Bocetos californianos. Bret Harte

Bocetos californianos - Bret Harte


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estaba más seguro en los raciocinios a posteriori que en los a priori. Melisa tenía muñeca, pero era propiamente la muñeca de Melisa una reproducción en pequeño de ella misma. Por una casualidad, descubrió la señora Morfeo el secreto de su poco grata existencia. Como compañera que había sido de las excursiones de Melisa, llevaba señales evidentes de los sufrimientos y peripecias pasadas. La intemperie y el barro pegajoso de las zanjas borraron prematuramente su color primitivo. Era en un todo el retrato de Melisa en pasados tiempos. Su única falda roja, ajada, estaba sucia y harapienta, como lo había sido la de la niña. Jamás se había oído a Melisa aplicarla cualquier término infantil de cariño. Nunca le enseñaba en presencia de otros niños. Severamente acostada en el hueco de un árbol cercano a la escuela, sólo le estaba permitido hacer ejercicio durante las excursiones de Melisa, quien, cumpliendo para con su muñeca, como lo hacía consigo misma, un severo deber, aquélla no conocía lujo de ningún género.

      Se le ocurrió a la señora Morfeo, obedeciendo a un laudable impulso, comprar otra muñeca que regaló a Melisa. La niña la recibió curiosa y gravemente. Al contemplarla el maestro un día, creyó notar en sus redondas mejillas encarnadas y mansos ojos azules, un ligero parecido a Sofía. En seguida se echó de ver que Melisa había reparado también en el mismo parecido; de consiguiente, cuando se veía sola, le golpeaba la cabeza de cera contra las rocas, la arrastraba a veces con una cuerda atada al cuello, al ir y volver del colegio, y otras, sentándola en su pupitre, convertía en acerico su cuerpo paciente e inofensivo.

      No me meteré a discutir si hacía aquello en venganza de lo que ella consideraba una nueva e imaginaria intrusión de las excelencias de Sofía, o porque tuviese como una intuición de los ritos de ciertos paganos, y entregándose a aquella ceremonia fetichista, imaginara que el original de su modelo de cera desfallecería para morirse más tarde. Esto sería un arduo problema de metafísica muy difícil de resolver.

      El maestro no pudo menos de observar, a pesar de esas incongruencias morales, el trabajo de una percepción rápida y vigorosa, propia de una inteligencia sana. Melisa no conocía ni el titubear ni las dudas de la niñez. Las contestaciones en clase estaban ligeramente impregnadas de insólita audacia. Claro que no era infalible, pero su valor y aplomo en lanzarse en honduras por las que no habrían osado bogar los tímidos nadadores que la rodeaban, suplían los errores del discernimiento. Los niños, por lo visto, en cuanto a esto, no valen más que las personas mayores; pues siempre que la pequeña mano encarnada de la niña se erguía por encima del pupitre para pedir la palabra, reinaba el silencio de la admiración, y el mismo maestro estaba a veces oprimido por una duda de su propio criterio y experiencia.

      No obstante, ciertas particularidades que en un principio le entretenían y divertían su imaginación, comenzaron a afligirle, y graves dudas asaltaron su conciencia. No podía ocultársele que Melisa era vengativa, irreverente y voluntariosa, que sólo tenía una facultad superior propia de su condición semisalvaje, la facultad del sufrimiento físico y de la abnegación, y otra, aunque no muy constante, atributo de fiera nobleza, la de la verdad. Melisa era a la vez intrépida y sincera; dos cosas que en aquel carácter venían a reducirse a una sola.

      Meditó mucho el maestro sobre este particular y había llegado a la conclusión ordinaria de aquellos que piensan sinceramente, a saber: que él era esclavo de sus propias preocupaciones, cuando determinó visitar al reverendo Mac Sangley para pedirle consejo y parecer. Claro que esta decisión humillaba su orgullo, pues él y Mac Sangley no estaban en muy buena armonía. Pero el pensamiento de Melisa se sobrepuso en él, y en la noche de su primer encuentro, y tal vez con la superstición perdonable de que la mera casualidad no había guiado sus pies hacia la escuela, y con la conciencia satisfecha de la rara magnanimidad de su acción, venció su antipatía y se avistó con el reverendo.

      Mac Sangley se alegró de la visita en grado sumo. Observó, además, que el maestro tenía buen semblante, y esperaba verle curado de la neuralgia y del reumatismo. También le había molestado a él con un sordo dolor, desde la última entrevista, pero tenía de su parte la resignación y el rezo, y callándose un momento, a fin de que el maestro pudiese escribir en su libro de memorias una receta que le dictó para curar la sorda intermitencia, el señor Mac Sangley acabó por informarse de la respetable señora Morfeo.

      —Ornato y prez de la cristiandad es tan buena señora, y su tierna y hermosa familia prospera—añadió el reverendo,—Sofía está perfectamente educada, y es tan atenta como cariñosa.

      Las buenas prendas y cualidades de Sofía parecían afectarle hasta tal extremo, que se extendió en consideraciones sobre ellas un buen lapso de tiempo. El maestro viose doblemente confuso. De un lado, resultaba un contraste violento para la pobre Melisa, en toda aquella alabanza de Sofía, y de otro, este tono confidencial le desagradaba al hablar de la primogénita de la señora Morfeo; así es que el maestro, después de algunos esfuerzos fútiles por decir algo natural, creyó conveniente el recordar otro compromiso y se fue sin pedir los informes, pero en sus reflexiones posteriores, daba injustamente la culpa al reverendo señor Mac Sangley de no habérselos procurado.

      Este hecho colocaba de nuevo al maestro y a la alumna en la estrecha comunión de antes. Melisa pareció reparar el cambio en la conducta del maestro, forzada desde hacía algún tiempo, y en uno de sus cortos paseos vespertinos, deteniéndose ella de repente, y subiendo sobre un tronco de árbol, le miró de hito en hito con ojos insinuantes y escudriñadores.

      —¿No está usted loco?—dijo con un sacudimiento interrogativo de todo su cuerpo.

      —No.

      —¿Ni fastidiado?

      —No.

      —¿Ni hambriento? (El hambre era para Melisa una enfermedad que podía atacarle a uno en cualquier ocasión).

      —No.

      —¿Ni pensando en ella?

      —¿En quién, Melisita?

      —En aquella chica blanca. (Este fue el último epíteto inventado por Melisa, que era muy morenita, para indicar a Sofía, cuya blancura competía con la de la nieve).

      —No.

      —¿Me da usted palabra? (frase con que se sustituyó el «así murieses» por sabio consejo del maestro.)

      —Sí.

      —¿Y por su sagrado honor?

      —Sí.

      Entonces Melisa le dio un beso salvaje, saltó del árbol y se escapó volando. En los dos o tres días que siguieron se dignó parecerse más a los niños en general, y llevar más buena conducta.

      Habían transcurrido ya dos años desde la llegada del maestro a Smith's-Pocket y como su sueldo no era grande y las perspectivas de Smith's-Pocket, para convertirse eventualmente en capital del Estado, no parecían del todo positivas, hacía tiempo que meditaba un cambio de situación. Privadamente, había descubierto ya sus intenciones a los patronos de la escuela; pero, siendo en aquel tiempo escasos los jóvenes de un carácter moral intachable, consintió en continuar el curso hasta la próxima primavera, pasando así todo el invierno. Nadie conocía su intención excepto su único amigo, un tal doctor Duchesne, joven médico criollo, conocido de la gente de Wingdam por Duchesny. Jamás lo comunicó a la señora Morfeo, ni a Sofía, ni menos a los alumnos que asistían a sus clases. Esta reserva tenía su explicación en la antipatía constitucional a enredar, sobre todo en el deseo de ahorrarse las preguntas y conjeturas de la curiosidad vulgar y de que nunca creía que iba a hacer algo hasta el momento que lo había puesto en práctica.

      No le gustaba pensar en Melisa. Quizá por un instinto egoísta se esforzaba en figurarse su sentimiento por la niña como necio, romántico y poco práctico. Incluso quiso convencerse de que sus adelantos serían mayores bajo la dirección de un maestro más viejo y más riguroso.

      Melisa tenía entonces once años, y de allí a pocos más, según las leyes de Red-Mountain, sería una mujer. Después de todo, él había cumplido con su deber. Cuando murió Smith, dirigió cartas a los parientes de éste y recibió contestación de una hermana de la madre de Melisa; dando las gracias al maestro,


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