Una relación especial. Douglas Kennedy
de campo, ya era hora de que pasara una temporada en casa. Por supuesto que puedo negarme, pero no creo que me salga con la mía esta vez. De todos modos ser jefe de redacción de Internacional no es precisamente una degradación...
Silencio.
—¿Entonces lo aceptarás? —pregunté.
—Creo que debería aceptarlo. Pero... vaya... eso no significa que tenga que volver a Londres solo.
Otra pausa mientras yo reflexionaba sobre el comentario. Finalmente dije:
—Yo también tengo novedades. Y tengo que hacerte una confesión.
Me miró con prevención.
—¿Y qué confesión es esa?
—No estoy tomando antibióticos. Porque no tengo la garganta irritada. Pero tampoco puedo beber... porque estoy embarazada.
3
Tony se lo tomó bien. No se estremeció ni se puso blanco. Se quedó un momento en silencio, sorprendido, al que siguió un momento de reflexión. Pero luego me cogió la mano, me la apretó y dijo:
—Es una buena noticia.
—¿Lo crees de verdad?
—Totalmente. Pero ¿estás segura?
—Dos pruebas de embarazo, segura —respondí.
—¿Quieres tenerlo?
—Tengo treinta y siete años, Tony. Lo que significa que he entrado en el reino del ahora o nunca. Pero que yo quiera tenerlo no significa que tú también tengas que participar. A mí me gustaría, por supuesto. Pero...
—Quiero participar —dijo, encogiéndose de hombros.
—¿Estás seguro?
—Del todo. Y quiero que vengas a Londres conmigo.
Me tocó el turno de ponerme blanca.
—¿Te encuentras bien? —preguntó.
—Sorprendida.
—¿Por...?
—El curso que está tomando la conversación.
—¿Estás preocupada?
Aquello era decirlo muy suavemente. Aunque había logrado mantener a raya mi ansiedad durante los días en Londres (por no hablar de la semana anterior, cuando llegó el primer resultado positivo de la prueba que me hizo mi médico en El Cairo), esta seguía siendo omnipresente. Y con razón. Una parte de mí estaba muy contenta de estar embarazada, pero había otra porción igual de sustancial de mi persona que estaba aterrorizada ante la perspectiva. Puede que tuviera que ver con el hecho de que nunca había esperado realmente quedarme embarazada. Aunque de vez en cuando sentía las habituales urgencias hormonales, eran inevitablemente reprimidas por el hecho de que mi vida felizmente independiente no podía asumir el colosal compromiso de la maternidad.
Así que el descubrimiento de que estaba embarazada me dejó completamente desconcertada. Pero las personas siempre tienen la capacidad de sorprenderte. Tony sin duda lo hizo. Durante el resto del vuelo a El Cairo, me informó de que creía que mi embarazo era algo bueno; dijo que, junto con su traslado a Londres, era como si el destino hubiera intervenido para impulsarnos a tomar decisiones importantes. Aquello había pasado en el momento justo. Porque estábamos hechos el uno para el otro. Aunque tendríamos que adaptarnos a vivir juntos y a hacer trabajos de despacho los dos (estaba convencido de que yo podría encontrar un puesto en la oficina del Post en Londres), ¿no había llegado la hora de rendirse a la evidencia y sentar la cabeza?
—¿Estás hablando de matrimonio? —pregunté cuando acabó su pequeña arenga.
No me miró a los ojos, pero dijo:
—En realidad, sí; supongo que sí.
De repente sentía la necesidad de tomarme un vodka muy largo y lamenté mucho no poder hacerlo.
—Tendré que pensar en todo esto.
Hay que decir, en honor a Tony, que no insistió en el tema. Y tampoco me presionó de ninguna manera durante la semana siguiente. De todos modos, Tony nunca hacía esas cosas. De manera que, durante los primeros días posteriores a nuestro regreso de Londres, nos dimos tiempo para reflexionar. Corrijo: me dio tiempo para reflexionar. Sí, hablamos por teléfono dos veces al día, y hasta nos divertimos un día que almorzamos juntos, pero no mencionó en ningún momento la gran pregunta pendiente entre nosotros, hasta que, al final, yo pregunté:
—¿Has comunicado tu decisión al Chronicle?
—No, todavía estoy esperando una puesta al día de alguien.
Me sonrió tímidamente al decirlo. Aunque lo presionaban para que tomara una decisión, seguía negándose a meterme prisas. Y yo no podía evitar comparar su suave enfoque de la situación con el de Richard Pettiford. Cuando él intentaba forzar que aceptara casarme, se pasó de la raya varias veces, y llegó a tratarme (al auténtico estilo de un abogado) como un jurado reacio al que tenía que convencer de su punto de vista. Con Tony ni siquiera tuve que responder a su comentario sobre «esperar una puesta al día de alguien». Él era consciente de que me estaba pidiendo que tomara una gran decisión, por lo tanto, a modo de respuesta le pregunté:
—¿No te marcharás hasta dentro de tres meses, verdad?
—Sí, pero el editor necesita saber mi decisión a finales de esta semana.
Y lo dejó allí.
Además de reflexionar mucho, también hice algunas llamadas clave, la primera de ellas a Thomas Richardson, el editor jefe del Post, y una persona con quien siempre había mantenido una relación cordial, si bien distante. Como el yanqui de la vieja escuela que era, también apreciaba que se le hablara sin rodeos. Así que, cuando me devolvió la llamada, fui directa con él, y le expliqué que iba a casarme con un periodista del Chronicle y pensaba trasladarme a vivir a Inglaterra. También le dije que el Post era mi casa y que me gustaría seguir trabajando en el periódico, pero el hecho de que estuviera embarazada significaba que necesitaría una baja de maternidad de cuatro meses dentro de siete.
—¿Estás embarazada? —preguntó, como si le sorprendiera sinceramente.
—Eso parece.
—Es una gran noticia, Sally. Entiendo perfectamente que quieras tener al niño en Londres.
—El caso es que no nos mudaremos hasta dentro de tres meses.
—Seguro que podremos encontrarte algo en la oficina de Londres. Uno de nuestros corresponsales hace tiempo que habla de volver a Boston, así que no podías ser más oportuna.
Una parte de mí estaba alarmada porque mi jefe me facilitara tanto el traslado profesional a Londres, pues ya no tenía ninguna razón para no seguir a Tony. Cuando le comuniqué que mi traslado a la oficina del Post de Londres era segura, también le dije que estaba aterrorizada por aquel enorme cambio de circunstancias. De nuevo su respuesta (aunque previsiblemente frívola) fue reconfortante: me dijo que no era como si fuera a meterme a monja. Tampoco nos mudábamos a Ulán Bator. Y tendría trabajo. Y si descubríamos que no podíamos soportar el trabajo de oficina... En fin, ¿quién decía que estábamos encadenados a Londres para el resto de nuestras vidas?
—Vaya, que no somos la clase de personas que se convierten en carceleros mutuos, ¿no? —dijo.
—De ninguna manera —contesté.
—Me alegro de saberlo —repuso, riendo—. Así pues, no creo que sea el fin del mundo si nos casamos un día de estos, ¿no?
—¿Desde cuándo te has vuelto tan romántico? —pregunté.
—Desde que tuve una conversación hace unos días con uno de nuestros hombres en el consulado.
Lo que le dijo «el hombre del consulado» a Tony era que los trámites para