensó Vincenzo, la sensación de triunfo que experimentaba iba acompañada de una amarga decepción. ¿No había disfrutado cuando Emma le devolvió los insultos? ¿No había visto un eco de la mujer de la que se había enamorado en Sicilia? La chica que se mostraba remilgada, la que se había negado a acostarse con él esa primera noche. Y la segunda… y la tercera.

      Pero no. Aparentemente estaba en lo cierto: todo el mundo tenía un precio, incluso Emma. Especialmente Emma.

      –Esta tarde tengo varias reuniones. ¿Conoces el hotel Vinoly?

      –Sí, lo he oído nombrar.

      –Nos vemos allí a las seis, en el bar Bay Room.

      Emma cerró los ojos, aliviada. Allí podría contárselo y, además, era lo mejor. Vincenzo no podría montar una escena en un lugar público.

      –Allí estaré.

      –Ciao.

      Tendría que llamar a Joanna para decirle que llegaría más tarde de lo esperado y encontrar algo con lo que pasar el rato hasta las seis.

      Y buscar la manera de decirle a Vincenzo que tenía un hijo.

      Temía pensar en la reacción de su marido pero, pasara lo que pasara, se enfrentaría a ello. Tenía que hacerlo por Gino.

      Capítulo 5

      DESPUÉS de pasear un rato por la ciudad, Emma terminó entrando en el elegante baño de unos grandes almacenes para lavarse las manos y atusarse un poco el pelo.

      Los comentarios de Vincenzo la habían hecho sentirse poco atractiva y eso era lo último que necesitaba cuando estaba a punto de entrar en uno de los mejores hoteles de la ciudad para soltar aquella bomba.

      Su corazón palpitaba como loco mientras entraba en el bar Bay Room, pero enseguida vio a Vincenzo hablando con un camarero, alto y llamativo con su elegante traje oscuro y totalmente cómodo en aquel sitio.

      Nerviosa, Emma miró a su alrededor. Sentados a las mesas triangulares con sus distintivos sillones de terciopelo color turquesa estaban los hombres y mujeres más poderosos de la ciudad. Mujeres que llevaban vestidos carísimos y zapatos de tacón que desafiaban a la ley de la gravedad.

      Y, a pesar de haberse arreglado un poco en el baño de los grandes almacenes, nunca se había encontrado tan fuera de lugar. Se sentía como uno de esos personajes de las novelas victorianas: una niña sucia y harapienta que había dejado de vender cerillas en la esquina para entrar allí. Si hubiera tenido otra alternativa, se habría dado la vuelta.

      Pero ya no tenía alternativa.

      Vincenzo la observó mientras se acercaba, sus ojos negros eran inescrutables.

      De modo que no había pasado la tarde comprándose ropa, observó, como harían muchas mujeres que estuvieran planeando acostarse con un hombre. Y eso debía de significar que de verdad estaba en la ruina… o que seguía teniendo una gran confianza en su atractivo. O ambas cosas.

      –Ciao, Emma –la saludó.

      –Hola –dijo ella, sintiéndose ridículamente incómoda al notar que los camareros la miraban como si fuera una extraterrestre.


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