La vida breve de Dardo Cabo. Vicente Palermo

La vida breve de Dardo Cabo - Vicente Palermo


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fue para acabar con gente como esta que los nacionales nos alzamos en España.

      Evita responde afectuosa, condescendiente.

      –No hay nada que temer, Artajo, el general Perón amansó la fiera.

      El canciller asiente, con deferencia, sin convicción.

      Hernán Benítez y Armando Cabo están próximos. Oyen todo. El cura piensa en José Antonio y se muerde la lengua. Pocos años después, ante Lito, mencionarán el breve diálogo. Entre risas amargas y evocaciones (el peronismo es una evocación, Benítez y Cabo dudan a la sazón de que vaya a ser algo más).

       * * *

      Mientras Dardo reflexiona sobre la olla del diablo, algunos dioses deliberan sobre su destino final. Hera –que los romanos llaman Juno– propone ordenar a Caronte que lo embarque para cruzar el Leteo y lo deposite sempiternamente entre las sombras de las sombras, las almas que vagan en las tinieblas eternas. Apolo concuerda. Minerva se opone vigorosamente.

      –Es un finado especial –arguye–. No todos los días la administración católica de ultratumba nos envía un alma. Además, nuestros reglamentos, tras las reformas de tiempos de Virgilio, taxativos son en lo que se refiere a quienes mueren luchando por su patria. Como es indiscutiblemente el caso…

      –¿Y qué propones, entonces? Sé clara, Palas Atenea –interrumpe Hera impaciente.

      –Propongo que el lugar para Dardo sean los Campos Elíseos, es allí donde quienes han caído luchando por su patria merecen eterno descanso.

      –¿Y cuál es la patria por la que ha ofrendado su vida este mortal? –pregunta la esposa de Zeus, escéptica.

      –Argentina la llaman, país pródigo, parece, en parir héroes que aman ofrendar sus vidas por la patria –es Apolo quien interviene, punzante.

      –¿Y por qué –sigue Hera– no lo han admitido los católicos en sus Santos Cielos, o infiernos?

      Minerva vacila.

      –Bien –repone al fin–; eso es un poco difícil de explicar, sabes que Pedro es una personalidad compleja. Pero a nosotros, ¡oh, hija gloriosa de Saturno!, ¿qué nos importa? ¿Por ventura podríamos rechazar –pregunta con sorna– un alma enviada por los acólitos del Dios único y verdadero? No podemos. Zeus, tu hermano y marido, nos lo ha prohibido. Sabiamente. Y si este Dardo ha de quedarse, deberá ser en los Elíseos –cerró canchera, metonímicamente.

      Momento propicio para que Apolo diera rienda suelta a su resentimiento.

      –Siempre tuviste inclinación, Atenea, por esos jactanciosos a los que con liviandad calificas de héroes. Los inmortales no podemos olvidar cómo auxiliaste a Odiseo hasta la… exageración.

      Minerva montó en cólera y salía fuego por sus ojos.

      –¡Calla, miserable! –gritó a Apolo–. Con el paso de los siglos, hasta un zopenco como tú aprende a ironizar. ¡Pues sí! Dardo lo merece. No osarás dudarlo. Si este triunvirato no consigue instalarlo en los Campos Elíseos, no vacilaré en llevar la cuestión hasta mi…

      –No hace falta –estalló Hera, ya harta–. Hágase tu voluntad. Pero no te olvides, ¡oh diosa de la guerra y la sabiduría!, que me debes una.

      Julio de 1951. Armando podía trabajar en su escritorio del sindicato metalúrgico, pero, desde abril, prefería instalarse en La Prensa, cerca de Plaza de Mayo. Allí estaba, reflexionando acerca del paso que estaban por dar. Eran cuatro. No podían ser menos, pensó, habían tenido mucho que hacer. Y no debían ser más, porque había mucho que temer. Consideraba a sus compañeros intrépidos, y suficientemente astutos. Un grupo informal, pero que a poco de andar había sido reconocido y ungido de cierta formalidad. Rememoró esos años vertiginosos, desde Tres Arroyos hasta Buenos Aires, desde la fábrica hasta el sindicato del pueblo, que había contribuido a fundar, y al secretariado nacional de la UOM. Recordó el nacimiento de su vínculo con Evita. Ella entró un día en su escritorio de tesorero hecha un huracán, acompañada del secretario general, ¿cómo estás, Armando? No se conocían personalmente. ¿Cuándo vas a hablar con los compañeros de Vezeta? La orden no estaba en la pregunta sino en la sonrisa. No se había previsto que fuera a hablar en Vezeta, pero fue sin chistar, a La Tablada, esa misma tarde, habló con los compañeros, volvió tranquilo, la comisión interna no estaba tan arisca, al otro día lo llamó Evita y estuvieron horas conversando. Muy poco después había comenzado a constituirse el cuadrunvirato, con José Espejo, Isaías Santín, Florencio Soto y él, al frente de la CGT. Armando se consideraba el de menor peso. Nunca dudó de que la composición la había decidido Evita, sabiendo que el cuarteto no era tan poderoso como se creía, dependía casi por completo de la Señora. Perón se había reunido con los “mosqueteros”, había sido una audiencia casi puramente ceremonial, pero les había hecho prometer, aunque tácitamente, que mantendrían a su esposa siempre informada de lo que ocurría en la CGT. Él se sentía orgulloso de esta misión, y los cuatro eran un nexo casi diario entre Evita y la central obrera. Desde los tiempos nada lejanos de Cipriano Reyes y Luis Gay, que habían mañereado tanto y habían resistido con uñas y dientes el liderazgo de Perón, a la guardia sindical que él integraba, cuánto habían cambiado las cosas. Armando adoraba a Evita, pero la tarea no era fácil, pronto había advertido que ella estimaba merecer de parte de los trabajadores el más absoluto acatamiento. Armando entendía; Perón y Evita estaban dando todo, dejándolo todo por ellos, no podían esperar menos que una plena colaboración, sin la cual no iba a avanzar a buen paso la revolución justicialista. Sí; pero el dirigente típico ya no era el que resistía descaradamente como Reyes, era el que se hacía el chancho rengo, era el que eludía enfrentar los problemas, era el que no se plantaba ante las comisiones internas ni ante el Ministerio de Trabajo cuando este reclamaba por la inquietud laboral o adulaba a los patrones. Era el acomodaticio. Habían sido ellos cuatro los que consolidaron el vínculo entre la central obrera y el gobierno peronista: habían reformado los estatutos para otorgar el respaldo explícito a Perón, habían establecido que la CGT era parte del movimiento peronista, como una de sus ramas. No era para menos, porque la consagración del gobierno a los trabajadores era inconmensurable: allí estaban los derechos del trabajador plasmados en la Constitución de 1949, allí estaba la legislación laboral de avanzada, que ellos habían impulsado acicateando a los diputados de extracción obrera y al Ministerio y, caía por su propio peso, con el respaldo empecinado de Evita. Cierto que en la nueva Constitución no se había consignado el derecho de huelga; pero era un sobreentendido: huelga se podía hacer igual. Aunque a él el tema le había quedado atravesado como una espina en la garganta. Sampay había explicado que el derecho de huelga era un derecho natural, por eso no era necesario incorporarlo al derecho positivo. Él había escuchado las expresiones derecho natural, derecho positivo, por primera vez. Entendió, era como incluir en la Constitución el derecho a tomar agua, pero igual Sampay no lo convenció. Menos aún cuando otro convencional, el compañero Salvo, había alegado que la inclusión de ese derecho “traería la anarquía y pondría en duda que, en adelante, nuestro país será socialmente justo”. Pero había que tener facha, se dijo con asombro. Recordó que los socialistas decían oponerse a la inclusión constitucional para evitar la reglamentación y limitación de la huelga. Esos contreras tenían más sensatez, en esto. Pero en suma no, no se convenció. Aunque las huelgas se hacían igual, era imposible evitarlas. Salvo era un imbécil, porque los patrones eran patrones, por más que fueran peronistas, algunos. La justicia social no se establecía de una vez y para siempre, era la voluntad popular, como un fuego que precisaba alimentarse continuamente de leños. Las palabras de Evita, que decía de sí misma ser la eterna centinela de la revolución, no tenían nada de fútiles. Y mucho menos sus actitudes. Y ahora llegaba el momento que no se podía postergar más, el momento en que iban a salir a la luz todos, los leales y los traidores, los amigos militares y los enemigos, que, él estaba seguro, eran muchísimos más. Pero en el pueblo, en la voluntad popular, sí se podían respaldar. ¿No lo habían hecho ya varias veces? ¿No habían llegado hasta ahí, tan lejos, gracias a eso? El día anterior había creído ver en Espejo las señales de la duda, pero Espejo era así, tenía sus vacilaciones,


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