Una relación especial. Douglas Kennedy
vez? —me dijo mi hermana Sandy poco después de que murieran en un accidente de coche—. Y tampoco eran de concurso en el aspecto táctil. Pero eso no importaba, ¿verdad?
—No —dije—. En absoluto.
Después de aquello Sandy se desmoronó y lloró tanto que su dolor parecía un plañido. Mis demostraciones de dolor en público fueron escasas tras la muerte de mis padres. Quizá porque estaba demasiado atontada por la impresión para llorar. Era el año 1988. Tenía veintiún años. Había terminado mi último año en el Mount Holyoke College, e iba a empezar a trabajar en el Boston Post al cabo de unas semanas. Acababa de alquilar un piso con dos amigas en la zona de Back Bay de la ciudad. Me había comprado mi primer coche (un Volkswagen escarabajo desvencijado, por mil dólares) y acababa de saber que me licenciaría magna cum laude. Mis padres no podían estar más complacidos. Cuando vinieron a la universidad para verme recibir el título aquel fin de semana, estaban tan insólitamente animados que hasta se quedaron a una gran fiesta que se celebró en el campus. Yo quería que se quedaran a pasar la noche, pero tenían que volver a Worcester aquella noche para asistir a un acto religioso en la iglesia al día siguiente (como muchos liberales de Nueva Inglaterra, eran unitaristas practicantes). Antes de subir al coche, mi padre me abrazó con desacostumbrada efusión y me dijo que me quería.
Dos horas después, cuando volvían a casa, mi padre se adormeció al volante en la autopista. El coche se desvió, chocó contra la baranda de la mediana y luego con un automóvil que venía en dirección contraria: un Ford Station Wagon en el que viajaba una familia de cinco personas. Dos de los pasajeros, una madre joven y un bebé, murieron. Como mis padres.
Los días que siguieron a su muerte, Sandy esperaba que yo me desmoronara, como le pasaba a ella constantemente. Sé que le angustiaba y le preocupaba que no me abandonara a un llanto liberador (aunque para cualquiera de los que me vieron en aquella época era evidente que yo sufría un trauma grave). De todos modos, Sandy siempre ha sido la montaña rusa emocional de la familia. Del mismo modo que ha sido siempre el único punto geográfico fijo de mi vida, alguien que me cuida, como yo la he cuidado a ella. Pero no podríamos ser más diferentes. Continuamente yo afirmaba mi independencia y Sandy era más bien casera. Siguió la carrera de mis padres y se hizo maestra, se casó con un profesor de física, se fue a vivir a las afueras de Boston y a los treinta ya tenía tres hijos. Durante ese tiempo engordó hasta llegar a pesar cerca de ochenta kilos (lo cual no favorecía a una mujer que solo medía metro sesenta) y parecía tener una debilidad por la comida: comía sin parar. No le insistía mucho, aunque alguna vez le insinuaba que debería pensar en la posibilidad de poner un candado en la nevera. Reñir a Sandy no era mi estilo, sobre todo porque era muy vulnerable a las críticas y también la mujer más buena del mundo.
También ha sido siempre la única persona a la que he confiado lo que me pasaba, a excepción del período inmediatamente posterior a la muerte de mis padres, cuando me encerré en mí misma y me volví inaccesible. El trabajo del Post me ayudó mucho. Aunque el jefe de mi sección no pretendía que empezara a trabajar inmediatamente, yo insistí en incorporarme al periódico apenas diez días después de enterrar a mis padres. Me sumergí en el trabajo. Doce horas al día era mi especialidad. Además me ofrecía voluntaria para encargos extraordinarios, y trabajaba en todos los reportajes que podía, con el resultado de que enseguida me gané la fama de ser una adicta al trabajo y una empleada de confianza.
Unos cuatro meses después de empezar a trabajar, volvía a casa una noche por Boylston Street cuando pasó junto a mí una pareja de la edad de mis padres, los dos cogidos de la mano. No era una pareja especial. No se parecían a mis padres. Eran solo un hombre y una mujer vulgares y corrientes de cincuenta y tantos años, cogidos de la mano. Puede que fuera eso lo que me fulminó: el que, a diferencia de muchas parejas a esas alturas del matrimonio, parecieran contentos de estar juntos, como mis padres, que siempre parecían contentos de estar uno al lado del otro. No sé por qué razón, inmediatamente después me encontré apoyada en una farola, llorando con desconsuelo. No podía parar, no podía esquivar la ola brutal de aflicción que me había invadido. Estuve mucho rato sin moverme, agarrada a la farola para no caerme, con una pena repentinamente tan profunda que era inconmensurable. Apareció un policía. Me puso una mano grande en el hombro y me preguntó si necesitaba ayuda.
Tenía ganas de gritar: «Quiero a mi padre y a mi madre». Quería volver a ser la niña de seis años que todas llevamos dentro, la que busca el refugio de los padres en los momentos más aterradores de la vida. Pero logré explicarle que acababa de perder a un pariente y solo necesitaba un taxi para volver a casa. El policía paró uno (lo que no es fácil en Boston, pero, como digo, era un policía). Me ayudó a subir y me dijo (a su manera brusca y entrecortada, pero amable) que «llorar era el único remedio para la pena». Le di las gracias, y me dominé durante el trayecto hasta casa. Pero cuando entré en el piso, caí en la cama y me abandoné otra vez a la oleada de aflicción. No sé cuánto rato estuve llorando, solo sé que de pronto eran las dos de la madrugada y yo estaba acurrucada en la cama en posición fetal, completamente agotada, y enormemente agradecida porque mis dos compañeras de piso hubieran salido aquella noche. No quería que nadie me viera en aquel estado.
Cuando me desperté a la mañana siguiente, tenía la cara hinchada, los ojos enrojecidos, y todos los músculos del cuerpo doloridos. Pero no volví a llorar. Sabía que no me podía permitir otro descenso a ese infierno emocional. Así que me puse una máscara de severa decisión y me fui a trabajar, que es lo único que se puede hacer en esas circunstancias. Todas las muertes accidentales son al mismo tiempo absurdas y trágicas. Como le dije a Tony la única vez que le conté esa historia, cuando pierdes a las personas más importantes de tu vida, tus padres, en las circunstancias más azarosas posibles, te das cuenta de golpe de que todo es frágil, de que la denominada «seguridad» no es más que un barniz que puede quebrarse sin previo aviso.
—¿Fue entonces cuando decidiste que querías ser corresponsal de guerra? —me preguntó, acariciándome la cara.
—Me has pillado.
En realidad, tardé seis años largos en pasar de la sección local a la de reportajes especiales y una breve temporada en la página del editorial. Pero finalmente recibí mi primer destino temporal en Washington. Si Richard hubiera encontrado la forma de trasladarse a Tokio, me habría casado con él sin pensármelo dos veces.
—Pero Tokio te interesaba un poco más —dijo Tony.
—Eh, de haberme casado con Richard viviría en algún barrio estupendo, como Wellesley. Seguramente tendría dos hijos, y un Jeep Cherokee, y escribiría artículos sobre decoración para el Post... y no sería una mala vida. Pero no habría vivido en unos cuantos sitios disparatados del mundo, ni me habrían ocurrido una cuarta parte de las aventuras que me han sucedido y, por supuesto, no me habrían pagado por tenerlas.
—Y no me habrías conocido —dijo Tony.
—Eso mismo —dije, besándolo—. No me habría enamorado de ti.
Silencio. Me quedé incluso más desconcertada yo que él con esta última observación.
—No sé cómo se me ha escapado —observé.
Se inclinó y me besó apasionadamente.
—Me alegro de que se te escapara —dijo—. Porque yo siento lo mismo.
Estaba asombrada de estar enamorada... y de que ese amor fuera correspondido por alguien que parecía exactamente la clase de hombre con la que en secreto había esperado tropezar, aunque en realidad no creyera que existiera (los periodistas, en general, me parecían poco de fiar).
Una cierta cautela innata todavía me hacía avanzar con prudencia. Tampoco quería pensar si llegaríamos a la semana o al mes siguiente. También la presentía en Tony. No pude sonsacarle mucho acerca de sus amores pasados, aunque sí mencionó que había estado a punto de casarse en una ocasión («pero todo se torció... y puede que fuera mejor así»). Insistía para que me contara más detalles (al fin y al cabo, yo le había hablado de Richard), pero él siempre esquivaba el tema. Lo dejé pasar, pensando que algún día me contaría voluntariamente toda la historia. O tal vez yo no quería