Una relación especial. Douglas Kennedy
con que mi vida estaba dando un giro. El destino es así. Viajas mucho, creyendo que la trayectoria de tu vida seguirá un curso determinado (especialmente cuando te estás acercando a la mediana edad). Y entonces, conoces a alguien, dejas que la relación avance, te encuentras andando de puntillas por ese peligroso terreno denominado «amor». Antes de que te enteres, estás hablando por teléfono con el único superviviente de tu familia, contándole no solo que estás embarazada sino que estás a punto de...
—¿Casarte? —exclamó Sandy, genuinamente sorprendida.
—Es lo más práctico —dije.
—¿Quieres decir como quedarte embarazada por primera vez a los treinta y siete?
—Créeme, eso fue un accidente.
—Te creo. Porque eres la última persona que pensaría que se quedaría embarazada adrede. ¿Cómo se lo ha tomado Tony?
—Muy bien. La verdad es que mejor que yo. Ha llegado a pronunciar la temible expresión «sentar la cabeza» y además en un tono positivo.
—Puede que entienda algo que tú todavía no captas...
—¿Te refieres a lo de que todos tenemos que sentar la cabeza algún día? —dije, intentando no sonar demasiado sarcástica.
Aunque Sandy siempre había apoyado mi carrera peripatética, a menudo me advertía de que me estaba labrando una vejez solitaria, y si seguía evitando la maternidad, al final acabaría arrepintiéndome. Había algo en mi vida sin ataduras que la inquietaba. No me malinterpreten, no era envidia. Pero en parte la razón de que estuviera tan encantada con la noticia era que, cuando yo también fuera madre, las dos ocuparíamos el mismo terreno. Y yo finalmente tocaría con los pies en el suelo.
—Oye, que yo no te he dicho que te quedaras embarazada —dijo Sandy.
—No, solo te has pasado los últimos diez años preguntándome cuándo me decidiría.
—Y ha pasado. Y yo estoy encantada. Me muero de ganas de conocer a Tony.
—Ven a El Cairo para la boda la semana que viene.
—¿La semana que viene? —dijo, asombrada—. ¿Por qué tan deprisa?
Le expliqué lo de evitar los permisos de trabajo y residencia cuando nos mudáramos a Londres al cabo de tres meses.
—Dios mío, qué locura.
—Dímelo a mí.
Sabía que Sandy no podría venir para la boda. No solo no tenía dinero ni tiempo, sino que, para ella, cualquier lugar fuera de las fronteras de Estados Unidos era Marte. Así que, aunque hubiera tenido posibilidades de venir a Egipto, estoy segura de que habría encontrado una excusa para ahorrarse el viaje. Como me había confesado varias veces: «Yo no soy como tú, no me interesa lo que pueda haber fuera». Esa era una de las muchas cosas que me gustaban de mi hermana, no se engañaba sobre sí misma. «Soy limitada», me dijo una vez; un comentario que me pareció innecesariamente autoflagelante, teniendo en cuenta que era una mujer muy lista y muy culta que había logrado salir adelante después de que su marido la abandonara hacía tres años.
Al cabo de un mes de la sísmica partida de su marido, Sandy había encontrado un empleo de profesora de historia en una pequeña escuela privada de Medford, y no sé cómo se las arreglaba para pagar la hipoteca y alimentar a los niños. Lo cual (como ya le había dicho varias veces) demostraba mucho más valor que moverse por una serie de lugares en conflicto de Oriente Medio. Pero ahora yo lo aprendería todo de la vida en el frente doméstico, e incluso a través de aquella defectuosa conexión egipcia, Sandy percibió enseguida mi miedo.
—Todo va a salir bien —dijo—. Mejor que bien. Estupendo. Oye, que no es como si tuvieras que dejar el trabajo, o te mandaran a Lawrence (que debe de ser la ciudad más fea de Massachussets). ¡Te vas a Londres! Después de todas las zonas en guerra que has cubierto, la maternidad no será muy diferente.
Me reí. Y también me pregunté: «¿Tendrá razón?».
Sin embargo, las semanas siguientes no me dejaron mucho tiempo para perderme en reflexiones sobre los cambios que se avecinaban. Sobre todo porque Oriente Medio estaba inmerso en sus habituales catástrofes. Hubo una crisis de gobierno en Israel, un intento de asesinato de un ministro del gobierno egipcio, y un ferry que volcó en el Nilo, al norte de Sudán, provocando la muerte de los ciento cincuenta pasajeros que iban a bordo. El hecho de que estuviera sufriendo espantosos mareos matinales mientras cubría aquellas noticias solo parecía acentuar la banalidad de mi estado en comparación con aquellas calamidades humanas. Como todos los libros sobre bebés que había encargado en Amazon, y que yo devoraba con el entusiasmo obsesivo de alguien a quien acaban de decirle que está a punto de embarcarse en un viaje complicado y estuviera buscando la guía correcta para saber cómo llevarlo a cabo. Así que volvía a casa después de escribir sobre un brote local de cólera en el delta del Nilo y me ponía a leer sobre cólicos, tomas nocturnas y gorritos de bebé, y otras palabras nuevas del léxico especializado en atención infantil.
—¿Sabes lo que echaré de menos de Oriente Medio? —le dije a Tony la noche antes de la boda—. Que sea tan increíblemente extremo, tan completamente desquiciado.
—¿Mientras que Londres no será más que una aburrida rutina?
—Yo no he dicho eso.
—Pero te preocupa.
—Un poquito, sí. ¿A ti no?
—Será un cambio.
—Sobre todo porque esta vez llevarás equipaje.
—¿No te estarás refiriendo a ti, por casualidad? —preguntó.
—Qué va.
—Pues me alegro de llevar equipaje.
Lo besé.
—Y yo me alegro de que tú te alegres...
—Tendremos que adaptarnos, pero todo irá bien. Y, créeme, Londres puede ser una locura.
Recordé aquel comentario seis semanas después, cuando volábamos hacia Heathrow. Por cortesía del Chronicle, repatriaban al nuevo jefe de redacción de la sección de Internacional y su nueva esposa en clase club. Por cortesía del Chronicle, nos permitían alojarnos seis semanas en un piso de la empresa, cerca de la oficina del periódico en Wapping, mientras buscábamos casa. Por cortesía del Chronicle, todas nuestras pertenencias habían sido enviadas la semana anterior desde El Cairo y estarían almacenadas hasta que encontráramos un alojamiento permanente. Y por cortesía del Chronicle, un gran Mercedes negro nos recogió en el aeropuerto y empezó a deslizarse entre el denso tráfico vespertino hacia el centro de Londres.
Mientras el coche avanzaba lentamente por la autovía, cogí la mano de Tony, notando, como siempre, las brillantes alianzas de platino que adornaban nuestras respectivas manos izquierdas, al tiempo que recordaba la hilarante ceremonia civil en la que nos unimos en la oficina del Registro Civil de El Cairo, una verdadera casa de locos, sin techo, y el funcionario que nos casó, que era una versión egipcia de Groucho Marx. Allí estábamos, apenas unos meses después de aquellas frenéticas veinticuatro horas en Somalia, en la M4 hacia... Wapping.
En cierto modo, Wapping fue una sorpresa. El coche había salido de la autovía y se dirigía hacia el sur a través de zonas residenciales de casas de ladrillo rojo. Aquel paisaje dio paso a una mezcolanza de estilos arquitectónicos: victoriano, seguido de eduardiano, a continuación alojamientos públicos Varsovia y tras ellos brutalismo mercantil de cemento. Era una tarde de principios de invierno. Había poca luz, pero, a pesar de la escasez de iluminación natural, mi primera impresión de Londres como mujer casada fue que era un gran ejercicio de desorientación escénica; un paisaje urbano de menú chino, en el que había poca coherencia visual, y donde la abundancia y la privación eran vecinos. Evidentemente ya había notado este aspecto caótico de la ciudad en mi visita anterior con Tony. Pero, como todos los turistas, había tendido a concentrarme en lo que era bonito, y como buena turista, no puse los pies en los