Al Faro. Virginia Woolf

Al Faro - Virginia Woolf


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si eran rosas lo que representaba. De todos modos, si todas las puertas de una casa se dejaran abiertas, y no hubiera un solo cerrajero en toda Escocia capaz de arreglar un pestillo, las cosas se echarían a perder. ¿De qué servía cubrir el marco de un cuadro con un chal verde de Cachemira? Al cabo de dos semanas tendría color de sopa de guisantes. Pero eran las puertas las que le molestaban mucho: todas se dejaban abiertas. Escuchó. Habían dejado abierta la puerta de la sala de estar y lo mismo sucedía con la del vestíbulo; el ruido hacía pensar que las puertas del dormitorio también estaban abiertas y lo estaba, sin duda, la ventana del descansillo de la escalera, porque ésa la había abierto ella. Algo tan sencillo como que las ventanas debían estar abiertas y las puertas cerradas, ¿cómo era posible que ninguno lo recordara? Cuando iba de noche a las habitaciones de las criadas, las encontraba herméticamente cerradas y convertidas en hornos, con la excepción de Marie, la muchacha suiza, que prescindiría del baño antes que del aire fresco, aunque también había explicado que, en su país “las montañas eran muy hermosas”. Su padre se moría, la señora Ramsay estaba enterada. Marie iba a quedarse huérfana. En el momento de reñirla y de explicarle su trabajo (cómo hacer una cama, cómo abrir una ventana, cerrando y extendiendo las manos a la manera de una francesa), todo se había plegado en silencio a su alrededor mientras la muchacha hablaba, a la manera en que, después de un vuelo al sol, las alas de un ave se pliegan calmosamente y el azul de su plumaje cambia del acero brillante al suave morado. La señora Ramsay se había quedado callada porque no había nada que decir. Se trataba de un cáncer de garganta. Al recordar su inmovilidad y cómo la muchacha había dicho: “En mi país las montañas son muy hermosas”, sabiendo que no había esperanza, ninguna en absoluto, tuvo un espasmo de irritación y, hablando con brusquedad, le dijo a James:

      —Estáte quieto. No seas pesado —de manera que su hijo supo al instante que su severidad no era fingida, por lo que extendió bien la pierna y su madre la midió.

      La media era demasiado corta; un centímetro por lo menos, incluso contando con que el pequeño de Sorley no estuviese tan crecido como James.

      —Es demasiado corta —dijo—, todavía me falta mucho. Nadie tuvo nunca un aspecto más triste. Amarga y negra, a mitad de camino, en la oscuridad, en el pozo que llevaba desde la luz del sol hasta las profundidades, quizá se formó una lágrima; se derramó una lágrima; las aguas se agitaron en esta y en aquella dirección, la recibieron y se inmovilizaron. Nadie tuvo nunca un aspecto más triste.

      Pero, ¿se trataba sólo de apariencia?, decía la gente. ¿Qué había detrás de su belleza, de su esplendor? Acaso otro, un novio anterior, sobre el que circulaban rumores, ¿se había volado la tapa de los sesos? ¿había muerto una semana antes de la boda? o no había nada en realidad, ¿nada excepto una belleza incomparable, detrás de la cual la señora Ramsay vivía, sin que nada fuese capaz de perturbarla? Porque, si bien podría haber dicho, sin darle importancia, en algún momento de intimidad, cuando se contaban en su presencia historias de grandes pasiones, de amores fracasados, de ambiciones frustradas, que también ella los había conocido o los había sentido o pasado por ellos, nunca decía nada. Siempre guardaba silencio. Lo cierto era que sabía todo aquello; lo sabía sin haberlo aprendido. Su sencillez llegaba hasta el fondo de las cosas que las personas brillantes desvirtuaban. La sinceridad de su espíritu hacía que cayera a plomo como una piedra, que se posara con la exactitud de un pájaro; le daba, de manera natural, aquella impetuosa aprehensión de la verdad por el espíritu; aprehensión que deleita, consuela y sostiene, equivocadamente quizá.

      “La Naturaleza no dispone de mucha arcilla”, dijo en una ocasión el señor Bankes, al oír su voz por teléfono, y muy conmovido por la idea de que la señora Ramsay le estaba dando información acerca de un tren, “como la que utilizó para moldearla a usted”. Se la imaginaba al otro extremo del hilo, griega, de ojos azules y nariz recta. ¡Qué incongruente parecía telefonear a una mujer así! Las Gracias reunidas parecían haber juntado las manos en prados de asfódelos para componer aquel rostro. Sí, tomaría el tren de las diez treinta en Euston.

      “Se da tan poca cuenta de su belleza como una niñita”, dijo el señor Bankes, colgando el teléfono y atravesando la habitación para ver qué progresos habían hecho los obreros que construían un hotel detrás de la casa. Y pensó en la señora Ramsay mientras contemplaba las agitación entre los muros inacabados. Porque siempre, pensó, había algún elemento incongruente que incorporar a la armonía de su rostro. Se podía encasquetar un sombrero de cazador o correr por el césped en chanclos para evitar que un niño se hiciera daño. De manera que si era simplemente su belleza en lo que se pensaba, había que recordar la realidad palpitante, la realidad viva (mientras los contemplaba, los obreros subían ladrillos por un estrecho tablón) e incorporarla a la imagen total; o si se pensaba en ella simplemente como mujer, había que atribuirle una personalidad original que se manifestaba mediante caprichos; o suponer algún deseo latente de despojarse de aquella realeza formal como si su belleza, y todo lo que los hombres decían de la belleza, le aburriera, y sólo quisiera ser como otras personas, insignificante. No estaba seguro. No lo sabía. Tenía que volver a su trabajo.

      Mientras tejía la media de color marrón rojizo, con la cabeza absurdamente contorneada por el marco dorado, el chal verde que había arrojado sobre el borde del marco y la obra maestra autentificada de Miguel Ángel, la señora Ramsay dulcificó lo que había habido de brusquedad con sus modales un momento antes, alzó la cabeza y besó a su chiquitín en la frente. —Vamos a buscar otro dibujo para recortar —dijo.

      Capítulo 6

      Pero ¿qué había sucedido?

      Alguien se ha equivocado.

      Saliendo bruscamente de su ensoñación, la señora Ramsay encontró el sentido de unas palabras en apariencia ininteligibles que le daban vueltas por la cabeza desde hacía mucho tiempo. “Alguien se ha equivocado”. Al reconocer con sus ojos de miope al señor Ramsay que, en aquel momento, se dirigía hacia ella, lo fue siguiendo con atención; cuando estuvo más cerca descubrió (el tintineo de las palabras cesó finalmente) que algo había sucedido, que alguien había cometido un error. Pero por mucho que se esforzaba no se le ocurría qué podía haber pasado.

      El señor Ramsay temblaba y se estremecía. Toda su vanidad, toda la satisfacción de su propio esplendor, cuando cabalgaba cruel como un trueno, feroz como un halcón, a la cabeza de sus hombres, por el valle de la muerte, se había hecho añicos, había quedado destruida. Bajo una tempestad de metralla y obuses, audaces cabalgamos y seguros, atravesando el valle de la Muerte, entre el fragor de las descargas... hasta darse de bruces con Lily Briscoe y William Bankes. El señor Ramsay temblaba y se estremecía.

      Ni por lo más remoto se hubiera atrevido su mujer a dirigirle la palabra, al darse cuenta, gracias a signos familiares, como el apartar los ojos y cierto peculiar replegarse de toda su persona, con lo que daba la impresión de envolverse en sí mismo, que estaba necesitado de aislamiento para recobrar el equilibrio, porque se sentía ofendido y angustiado. La señora Ramsay acarició la cabeza de James, desahogando en su hijito los sentimientos que le inspiraba su marido y, al verlo pintar de amarillo la camisa blanca de vestir de un caballero en el catálogo de los Almacenes del Ejército y de la Marina, pensó en lo mucho que se alegraría si James se convirtiera en un gran artista; y ¿por qué no? Tenía una frente espléndida. Luego al levantar la vista cuando su marido cruzaba de nuevo por delante de ella, comprobó con alivio que un velo ocultaba el desastre; triunfaba la vida familiar; la costumbre salmodiaba su ritmo tranquilizador, de manera que, al detenerse ante la ventana, cuando de nuevo le correspondió pasar por delante, e inclinarse, burlón y caprichoso, para hacerle cosquillas a James en la pantorrilla desnuda con una ramita, la señora Ramsay le reprochó que hubiera despedido a “aquel pobre muchacho”, Charles Tansley. Tansley se había marchado para trabajar en su tesis, respondió su marido.

      —James tendrá que escribir la suya cualquier día de éstos —añadió irónico, agitando la ramita.

      Sintiendo un odio profundo hacia su padre, James apartó el instrumento que, de manera


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