La isla misteriosa. Julio Verne

La isla misteriosa - Julio Verne


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dos guijarros. En cuanto a los bolsillos del ingeniero, estaban absolutamente vacíos, excepción hecha de su chaleco, que contenía el reloj. Era preciso, pues, transportar a Ciro Smith a las Chimeneas lo más pronto posible. Este fue el parecer de todos.

      Entretanto, los cuidados prodigados al ingeniero le devolverían el conocimiento antes de lo que podían esperar sus compañeros. El agua con la que humedecían sus labios lo reanimaba poco a poco. Pencroff tuvo la idea de mezclar con aquel agua un poco de sustancia de la carne de tetraos, que se había llevado. Harbert corrió a la playa y volvió con dos grandes moluscos bivalvos, y el marino compuso una especie de mixtura que introdujo en los labios del ingeniero, el cual pareció aspirarla ávidamente. Entonces sus ojos se abrieron. Nab y el corresponsal estaban inclinados sobre él.

      —¡Señor! ¡Querido señor! —exclamó Nab.

      El ingeniero lo oyó. Reconoció a Nab y Spilett, después a sus otros dos compañeros, Harbert y el marino, y su mano estrechó ligeramente las de todos.

      Se escaparon de sus labios algunas palabras, que sin duda había pronunciado ya, y que indicaban algunos pensamientos que atormentaban su espíritu.

      Aquellas palabras, pronunciadas de un modo claro, fueron comprendidas aquella vez.

      —¿Isla o continente? —murmuró.

      —¡Ah! —exclamó Pencroff, no pudiendo contener esta exclamación—. ¡Por todos los diablos! ¡Qué nos importa, mientras viva usted, señor Ciro! ¿Isla o continente? ¡Ya lo veremos después!

      El ingeniero hizo una ligera señal afirmativa y pareció dormirse.

      Respetaron aquel sueño y el corresponsal dispuso que el ingeniero fuera transportado del mejor modo posible. Nab, Harbert y Pencroff salieron de la gruta y se dirigieron hacia una alta duna coronada de algunos árboles raquíticos. En el camino el marino no podía menos de repetir:

      —¡Isla o continente! ¡Pensar en eso, cuando no se tiene más que un soplo de vida! ¡Qué hombre!

      Cuando llegaron a la cumbre de la duna, Pencroff y sus dos compañeros, sin más útiles que sus brazos, despojaron de sus principales ramas un árbol bastante endeble, especie de pino marítimo, medio destrozado por el viento; después, con aquellas ramas, hicieron una litera, que una vez cubierta de hojas y hierbas podía servir para transportar al ingeniero.

      Fue obra de unos cuarenta y cinco minutos, y eran las diez de la mañana cuando Nab y Harbert volvieron al lado de Ciro Smith, de quien Gedeón Spilett no se había separado.

      El ingeniero se despertaba entonces de su sueño, o mejor dicho, del sopor en que le habían dejado. Se colorearon sus mejillas, que hasta entonces habían tenido la palidez de la muerte; se incorporó un poco, miró alrededor suyo y pareció preguntar dónde se hallaba.

      —¿Puede usted oírme sin cansarse, Ciro? —dijo el corresponsal.

      —Sí —contestó el ingeniero.

      —Mi parecer es —intervino el marino—que el señor Smith le escuchará mejor si vuelve a tomar un poco de esta gelatina de tetraos, porque es de tetraos, señor Ciro —añadió, presentándole un poco de aquella mixtura, a la cual añadió esta vez algunas partículas de carne.

      Ciro Smith las comió, y los restos de los tetraos fueron repartidos entre los tres compañeros, a quienes atormentaba el hambre. Encontraron bastante parco el almuerzo.

      —Bueno —dijo el marino—, vituallas tenemos en las Chimeneas, porque conviene que usted sepa, señor Ciro, que tenemos allá abajo, hacia el sur, una casa con cuartos, camas y hogar, y en la despensa algunas docenas de aves que nuestro Harbert llama curucús.

      La litera está arreglada y, cuando se sienta más fuerte, lo transportaremos a nuestra morada.

      —Gracias, amigo mío —respondió el ingeniero—; aún esperaremos una hora o dos, y luego partiremos... Y entretanto, hable usted, Spilett.

      El corresponsal hizo entonces el relato de lo que había pasado. Refirió los sucesos que debía ignorar Ciro Smith, la última caída del globo, el arribo a aquella tierra desconocida, que parecía desierta, cualquiera que fuese, ya isla o continente, el descubrimiento de las Chimeneas, las pesquisas que habían hecho para encontrar al ingeniero, la adhesión de Nab, y todo lo que se debía a la inteligencia del fiel Top, etcétera.

      —Pero —preguntó Ciro Smith, con una voz aún débil—, ¿no me han recogido ustedes en la playa?

      —No —contestó el corresponsal.

      —¿Y no son ustedes los que me han traído a esta gruta?

      —No.

      —¿A qué distancia está esta gruta de los arrecifes?

      —Poco más o menos a media milla —contestó Pencroff—, y si está usted admirado, no estamos nosotros menos sorprendidos de verlo aquí.

      —En efecto —contestó el ingeniero, que se reanimaba poco a poco y tomaba interés en aquellos detalles—, en efecto; ¡es muy singular!

      —Pero —repuso el marino—¿puede usted decimos lo que le ha pasado desde que le llevó el golpe de mar?

      Ciro Smith reunió sus recuerdos. Sabía muy poco. El golpe de mar lo había arrancado de la red del aerostato. Primero se hundió, volvió a la superficie y en aquella semioscuridad sintió un ser viviente agitarse cerca de él. Era Top, que se había precipitado trás él. Levantó los ojos y no vio ya el globo, que, libre de su peso y el del perro, había partido como una flecha. Se encontró en medio de las olas irritadas, a una distancia de la costa que no debía ser menor de media milla. Trató de luchar contra las olas nadando con fuerza, mientras Top le sostenía por la ropa, pero una corriente muy fuerte lo arrastró hacia el norte, y después de media hora de esfuerzos inútiles se hundió, arrastrando a Top con él al abismo. Desde aquel momento hasta el que se encontró en brazos de sus amigos no se acordaba de nada.

      —Sin embargo —dijo Pencroff—, usted debió ser arrojado a la playa, y debió tener fuerza para caminar hasta aquí, porque Nab ha encontrado huellas de pasos.

      —Sí... sin duda... —contestó el ingeniero reflexionando—. ¿Y ustedes no han visto huellas de seres humanos en esta costa?

      —Ni rastro —advirtió el corresponsal—. Por otra parte, si por casualidad alguien le hubiera salvado, ¿por qué le habría abandonado después de librarlo del furor de las olas?

      —Tiene usted razón, querido Spilett. Dime, Nab —añadió el ingeniero volviéndose hacia su criado—, ¿no habrás sido tú, en un momento de alucinación... durante el cual...? No, no, es absurdo... ¿Existen todavía algunas señales de pasos? —preguntó.

      —Sí, señor —contestó Nab—, mire usted, a la entrada, a la vuelta misma de esta duna, en una parte abrigada por el viento y la lluvia. Las otras han sido borradas por la tempestad.

      —Pencroff —repuso Ciro Smith—, ¿quiere usted tomar mis zapatos y ver si corresponden con esas huellas?

      El marino hizo lo que le pedía el ingeniero. Harbert y él, guiados por Nab, fueron al sitio donde se hallaban las huellas, mientras que Ciro Smith decía al corresponsal:

      —¡Han pasado aquí cosas inexplicables!

      —Tiene razón —contestó el periodista.

      —Pero no insistamos en este momento, querido Spilett; ya hablaremos más tarde. Un instante después el marino, Nab y Harbert volvían a entrar.

      No había duda. Los zapatos del ingeniero correspondían exactamente a las huellas conservadas. Así, pues, Ciro Smith las había dejado sobre la arena. —Entonces —dijo el ingeniero—, he sido yo el que experimentó esta alucinación que atribuía a Nab. Habré marchado como un sonámbulo, sin saber lo que hacía, y ha sido Top el que,


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