Una relación especial. Douglas Kennedy
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UNA RELACIÓN ESPECIAL
Título original: A Special Relationship
© del texto: Douglas Kennedy, 2003
© de la traducción: Esther Roig Giménez, 2003
© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.
© de la imagen de cubierta: Shutterstock
Primera edición: junio de 2021
ISBN: 978-84-18741-03-6
Depósito legal: B 7163-2021
Diseño de colección: Enric Jardí
Maquetación: Àngel Daniel
Producción del ePub: booqlab
Arpa
Manila, 65
08034 Barcelona
Reservados todos los derechos.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.
Uno para Max y Amelia, otro para Grace
«En mi enorme ciudad es de noche, mientras
de la casa de mi sueño salgo, y la gente piensa
que quizá sea una hija o una esposa pero en
mi mente solo cabe un pensamiento: noche».
ELAINE FEINSTEIN, Insomnio
1
Tony Hobbs me salvó la vida cerca de una hora después de conocerlo. Sé que parece un poco melodramático, pero es la verdad. O, al menos, así te lo contaría un periodista.
Estaba en Somalia, un país al que no había viajado antes de recibir aquella llamada en El Cairo, en la que me ordenaron que me trasladara allí. Era un viernes por la tarde; el día sagrado de los musulmanes. Como muchos corresponsales en la capital de Egipto, empleaba el día oficial de descanso para hacer precisamente eso, descansar. Cuando le recibí, estaba tomando el sol en la piscina del Gezira Club, antiguo lugar de reunión de los oficiales británicos durante el reinado del rey Faruk, y actualmente punto de encuentro principal de la gente bien de El Cairo y de la variedad de extranjeros instalados en la capital egipcia. Aunque el sol sea una constante en Egipto, es algo que los corresponsales destinados en el país no ven muy a menudo. Sobre todo si, como yo, cubren todo Oriente Medio y África oriental. Ese es el motivo por el que recibí aquella llamada un viernes por la tarde.
—¿Es usted Sally Goodchild? —preguntó una voz americana que no había oído antes.
—Sí, soy yo —dije, incorporándome y apretando más el móvil al oído para intentar tapar el ruido de la conversación de unas matronas egipcias sentadas a mi lado—. ¿Quién es?
—Soy Dick Leonard, del periódico.
Me levanté y cogí un cuaderno y un bolígrafo del bolso. Luego me fui a un rincón tranquilo del porche. Yo trabajaba para «el periódico». También conocido como Boston Post. Y si me llamaban al móvil, sin duda había ocurrido algo.
—Soy nuevo en Internacional —dijo Leonard— y hoy sustituyo a Charlie Geiken. ¿Se ha enterado de la inundación en Somalia?
Norma número uno del periodismo: no admitir nunca que has estado ni cinco minutos sin contacto con el mundo exterior. Así que contesté:
—¿Cuántas víctimas?
—Por ahora no hay un recuento definitivo, según la CNN. Pero, por las noticias, el diluvio de 1997 fue apenas una llovizna en comparación con esto.
—¿Exactamente en qué parte de Somalia?
—En el valle del río Juba. Al menos cuatro pueblos han quedado bajo el agua. El editor quiere que mandemos a alguien. ¿Podría ir enseguida?
Y así es como me encontré en un vuelo a Mogadiscio, cuatro horas después de recibir la llamada de Boston. Para llegar a mi destino tuve que someterme a las excentricidades de Ethiopian Airlines y cambiar de avión en Addis Abeba, antes de aterrizar en Mogadiscio poco después de medianoche. Salí a la húmeda noche africana e intenté encontrar un taxi que me llevara a la ciudad. Finalmente apareció uno, pero el chófer conducía como un piloto kamikaze y encima tomó un camino secundario para llegar al centro de la ciudad, un camino sin asfaltar y prácticamente desierto. Cuando le pregunté por qué había decidido evitar la carretera principal, se limitó a reír. Así que saqué el móvil, marqué el número del Central Hotel en Mogadiscio y pedí al recepcionista que llamara inmediatamente a la policía e informara de que un taxista me había secuestrado, le di el número de matrícula del coche... (sí, había apuntado la matrícula del taxi antes de subir). Inmediatamente, el taxista se disculpó y volvió a la carretera principal, implorándome que no lo metiera en líos al tiempo que me decía: «Le juro que era un atajo».
—¿En plena noche, cuando no hay tráfico? ¿Espera que me lo crea?
—¿Me estará esperando la policía cuando lleguemos?
—Si me lleva al hotel, les llamaré para que no vengan.
Una vez en la carretera principal, no tardé en llegar intacta al Central Hotel de Mogadiscio. El taxista seguía disculpándose cuando yo bajaba del coche. Después de dormir cuatro horas, logré ponerme en contacto con la Cruz Roja Internacional en Somalia, y los convencí para que me guardaran una plaza en uno de los helicópteros que iban a mandar a la zona inundada.
Poco después de las nueve de la mañana el helicóptero despegó de un aeropuerto militar de las afueras de la ciudad. No había asientos en el interior. Me senté en el frío suelo de acero con tres empleados de la Cruz Roja. El helicóptero era anticuado y ensordecedor. Al despegar, se escoró peligrosamente hacia la derecha y nos salvamos de salir despedidos gracias a los gruesos cinturones clavados a las paredes de la cabina. En cuanto el piloto recuperó el control y nos acomodamos, el tipo sentado en el suelo frente a mí sonrió y dijo:
—Empezamos bien.
Aunque era difícil oír algo con el rugido de las aspas de la hélice, capté que el hombre hablaba con acento inglés.
Al fijarme en él con más atención decidí que no era un trabajador de Cruz Roja. No era solo por la sangre fría que demostró cuando parecía que íbamos a estrellamos, ni por la camisa y los pantalones vaqueros, ni por las gafas de sol de moda. Tampoco por la cara bronceada que, junto con el pelo todavía rubio, le otorgaba un cierto atractivo de persona curtida por la vida... Si a uno le gusta el estilo perpetuamente insomne. No: lo que realmente me convenció de que no pertenecía a la Cruz Roja fue la sonrisa hastiada y ligeramente insinuante que me había dirigido tras nuestro despegue casi mortal. En aquel momento supe que era periodista.
Al mismo tiempo me di cuenta de que me miraba, me evaluaba y probablemente llegaba a la conclusión de que yo no era carne de ayuda humanitaria. Evidentemente, me pregunté qué impresión le habría causado. Tengo una de esas caras de Nueva Inglaterra al estilo Emily Dickinson: angulosa, un poco delgada, con un cutis permanentemente claro e indiferente al sol. Una vez, un hombre que quería casarse conmigo y convertirme exactamente en la clase de madre amante que yo estaba decidida a no ser jamás me dijo que era «bonita de una forma interesante». Cuando pude dejar de reír, se me ocurrió que era un piropo que se apartaba de los halagos comunes. También me dijo que admiraba la forma en que me cuidaba. Al menos no dijo que «me conservaba bien». Sin embargo, es cierto que mi cara es «interesante», apenas tiene arrugas ni marcas de expresión, y mi pelo castaño claro (que llevo corto por comodidad) todavía no tiene canas. Así pues, aunque esté a punto de entrar en la mediana edad, aún aparento haber pasado por poco la frontera de los treinta.
Todas esas ideas banales fueron bruscamente interrumpidas cuando el helicóptero viró a la izquierda de repente y el piloto aceleró al máximo. Nos elevamos