La isla del tesoro. Robert Louis Stevenson

La isla del tesoro - Robert Louis Stevenson


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que el Doctor tuvo que sacar de su estuche unas tijeras y cortar las hebras que lo aseguraban. Dos cosas aparecieron: un cuaderno y un papel sellado.

      —Primero examinaremos el cuaderno, sugirió el Doctor.

      —Tanto el Caballero como yo estábamos ya observando por encima de su hombro cuando él lo abrió, pues por lo que hace á mí ya el mismo Doctor me había antes invitado á que me acercase sin ceremonias, dejando la mesa donde había cenado, para participar en el placer de la curiosa investigación. En la primera página no había más que algunos rasgos de manuscrito, como los que un hombre, con una pluma en la mano, puede hacer por vía de práctica ó de entretenimiento. Una de las frases escritas era la misma que el Capitán llevaba en los dibujos indelebles de su brazo “Caprichos de Billy Bones.” Luego se leía esto: “Maese W. Bones, piloto,” “No más rom,” y “Cerca de Punta de Palma lo hubo” y algunos otros motes y palabras sueltas, en su mayor parte ininteligibles. No pude prescindir de que se excitara mi curiosidad pensando quién sería el que lo hubo y qué fué lo que hubo. Lo mismo podía tratarse de una buena estocada en la espalda que de otra cosa cualquiera.

      —No sacaremos de aquí gran cosa en limpio, dijo el Doctor volviendo la hoja.

      Las diez ó doce páginas siguientes estaban llenas con una curiosa serie de entradas. En la extremidad de cada una de las líneas se veía una fecha, y en la otra una suma de dinero, como en los libros de cuentas comunes y corrientes; pero en vez de palabras explicativas, sólo se encontraba un número variable de cruces entre una y otra. En la fecha marcada 12 de Junio de 1745, por ejemplo, se veía claramente que la cantidad de setenta libras esterlinas se debía á alguno, y no se veían sino seis cruces para explicar la causa ú origen de la deuda. En algunos lugares, para mayor seguridad, se añadía el nombre de algún lugar como “Á la altura de Caracas,” ó bien una mera cita geográfica de latitud y longitud como, 53° 17´ 20” y 19° 2´ 40”.

      Aquel memorándum duraba muy cerca del espacio de veinte años, aumentando, como era natural, el guarismo total, á proporción que el tiempo avanzaba, hasta que al último se veía un gran total sumado, después de cuatro ó cinco adiciones equívocas rectificadas, y por todo apéndice estas tres palabras “Hucha de Bones.”

      —No le hallo á esto pies ni cabeza, dijo el Doctor.

      —Pues la cosa es clara como la luz del medio día, exclamó el Caballero: este es el libro de cuentas del malvado sabueso. Esas cruces ocupan allí el lugar de los nombres de buques y aldeas que él echó á pique ó entró á saqueo. Las sumas no son más que la parte que en cada hazaña de esas tocó á nuestro escorpión, y en donde tenía algún error ya ve Vd. que cuidaba de añadir algo que aclarara como “Á la altura de Caracas” ya puede Vd. colegir por esta inscripción que algún desdichado buque fué tomado al abordaje á la altura de las costas mencionadas. ¡Dios haya recibido en su seno á las pobres almas que tripulaban esa barca, tiempo hace ya!

      —Es verdad dijo el Doctor. Vea Vd. de lo que sirve ser uno viajero; es verdad. Y el monto aumenta á medida que él asciende en categoría.

      Muy poco más había en el libro, excepto determinaciones geográficas de algunos lugares anotados en las hojas en blanco hacia el fin del cuaderno, y una tabla para la reducción de monedas francesas, inglesas y españolas á un valor común.

      —¡Hombre arreglado! exclamó el Doctor; no era á él á quien podían hacérsele trampas, de seguro.

      —Ahora, prosiguió el Caballero, veamos esto otro.

      El papel cuyo exámen seguía, estaba sellado en diversos puntos, habiéndose usado un dedal por vía de sello, tal vez el mismo que había yo encontrado en la bolsa del Capitán. El Doctor abrió los sellos con gran cuidado y apareció entonces el mapa de una isla, con su latitud, longitud, sondas, nombres de montañas, bahías, caletas, abras, y todos los pormenores necesarios para poder llevar un buque á anclar á salvo en sus costas. Parecía como de unas nueve millas de largo y cinco de ancho, teniendo la figura de una especie de dragón en pie, y presentaba dos magníficos fondeaderos, perfectamente cerrados y una eminencia en la parte central marcada con el nombre de “El Vigía.” Veíanse algunas adiciones hechas en fecha más reciente, pero lo que más saltaba á la vista eran tres cruces marcadas con tinta roja, dos en la parte norte de la isla y una al sudoeste, y además, escrito con la misma tinta encarnada en caracteres muy claros y elegantes, bien distintos de la tosca escritura del Capitán, estas tres significativas palabras “Aquí el tesoro.”

      Por detrás, la misma mano había trazado estas explicaciones complementarias.

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