El tesoro misterioso. William Le Queux

El tesoro misterioso - William Le Queux


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junto con él para nunca más volver.

      La pieza en que estábamos era un pequeño dormitorio, bien amueblado, del Queen's Hotel, de Manchester. La ventana daba sobre la obscura fachada del Hospital, y el ruido y bullicio del tráfico de Piccadilly ascendían hasta la habitación del muerto. Su historia era ciertamente una de las más extrañas que hombre alguno haya referido. Su misterio, como lo veremos, era verdaderamente pasmoso.

      La luz de aquella tarde triste de febrero desaparecía con rapidez, y al darnos vuelta lentamente para bajar e informar al gerente del establecimiento del fin desgraciado que había tenido un pasajero, noté que en un rincón estaba la maleta del muerto, y las llaves colocadas en sus cerraduras.

      —Mejor es que tomemos posesión de ellas—observé, cerrando la maleta y poniendo en mi bolsillo el pequeño manojo de llaves.—Sus albaceas las necesitarán.

      Luego, cerramos la puerta, y dirigiéndonos a la oficina, comunicamos la desagradable noticia de la muerte ocurrida en el hotel.

      El gerente estaba preparado, sin embargo, pues, media hora antes, el médico le había manifestado que el desconocido no tenía remedio. Desde el principio su enfermedad había sido un caso sin esperanza.

      He aquí, en breves palabras, lo que había sucedido: Burton Blair se había despedido de su hija Mabel, partiendo en la mañana del día anterior de su mansión de la plaza Grosvenor, para ir a tomar el expreso de las diez y media que de Euston salía para Manchester, donde tenía que arreglar algunos negocios particulares, según había dicho. Antes que el tren llegara a Crewe, se sintió mal repentinamente, y uno de los sirvientes del coche-restaurant lo encontró desmayado en uno de los compartimientos de primera.

      Le dieron brandy y algunas otras bebidas reconfortantes, que le hicieron revivir lo bastante para llegar hasta Manchester, donde le ayudaron a bajar del tren en London Road, y dos mozos de cordel lo subieron después a un cab y lo acompañaron al hotel.

      Una vez allí, al acostarlo, volvió a caer en un estado de completo desvanecimiento. Se llamó a un médico, pero no pudo emitir ningún diagnóstico sobre la enfermedad, contentándose con decir que el paciente tenía gravemente afectado el corazón, y que, en vista de eso, el desenlace sería fatal y rápido.

      A las dos de la mañana del día siguiente, Blair, que no había dado su nombre ni había manifestado quién era, a la gente del hotel, pidió que telegrafiaran a Seton y a mí, lo que dio por resultado que ambos, llenos de ansiedad y de sorpresa, nos pusiéramos en viaje para Manchester, adonde llegamos una hora antes del desenlace final, encontrándonos con que nuestro amigo estaba en un estado desesperante.

      Al entrar en la pieza nos encontramos con el médico, un tal doctor Glenn, hombre joven y más bien agradable, que estaba asistiéndolo. Blair se hallaba en ese momento completamente consciente, y escuchó la opinión médica sin alterarse.

      En verdad, parecía que acogía con gusto la muerte en vez de temerla, pues cuando oyó que se encontraba en tan crítica situación, una débil sonrisa se dibujó en su pálida cara arrugada, y observó:

      —Todos tenemos que morir; así, pues, lo mismo da que sea hoy que mañana.—Luego, volviéndose a mí, añadió:—Ha sido mucha bondad en usted, Gilberto, venir expresamente a despedirse—y alargó su delgada mano fría, buscó la mía y la estrechó fuertemente, mientras sus ojos se clavaban en mí con esa extraña mirada fija que sólo aparece en los ojos de un hombre cuando se encuentra al borde de la tumba.

      —Es el deber de un amigo, Burton—respondí con profunda solemnidad.—Pero todavía puede tener esperanza; los médicos se equivocan a menudo. ¿No tiene usted, acaso, una espléndida constitución?

      —Desde que era muy chico no recuerdo haber estado casi un solo día enfermo—contestó el millonario en voz baja y débil;—pero este ataque me ha vencido completamente.

      Tratamos de cerciorarnos con exactitud de cómo se había enfermado, pero ni Reginaldo ni el doctor pudieron sacar nada en claro.

      —Perdí el conocimiento de pronto, y no recuerdo nada más—fue todo lo que el moribundo dijo.—Pero—añadió, volviéndose otra vez a mí,—no avisen a Mabel hasta que todo haya terminado. ¡Pobre criatura! Mi única pena al irme de este mundo, es tener que dejarla. Ustedes dos fueron en los años pasados sumamente buenos con ella; ¿no es verdad que ahora no la abandonarán?—imploró, hablando lentamente y con grandísima dificultad, mientras sus ojos brillaban llenos de lágrimas.

      —Ciertamente que no, viejo amigo—contesté yo.—Viéndose sola, necesitará de alguien que la aconseje y se ocupe de sus intereses.

      —Los pillos de los abogados se encargarán de eso—exclamó con una extraña dureza en su voz, como si no hubiera tenido estimación alguna por sus abogados.—No, quiero que usted vele por ella, que se cuide de que ningún hombre la haga su esposa por amor a su dinero, ¿me comprende? Docenas de individuos andan en este momento detrás de ella, lo sé, pero preferiría antes verla muerta que casada con uno de ellos. Debe casarse por amor... sí, por amor, ¿me oye? Prométame, Gilberto, que la protegerá, que velará por su suerte, ¿quiere?

      Reteniendo todavía su mano entre las mías, le prometí cumplir lo que me pedía.

      Estas fueron las últimas palabras que pronunció. Sus pálidos labios se contrajeron de nuevo, pero no brotó de ellos ningún sonido. Sus ojos vidriosos estaban fijos en mí con una mirada terrible y dura, como si hubiera estado esforzándose por decirme algo.

      Tal vez me estaba revelando el gran secreto, el secreto de cómo había resuelto el misterio de hacer fortuna y de poseer más de un millón de libras esterlinas, o tal vez me hablaba de Mabel. Pero nosotros no pudimos saber lo que fue. Su lengua se negaba a articular una palabra más; el silencio de la muerte habíase apoderado de él.

      Así desapareció de este mundo, y así fue cómo yo me encontré ligado a una promesa que tenía la intención de cumplir, aun cuando él no nos había revelado su secreto, como nosotros confiadamente lo habíamos esperado. Cuando nos mandó llamar, habíamos creído que, dándose cuenta de su estado agonizante, lo hacía para darnos a conocer ese misterioso medio que nos haría más ricos de lo que jamás habíamos soñado. Pero en este caso el desengaño había sido cruelísimo. Durante cinco años, lo confieso, habíamos esperado confiados en que algún día repartiría con nosotros parte de su fortuna en compensación de los servicios que le habíamos hecho en lo pasado. Sin embargo, parecía ahora que fríamente había despreciado la deuda de gratitud que tenía para con nosotros, y al mismo tiempo me había impuesto a mí una obligación no muy fácil de cumplir: la tutela de Mabel, su única hija.

       Índice

      DONDE APARECEN CIERTOS HECHOS MISTERIOSOS

      Debo declarar que, teniendo en cuenta todas las misteriosas y curiosas circunstancias de lo pasado, la situación, para mí, estaba muy lejos de ser satisfactoria.

      Al encaminarnos juntos aquella noche fría por la calle Market discutiendo el asunto, porque habíamos preferido salir a quedarnos en el salón del hotel, a Reginaldo se le vino a la imaginación la idea de que tal vez entre los objetos pertenecientes al muerto estuviese el secreto escrito y sellado.

      Pero en este caso, salvo que estuviera dirigido a nosotros, sería abierto por las personas que el moribundo había designado con el calificativo de «los pillos de los abogados,» y, según todas las probabilidades, ellos sabrían sacarle para sí todo el provecho posible.

      Sus abogados eran, como nosotros lo sabíamos, los señores Leighton, Brown & Leighton, firma eminentemente honorable de Bedford Row; por lo tanto, les dirigimos un telegrama desde la oficina central, informándolos de la muerte repentina de su cliente, y pidiéndoles que uno de ellos viniera en el acto a Manchester, para que estuviese presente en las indagaciones que se iban a efectuar, por haber declarado el doctor Glenn que


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