Lecciones del ayer para el presente. Benito Pérez Galdós

Lecciones del ayer para el presente - Benito Pérez Galdós


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y maliciosos neocatólicos de las ciudades, los soñadores de la república federal y los detestables soldados de una escuela que más tarde había de reducir a pavesas los monumentos de la primera ciudad del mundo formaban juntos una fuerza formidable. Pero ¡cuán inútiles fueron las tentativas de la coalición contra una mayoría que representaba la libertad, el derecho y la fuerza nunca vencida de las ideas! La concordia de los partidos revolucionarios no ha sido nunca tan eficaz como lo fue entonces, ni ha puesto ante la vista de los pueblos agitados y divididos lecciones más útiles y elocuentes que las que entonces recibimos, para que algún tiempo después nos sirvieran de poderoso ejemplo.

      La conciliación salvó y afianzó la dinastía, combatida por tantos y tan diversos enemigos, atacada con armas de todas clases, desde el proceso político e histórico pronunciado por el tribuno, hasta la vil calumnia, proferida por gentes hechas a todas las torpezas.

      A pesar de los pronósticos enunciados a principios de aquel año sobre trastornos en distintos puntos de la Península, la paz física fue inalterable, y aunque la quietud moral no se realizó por la continua excitación que mantenían fracciones díscolas y bullangueras, el comercio y la industria sintieron los beneficios del orden, y los rendimientos de las rentas eventuales anunciaron un verdadero progreso en nuestro tráfico.

      La concordia de los partidos que hizo frente a tantos peligros, así interiores como exteriores, hubiera resuelto a su tiempo multitud de cuestiones que aún están pendientes, y que Dios sabe cuándo tendrán cumplida y satisfactoria solución. Hoy más que nunca conocemos, por echarlos de menos, los beneficios de aquella felicísima fraternidad de los hombres de la revolución, mediante la cual la nueva dinastía y las instituciones recientemente fundadas adquirieron un arraigo de que en vano ha querido suponerse único autor un pequeño grupo, excesivamente inquieto y bullicioso.

      Sí: los partidos republicano y carlista estaban ya quebrantados y heridos de muerte al advenimiento del por tantos títulos célebre Ministerio del 25 de junio. Los debates de las Cortes, y especialmente los que coincidieron con las salvajes jornadas de la Commune, habían reducido al primero a su actual estado de abatimiento o impotencia. Estos arrastraron en su caída a los ingenuos o maliciosos secuaces de don Carlos, y cuando la conciliación se rompió, no quedaba de la que fue temible y amenazadora hueste más que un puñado de hombres dispersos y desacreditados políticamente, movidos solo por un fin perturbador. Los unos por querer desacreditar al Parlamento, y los otros por abusar de él, habían mostrado demasiada despreocupación política y demasiado cinismo para no inspirar verdadero recelo y alarma a cuantos observaban con alguna atención la marcha de los negocios públicos.

      Cuando la conciliación se rompió, mil gravísimas cuestiones estaban arregladas, temerosos problemas habían hallado solución completa, y la negra nube de peligros y desastres que oscurecía el cielo de la dinastía se había disipado. Cierto es que la conciliación no resolvió otros asuntos importantísimos, aunque de un orden secundario si se los compara con aquellos; pero no lo hizo porque no se le dio tiempo para ello, y en el plazo relativamente breve de su fecunda existencia, hartos beneficios produjo, quebrantando los partidos antidinásticos, y fundando sobre la base más ancha posible una monarquía que tenía todos los inconvenientes de esta forma de gobierno, sin las ventajas de lo tradicional y hereditario.

      Pero aquel fuerte lazo que unió a los partidos se rompió de improviso sin motivo alguno que lo justificara. Las grandes resoluciones políticas han de tener una lógica más rigurosa que los demás hechos de la vida, porque de ellas pende a veces la vida o la muerte de las naciones. No deben ser determinadas por caprichos y genialidades pasajeras, por arrebatos de humor o displicencia que experimente algún hombre importante de los que más influyen en la política. Han de ser resultado oportuno y maduro de los acontecimientos, y no producto de la resolución irreflexiva de personas ligeras y voluntariosas. La conciliación se rompió inopinadamente porque así lo determinaron en sus altos designios los que debieran tener más interés en que se mantuviera. Desde entonces, ¡cuán distinto aspecto ofrece la política, y qué atroz turbación divide y desmenuza a los partidos revolucionarios! Como un error engendra ciento, desde que el Ministerio de conciliación cayó a impulsos de una propaganda bullanguera, por la cual hombres como Topete, Sagasta y Malcampo eran motejados de traidores y reaccionarios; desde que se creyó inútil y hasta perniciosa la cooperación de grupos respetables e inteligentes en la obra difícil del afianzamiento de las instituciones, se han sucedido varios Gabinetes efímeros, con escaso prestigio, condenados a causa de la división del Parlamento a vivir lo que viven las rosas, o a arrostrar los peligros y la responsabilidad de una disolución, seguida de nuevas elecciones.

      El Partido Progresista, que era el núcleo de la fuerza revolucionaria, que formaba la base de la mayoría constitucional y parecía el lazo de unión entre la democracia monárquica y el grupo conservador, se divide, dando origen a dos bandos que hoy, después de crudísimas recriminaciones, se odian con tal vehemencia que nadie creería que les separa una simple cuestión de personas. Algunos ilusos, más atentos al nombre que a la esencia de las cosas, juzgaron que esta división crearía los dos grandes partidos constitucionales llamados a realizar aquí el prodigio político de la vieja Inglaterra, que se gobierna con orden y sosiego, dando el poder alternativamente a las dos tendencias, avanzada y conservadora. ¡Qué grande error! La división del Partido Progresista, que parece destinado a disgregarse eternamente y poner en peligro las cosas más sagradas, no ha producido aquellos resultados, no ha traído ni puede traer el turno pacífico, porque su disgregación no ha sido obra de las ideas.

      En cualquier país donde estas imperaran en igualdad de circunstancias, el dualismo de este partido intermedio y que parece por sus principios y el carácter de sus hombres hecho para facilitar fecundísimas transacciones habría traído la creación de los dos grupos constitucionales; pero aquí donde no imperan las ideas, sino las pasiones, que están siempre por encima de aquellas, envenenando los más generosos sentimientos y corrompiendo los más nobles propósitos, esta desmembración no podría traer sino el espantoso desorden moral en que vivimos.

      Los hombres se agrupan por las ideas: estas, como la misteriosa cohesión que enlaza, confunde y endurece las moléculas de un cuerpo sólido, forman los partidos, colectividades que deben su fuerza a la unidad del pensamiento de los muchos individuos que las forman, a la unidad de su propósito, a la unidad de sus medios.

      Cuando los hombres se agrupan por resentimientos; cuando antiguos rencores, o la fuerza de palabras consagradas, les sirve de enlace, las colectividades, más propiamente llamadas entonces bandos que partidos, son un remedo de la fuerza material, ciega y bruta, con la diferencia de que esta puede ser eficaz algunas veces cortando el nudo de complicadísimas y peligrosas cuestiones, mientras aquellas solo sirven para despertar en los hombres innobles ambiciones, para avivar la repugnante envidia, para producir inmorales elevaciones y desastrosas caldas, para someter lo más caro y lo más sagrado que hay en el mundo, que es la suerte de la nación, a la tremenda prueba de una constante y abominable intriga, único ejercicio de los espíritus turbados y cegados por la pasión.

      El estado actual de la política demuestra que la desmembración de los partidos ha producido sus naturales frutos. Épocas de confusión hemos visto aquí; pero ninguna ha igualado a la presente. Caminan los hombres sin norte ni guía por senderos desconocidos: la tribuna, cuando existe, y la prensa, siempre, no son otra cosa que un pugilato de estériles altercados, en que se disputa cuál de nuestras novísimas e improvisadas eminencias ha de ser elevada para caer al siguiente día. Ambiciones, no ya insensatas, sino ridículas, surgen cada semana del seno de las fracciones más conocidas por la poca elevación de sus vuelos intelectuales; y personas de un mérito relativo, celebradas antes por su modestia, suelen excitar cierta satisfacción mezclada de burla por su tendencia a afectar el tono y la gravedad de importantes hombres de Estado. Y nadie debe culparles por esto, zahiriéndoles con mayor correctivo que el de una delicada ironía; porque el nivel personal de la política ha bajado tanto, que pocos existen ya sin derecho a gobernar el mundo.

      Al mismo tiempo, en los círculos donde más calurosamente se habla siempre de los asuntos públicos, no es fácil que los oídos más finos y delicados escuchen frase alguna relativa a principios de gobierno, ni siquiera referentes a procedimientos de gobierno. Siempre tuvieron allí desmedida importancia


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