Una relación especial. Douglas Kennedy

Una relación especial - Douglas  Kennedy


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de ajo y un crucifijo a mano debajo de la cama.

      —Sensata práctica conyugal. Pero en fin, no parece que os vaya tan mal para llevar solo dos meses de matrimonio; normalmente es la época en que piensas que has cometido el mayor error de tu vida.

      No es lo que yo pensaba en absoluto. Solo deseaba que Tony fuera más expresivo sobre lo que realmente sentía.

      De todos modos no tuve ni tiempo para analizar lo que sentía respecto a nuestra nueva vida juntos. Porque dos días después de la cena con Margaret, aceptaron nuestra oferta de compra. Después de pagar el depósito, fui yo la que organicé la tasación de la casa, arreglé el pago de la hipoteca, y encontré a un constructor para el estudio y todo el trabajo de decoración, elegí las reías y los colores, y cumplí condena en IKEA, Habitat y Heals, además de discutir con los fontaneros y los pintores. En medio de todos aquellos proyectos de construcción del nido, sobrellevaba un embarazo en expansión, que, una vez superados los mareos matinales, estaba siendo menos incómodo de lo que había creído.

      En aquello Margaret también fue una gran ayuda al responder a mis constantes preguntas sobre el embarazo. También me aconsejó sobre la forma de encontrar una niñera una vez se acabara mi baja de maternidad y volviera a trabajar. Y también me describió cómo funcionaba la sanidad pública, y cómo debía inscribirme en la consulta de mi médico en Putney. Resultó ser una consulta colectiva, donde la recepcionista me hizo rellenar un montón de formularios y luego me informó de que me habían asignado a una tal doctora Sheila McCoy.

      —¿O sea que no puedo elegir a mi médico? —pregunté a la recepcionista.

      —Por supuesto que sí. Cualquier doctor de la consulta. Si no quiere a la doctora McCoy...

      —Yo no he dicho eso. Simplemente no sé si es la doctora adecuada para mí.

      —¿Y cómo va a saberlo si no se visita con ella? —preguntó.

      No podía discutir la lógica del argumento. Al final, me gustó la doctora McCoy. Era una irlandesa de cuarenta y tantos años, simpática y eficiente. Me visitó pocos días después, me hizo muchas y procedentes preguntas y me informó de que se me «asignaría» un tocólogo... y que si no me importaba cruzar el río hasta Fulham, me pondría al cargo de un tal Hughes.

      —Muy experimentado, muy respetado, tiene consulta en Harley Street, y trabaja para la sanidad pública en el Mattingly. Creo que le gustará, porque es uno de los hospitales más nuevos de Londres.

      Cuando le mencioné este último comentario a Margaret, se echó a reír.

      —Es su forma de decirte que no quiere frustrar tu necesidad de cosas relucientes y nuevas mandándote a uno de los siniestros hospitales victorianos de la ciudad.

      —¿Por qué cree que necesito cosas nuevas y relucientes?

      —Porque eres yanqui. Y se supone que nos gusta todo lo nuevo y reluciente. O al menos es lo que creen todos en este país. Y qué quieres que te diga, si se trata de hospitales, a mí me gustan nuevos y relucientes.

      —No me entusiasma la idea de que me «asignen» un tocólogo. ¿Crees que este tal Hughes será un médico de segunda fila?

      —Tu doctora te ha dicho que tenía consulta en Harley Street...

      —Es como si fuera un lord de los barrios bajos o algo así.

      —Dímelo a mí. Mira, la primera vez que oí que llamaban clínica a la consulta de mi médico de aquí...

      —¿Tú crees que allí operan?

      —¿Qué puedo decir? Solo soy una estadounidense nueva y reluciente. Pero escucha, Harley Street es donde están los grandes especialistas de la ciudad. Y todos ellos trabajan también para la sanidad pública, o sea que probablemente te ha tocado un tocoginecólogo de primera fila. De todos modos, vale más que tengas el bebé en la sanidad pública. Los médicos son los mismos, y la atención es probablemente mejor, sobre todo si algo sale mal. Eso sí, no toques la comida.

      Desde luego el señor Desmond Hughes no tenía nada de nuevo o reluciente. Cuando lo conocí una semana después en la consulta del Mattingly Hospital, me impactó inmediatamente su delgadez, su nariz ganchuda, sus modales bruscos y prácticos y el hecho de que, como a todos los especialistas ingleses, nadie le llamara doctor (me enteré más tarde de que en ese país a los cirujanos se les solía llamar «señor», porque en épocas profesionalmente menos avanzadas no se los consideraba propiamente médicos, sino carniceros de lujo). Hughes también era un perfecto ejemplo de la excelencia de la sastrería británica, vestía un traje de rayas exquisitamente cortado, una camisa de color azul claro con unos gemelos franceses impresionantes y una corbata de topos negros. La primera visita fue un poco fugaz. Pidió un escáner, un análisis de sangre, me palpó el vientre y me dijo que todo parecía «seguir su curso».

      Me sorprendió un poco que no me hiciera preguntas concretas sobre mi estado físico (aparte de un genérico: «¿Todo va bien?»). Por eso cuando llegamos al final de tan breve visita, saqué el tema. Educadamente, claro.

      —¿No le interesan mis mareos matinales? —pregunté.

      —¿Sufre mareos?

      —Ya no.

      Me miró inquisitivamente.

      —Entonces los mareos matinales ya no son un problema.

      —Pero ¿debería preocuparme sentir náuseas de vez en cuando?

      —¿«De vez en cuando» significa...?

      —Dos o tres veces a la semana.

      —¿Llega a sentir mareos?

      —No... solo náuseas.

      —Bien, entonces, interpreto que periódicamente siente náuseas.

      —¿Nada más que eso?

      Me dio una palmadita en la mano.

      —No es nada terrible. Ahora mismo su cuerpo está experimentando un gran cambio. ¿Hay algo más que la moleste?

      Negué con la cabeza, sintiendo como si me riñeran, ligeramente pero con firmeza.

      —Muy bien, entonces —dijo, cerrando mi ficha y poniéndose de pie— nos veremos dentro de unas semanas. Ah, está trabajando, ¿verdad?

      —Sí. Soy periodista.

      —Está bien. Pero la veo un poco paliducha, así que no se exceda.

      Cuando por la noche le conté la conversación a Tony, se echó a reír.

      —Acabas de descubrir dos verdades generales sobre los especialistas de Harley Street: no soportan las preguntas y siempre te tratan con condescendencia.

      De todos modos, Hughes había acertado en algo: estaba cansada. No se debía solo al embarazo, sino a las múltiples obligaciones vinculadas a tener que encontrar casa, el contrato de las obras y el esfuerzo de adaptarme a Londres al mismo tiempo. Las primeras cuatro semanas se evaporaron en una niebla de preocupaciones. Así se acabó mi primer mes en Londres... y tuve que ponerme a trabajar.

      La oficina del Boston Post no era nada más que una sala en el edificio de Reuters de Fleet Street. Mi colega corresponsal era un tipo de veintiséis años llamado Andrew Dejarnette Hamilton. Firmaba los artículos como A. D. Hamilton, y era la clase de guaperas envejecido que de algún modo lograba desviar todas las conversaciones hacia el hecho de que había estudiado en Harvard, y también dejaba claro que consideraba nuestro periódico como un simple preámbulo antes de su ascenso triunfante en el New York Times o el Washington Post. Aún peor, era uno de esos decididos anglófilos cuyas vocales se habían vuelto demasiado lánguidas y había empezado a vestirse con camisas de color rosa de la Jermyn Street. El clásico esnob de la Costa Este que emitía ruiditos desdeñosos cuando salía a colación mi ciudad natal de Worcester, como aquel imbécil fofo de Wilson había hecho con el lugar de nacimiento pequeñoburgués de Tony. Puesto que A. D. Hamilton y yo estábamos destinados a compartir una


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