Una relación especial. Douglas Kennedy
de los que se casan.
—¿En serio? No me había dado cuenta.
Me reí y pregunté:
—¿Y tú, qué?
—¿Me tomas el pelo?
—¿Nunca has estado a punto?
—Todos hemos estado a punto. Igual que tú.
—¿Cómo sabes que he estado a punto? —pregunté.
—Porque todos hemos estado a punto alguna vez.
—¿Eso no acabas de decirlo?
—Touché. Y déjame adivinar... No te casaste con él porque acababan de ofrecerte el primer destino en el extranjero...
—Vaya, vaya... Qué perspicaz —dije.
—En absoluto —dijo—. Es lo de siempre.
Naturalmente, tenía razón. Y tuvo la suficiente sensatez para no preguntarme demasiado por el hombre en cuestión, o por cualquier otro aspecto de mi supuesta historia romántica, ni siquiera dónde había crecido. Más que nada, el simple hecho de que no lo mencionara, aparte de confirmar que yo también había evitado el matrimonio con éxito, me impresionó, porque significaba que, a diferencia de tantos otros corresponsales que había conocido, no me trataba como si fuera una novata a quien habían sacado de la sección de moda para mandarla a la línea del frente. Tampoco intentó impresionarme con sus credenciales de gran cosmopolita ni con el hecho de que el Chronicle de Londres tuviera más influencia internacional que el Boston Post. Al contrario, me trataba como a una igual. Quería que le hablara de los contactos que había hecho en El Cairo (él era nuevo) y que intercambiáramos anécdotas de la época de Japón. Lo mejor de todo era que quería hacerme reír y que lo lograba con una enorme facilidad. Como descubrí rápidamente, Tony Hobbs no era solo un gran conversador, también era un narrador extraordinario.
No paramos de hablar en todo el viaje a El Cairo. Para ser sincera, no habíamos dejado de hablar desde que nos habíamos despertado por la mañana. Desde el primer momento nos llevamos bien, no solo porque teníamos mucho en común desde el punto de vista profesional, sino porque parecíamos tener una visión del mundo similar: algo pícara, ferozmente independiente, y compartíamos una pasión callada por la profesión. Además, los dos reconocíamos que la corresponsalía en el extranjero era un juego de niños en el que se consideraba demasiado viejos a la mayoría de jugadores cuando llegaban a los cincuenta.
—Lo que me sitúa a ocho años de distancia del basurero —dijo Tony, cuando sobrevolábamos Sudán.
—¿Eres tan joven? —dije—. Creía que eras por lo menos diez años mayor.
Me lanzó una mirada fría y divertida, y dijo:
—Eres rápida.
—Lo intento.
—Oh, lo haces muy bien... para ser una periodista de provincias.
—Dos puntos —dije, dándole un codazo.
—No sabía que estuviéramos puntuando.
—Pues claro.
Me daba cuenta de que Tony se sentía perfectamente cómodo con aquella clase de pullas. Se divertía con las réplicas agudas, no solo por el juego verbal, sino porque le permitía mantenerse al margen de todo lo que era serio o demasiado personal. Cada vez que nuestra conversación en el avión viraba hacia lo personal, él la desviaba rápidamente hacia la broma. Aquello no me desconcertó. Al fin y al cabo, acabábamos de conocernos y todavía estábamos tomándonos la medida el uno al otro. Pero aun así noté su táctica de distracción, y me pregunté si me impediría llegar a conocerlo porque, para mi sorpresa, Tony Hobbs era el primer hombre en cuatro años al que deseaba conocer.
No pensaba confesárselo, porque (a) eso podría asustarlo, y (b) yo nunca iba detrás de nadie. Así que, cuando llegamos a El Cairo, compartimos un taxi a Zamalek (el barrio relativamente lujoso de expatriados donde vivían todos los corresponsales y los empleados de empresas internacionales). Resultó que el piso de Tony estaba a dos manzanas del mío. Pero insistió en acompañarme. Cuando el taxi se detuvo frente a mi puerta, metió una mano en el bolsillo y me dio una tarjeta.
—Aquí me puedes encontrar —dijo.
Yo saqué mi tarjeta y escribí un número en el dorso.
—Este es el teléfono de mi casa.
—Gracias —dijo, y la cogió—. Llámame, ¿eh?
—No, tú primero —dije.
—¿Estás chapada a la antigua, eh? —dijo, arqueando las cejas.
—En absoluto. Pero no doy el primer paso. ¿Entendido?
Se inclinó y me besó largamente.
—Estupendo —dijo, y añadió—: Ha sido divertido.
—Sí.
Un silencio incómodo. Recogí mis cosas.
—Nos veremos, supongo —dije.
—Sí—dijo con una sonrisa—. Ya nos veremos.
En cuanto llegué a mi piso vacío y silencioso, me aborrecí por hacerme la dura. «No, tú primero». Qué idiotez. Porque yo sabía que los hombres como Tony Hobbs no se cruzaban en mi camino todos los días.
En cualquier caso, lo mejor que podía hacer era olvidarme del asunto. Así que pasé cerca de una hora en remojo en la bañera, luego me metí en la cama y dormí casi diez horas, porque las dos noches anteriores no había pegado ojo. Me levanté poco después de las siete. Preparé el desayuno. Encendí el portátil. Redacté mi «Carta desde El Cairo» semanal, en la que conté mi asombroso vuelo en un helicóptero de la Cruz Roja bajo el fuego de la milicia somalí. Cuando el teléfono sonó hacia mediodía, me abalancé sobre él.
—Hola —dijo Tony—. Este es el primer paso.
Llegó diez minutos después para llevarme a almorzar. No llegamos al restaurante. No diré que lo arrastré a la cama, porque vino de muy buena gana. Baste decir que en cuanto abrí la puerta, me abalancé sobre él. Y él encima de mí.
Mucho más tarde, en la cama, me miró y dijo:
—Y ahora ¿quién va a dar el segundo paso?
Sería propio de un estereotipo romántico decir que desde aquel momento fuimos inseparables. De todos modos, considero aquella tarde como el inicio oficial de nuestra relación, es decir, el momento en que empezamos a ser el uno parte esencial de la vida del otro. Lo que más me sorprendió fue que se trató de la transición más fácil que se pueda imaginar. La llegada de Tony Hobbs a mi existencia no estuvo marcada por las habituales dudas, preguntas, preocupaciones, por no hablar de los excesos románticos públicos del flechazo. El hecho de que los dos fuéramos autosuficientes, de que estuviéramos tan acostumbrados a valernos de nuestros propios recursos, supuso que sintonizáramos con la vena independiente del otro. También nos divertían las peculiaridades nacionales de cada uno. A menudo él se mofaba amablemente de una cierta literalidad innata en mí, de mi necesidad de hacer preguntas sin parar y de analizar demasiado las situaciones. Y yo me burlaba de su incesante necesidad de encontrar el lado frívolo a todas las situaciones. También resultó ser tremendamente audaz en la práctica del periodismo. Lo comprobé en persona un mes después de empezar a salir, cuando recibimos una llamada una noche diciendo que un autobús de turistas alemanes había sido ametrallado por unos fundamentalistas islámicos mientras visitaban las pirámides de Gizeh. Nos subimos a mi coche inmediatamente y nos dirigimos a la Esfinge. Cuando llegamos a la masacre de Gizeh, Tony logró abrirse paso entre varios soldados egipcios y llegar hasta el autobús manchado de sangre, a pesar de que se temía que los terroristas hubieran dejado granadas dentro antes de desaparecer. La tarde siguiente, en la conferencia de prensa que siguió al ataque, el ministro de Turismo de Egipto intentó culpar a terroristas extranjeros de la masacre... y Tony lo interrumpió, sosteniendo en la mano una declaración,