La frontera que habla. José Antonio Morán Varela
que no había orillas firmes por ningún sitio, sino copas de árboles a ambos lados de un río con más de quinientos metros de anchura donde posiblemente a uno nunca lo encontrarían. Cuando la voladora alcanzó toda su velocidad comprendimos el porqué de su nombre al tiempo que nos íbamos introduciendo en aquel salvaje torrente donde el piloto seguía miméticamente las indicaciones de su proero.
Los vaivenes iniciales de la embarcación, aún no muy fuertes, no me impedían visualizar las interesantes anécdotas contadas por el viejo profesor; eché un vistazo a las orillas y me imaginé los gritos de frailes sermoneando a los indios, de militares arengando a sus soldados para batallas venideras y de expedicionarios preparando su paso por el raudal; también el sonido monótono de las indias haciendo mañoco e incluso el de los telescopios y cuadrantes de los científicos al ser colocados sobre las piedras. Con la perspectiva de siglos todo me llegaba a la vez, los protagonistas de cada época luchando por permanecer donde nacieron y los visitantes conquistando espacios con la espada, la cruz o la ciencia ¡Cuántos no habrán pernoctado en las márgenes de este raudal esperando enfrentarse al día siguiente con él! Si estas orillas y estas piedras hablaran...
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Entre otras historias, el anciano erudito nos contó la de los trece supervivientes españoles que en 1691 regresaban por aquí desolados y abatidos. Tres de ellos eran jesuitas que, al igual que otros correligionarios, predicaban la fe verdadera para instaurar la utopía de Dios aunque eso conllevara una dura disputa territorial contra sus cohermanos y enemigos, los carmelitas portugueses. Los jesuitas expedicionarios pretendían tomar posiciones a lo largo de la aislada frontera luso-brasileña en vez de seguir misionando en las ciudades y centros de poder y querían asentarse entre la Guayana y el Orinoco, esa indómita tierra «rica en posibilidades y totalmente irredenta».12 Los otros diez que continuaban con vida eran soldados que acompañaban a los frailes para explorar el Alto Orinoco, sabedores de que más allá de los asuntos divinos había una seria preocupación política debido a que los portugueses modificaban a su antojo los límites del Tratado de Tordesillas en busca de cacao y esclavos por el Río Negro. Eclesiásticos y militares acababan de sufrir la emboscada de los temidos indios caribes, aliados a su vez con los esclavistas holandeses; habían perdido al capitán de los soldados, a su hijo y al padre Lorenzo, uno de los jesuitas.
No se puede decir que a los frailes les pillara por sorpresa aquella emboscada porque antes del asalto ya habían escrito que «ha años que los padres de la Compañía han procurado reducir a nuestra santa fe algunas naciones de gentiles en la misión de río Orinoco, pero con muy poco fruto, por hallarse los indios señores en su patria sin ningún temor».13 Catorce meses después de su salida, los supervivientes volvían abatidos y hambrientos, como harapos humanos en busca de sus bases en el río Tomo, ya sin la compañía de los tres que fueron asesinados. Deberían desistir de su intento de rodear las fronteras luso-brasileñas tras ser expulsados del Vichada y del Guaviare y se tendrían que conformar con la esperanza de que los indios achagas, adoles y sálivas, huyendo del acoso de los caribes, acudieran a sus misiones de retaguardia para ser protegidos. Se habían propuesto unificar la América hispánica, pero el hostigamiento de caribes y holandeses, la diversidad de lenguas y naciones indígenas, una naturaleza indómita y las capturas de indios, obligaron a los misioneros más batalladores del mundo a abandonar sus intenciones. Eran los caribes, y no el Tratado de Tordesillas, los que marcaban realmente las fronteras que no se podían traspasar; ellos y la casi impenetrable naturaleza que los rodeaba.
«Desconozco la época del año en que aquellos desdichados regresaban por aquí —había reflexionado emocionado el anciano erudito—, pero no puedo imaginar las penalidades añadidas que debieron de sufrir si las aguas estaban a la altura en que ustedes las encontrarán ahora, sin tierra firme, sin un lugar para colgar las hamacas, sin apenas posibilidad de pescar y sin que el cielo diera un descanso con sus torrenciales lluvias. Y para colmo, con los belicosos indios a sus espaldas.
»Y hasta aquí —continuó explicando— llegaron también, aunque décadas más tarde, los ecos del tráfico de esclavos que venían remontando el Río Negro camino del Orinoco». Controlado en principio por los indios manaos —en alianza con los holandeses— pasó a manos lusas cuando los nativos fueron diezmados por los portugueses para quedarse con el negocio. Se necesitaban esclavos para las economías de plantación pero, mientras estas se extendían hacia el oeste de la frontera luso-brasileña, cada vez era más complicado encontrar la materia prima de la esclavitud porque los indios eran abatidos o huían. Poco a poco los señores del horror fueron situándose en los afluentes del Alto Orinoco y del Casiquiare. Para 1737 los jesuitas ya aportaron datos concretos sobre la presencia de la esclavitud europea en la zona, en la que intervenían Holanda y Portugal y del consiguiente desplazamiento fronterizo, motivo que inquietó a la Corona española.
Todo esto encendió la mecha para que, en pocos años, se sucedieran acontecimientos que marcarían el devenir de estas tierras. España y Portugal, sus dueñas teóricas aunque no de facto, iban a idear una estrategia conjunta para tratar de subsanar los problemas fronterizos. Sorprendentemente, no pensaban ni en las armas ni en las almas como había sido costumbre hasta ahora, por lo que soldados y misioneros se vieron relegados por otra forma de afrontar el conflicto. El racionalismo positivista de influencia cartesiana y las ideas de la Ilustración trajeron nuevos aires para integrar espacios díscolos y para demarcar con claridad los límites territoriales. Con este objetivo pactaron enviar cuatro expediciones a lo largo de su inmensa frontera desde Venezuela hasta Paraguay cuya original delimitación por el Tratado de Tordesillas había quedado obsoleta. Una de esas expediciones se dirigió hacia las tierras que hoy pisábamos o, mejor dicho, navegábamos.
Era la Expedición de Límites del Orinoco firmada en 1754 por España y Portugal para marcar los límites fronterizos y poner freno a la avaricia de otras potencias europeas que merodeaban por la zona. En el texto del tratado se decía que «pertenecerán a España todas las vertientes que caigan al Orinoco y a Portugal las que caigan al Amazonas»; el problema residía en conocer esas vertientes y el curso completo de ambos ríos, que era lo que querían investigar.
Como decíamos, a diferencia de otras épocas, las armas se sustituyeron por aparatos científicos y la ideología sagrada de antaño por la promoción social y económica con la que sacar de la marginalidad a espacios que hasta la fecha habían permanecido en el olvido de las grandes potencias. La Expedición de Límites del Orinoco contaba con cirujanos, cartógrafos, geógrafos, naturalistas, cosmógrafos, astrónomos, dibujantes y científicos en general; todos bajo la dirección del discípulo de Linneo y botánico sueco Löfling quien, por cierto, fallecería en el viaje provocando que desertaran varios de sus ayudantes y que parte del trabajo previsto no pudiera realizarse. Además de las armas y víveres que consideraron necesarios, se les equipó con libros, telescopios, cuadrantes, relojes astronómicos, anteojos, barómetros, microscopios, termómetros, lentes, péndulos, compases, teodolitos y cuantos instrumentos de la época tuvieron al alcance. Se ideó que esta expedición española se encontrara con su gemela lusa en Barceló, en Río Negro. Lo que no se pudo prever fue que los españoles iban a tardar más de cinco años en llegar a la cita tras progresar por el Orinoco, cambiar de cuenca y descender por el Río Negro, justo lo que nosotros —aún sin saberlo— acabaríamos haciendo.
Cuentan las crónicas que para remontar el raudal de Atures en el que nos encontrábamos, la expedición española capitaneada por el alférez de navío Solano necesitó la presencia de doscientos forzudos indios atures a los que había hecho creer que iban de caza al otro lado y que a ellos les correspondería con un buen botín. Habían tenido que preparar minuciosamente el paso de los raudales (este de Atures y el siguiente de Maipures) porque sabían que iba a ser una de las pruebas más complicadas de la expedición; los jesuitas les resultaron imprescindibles a los expedicionarios tanto para conocer el medio como las costumbres de los indios; no en vano los frailes llevaban ya décadas de exploración no exenta de desdichas por estos parajes. Necesitaron cuatro días para conseguir arrastrar la pequeña embarcación que llevaban a base de poleas y puentes de troncos de árboles y sortear la furia del agua y los temibles remolinos. Doce leguas más arriba y con la misma técnica consiguieron remontar las aún más difíciles condiciones del raudal de Maipures, aunque esta vez quienes