Una relación especial. Douglas Kennedy
pasar mucho tiempo fuera de la oficina todos los días, y empezar la larga y laboriosa tarea de hacer contactos en Westminster, al tiempo que intentaba descifrar la bizantina estructura social británica. También estaba el pequeño problema del lenguaje, y la forma como una mala elección de las palabras podía conducir a confusiones. Porque, tal como le gustaba recalcar a Tony, en el Reino Unido todas las conversaciones o interacciones sociales estaban empañadas por la complejidad de la diferencia de clases. Incluso escribí un artículo corto y moderadamente humorístico para el periódico, titulado «Cuando una servilleta no es de ninguna manera una toalla», en el que explicaba el peso del lenguaje en aquella isla. A. D. Hamilton se puso hecho una furia cuando leyó el artículo y me acusó de usurpar su territorio.
—Yo me encargo de cultura en la oficina —dijo.
—Es verdad, pero como mi artículo trataba de los manees de clase, era un tema político. Y yo soy la encargada de política en esta oficina...
—En el futuro deberías consultarme antes de escribir algo así.
—No eres el jefe de la oficina, chico.
—Pero soy el corresponsal más antiguo.
—Por favor. Tengo más antigüedad en el periódico que tú.
—Y hace dos años que yo estoy en esta oficina, lo que significa que tengo un rango más elevado en Londres.
—Lo siento, pero no contesto a niños.
Después de aquella disputa, A. D. Hamilton y yo hicimos lo que pudimos para evitarnos. No fue tan difícil como me había imaginado, porque Tony y yo tuvimos que dejar el piso de la empresa en Wapping y mudarnos a Sefton Street. Decidí escribir casi todos mis artículos en casa, utilizando como excusa para trabajar en Putney mi avanzado embarazo. No es que chez nous fuera un lugar ideal para escribir, pues el interior de la casa estaba en obras. Habían arrancado la moqueta y el suelo estaba parcialmente pulido, pero todavía había que sellar la madera y teñirla. Estaban enyesando la sala. Los armarios y aparatos nuevos de la cocina estaban instalados, pero el suelo aún era de frío cemento. La sala era una catástrofe. Al igual que el desván, cuya reforma se había aplazado porque el constructor había tenido que volver a Belfast para atender a su madre moribunda. Al menos para los decoradores la habitación del bebé había sido una prioridad y la habían terminado durante la segunda semana de nuestra estancia. Y, gracias a Margaret y a Sandy, sabía qué cuna y qué cochecito debía comprar, por no hablar del resto de parafernalia infantil. Así que la cuna de pino claro (o «camita» como la llamaban allí) pegaba bien con el papel pintado rosa con estrellitas y había un cambiador y un parque en su sitio, a punto para ser utilizados. No había recibido la misma atención la habitación de invitados, que estaba llena hasta los topes de cajas. Lo mismo sucedía en nuestro baño, al que le faltaban cosas básicas, como baldosas en la pared y el suelo. Y aunque nuestro dormitorio estaba pintado, todavía estábamos esperando a que montaran el armario, con lo cual la habitación estaba llena de barras con ropa colgada.
En resumen, la casa era un clásico ejemplo de los retrasos de los constructores y el caos doméstico general, y era posiblemente una de las razones por las que no veía mucho a Tony aquellos días. La verdad es que estaba muy ocupado y no parecía lograr terminar nunca sus páginas hasta las ocho de la tarde. En aquella etapa primeriza de su nuevo empleo, también tenía que quedarse hasta tarde de cháchara con sus empleados, o hablando por teléfono con los corresponsales de todo el planeta. De todos modos, aunque yo aceptara su preocupación por el trabajo, seguía inquietándome que esquivara todas las responsabilidades relacionadas con los constructores y decoradores.
—Es que los estadounidenses sois mucho mejores para amenazar a la gente —decía.
Ese comentario no me pareció especialmente divertido, pero decidí no tenerlo en cuenta, y solo dije:
—Deberíamos salir con alguno de tus amigos.
—¿No estarás proponiendo que los invitemos aquí? —exclamó Tony, mirando el revoltijo a medio terminar de la cocina.
—Cariño, ya sé que soy tonta, pero no estúpida.
—No he dicho que lo fueras —dijo alegremente.
—Por supuesto que no proponía que los trajéramos a esta zona catastrófica. Pero estaría bien ver a alguna de las personas que conocí cuando vinimos de El Cairo.
Tony se encogió de hombros.
—Perfecto, si te apetece.
—Tu entusiasmo es espectacular.
—Oye, si te apetece llamarlos, no te cortes, llama.
—Pero ¿no sería mejor que la invitación viniera de ti?
—¿La invitación a qué?
—A salir a hacer algo. Vivimos en esta increíble capital cultural. Con el mejor teatro del mundo. La mejor música clásica. Las mejores exposiciones. Y hemos estado tan ocupados con el trabajo y la maldita casa que no hemos tenido ocasión de ver nada.
—¿De verdad quieres ir al teatro? —preguntó, con tal entonación que casi parecía que hubiese propuesto que nos apuntáramos a una secta religiosa de pirados.
—Sí.
—No soy aficionado, francamente.
—¿Pero podría ser que Kate y Roger lo fueran? —pregunté, refiriéndome a la pareja que nos había invitado a cenar la primera vez que estuvimos juntos en Londres.
—Supongo que podríamos preguntárselo —dijo, con un trasfondo de exasperación en la voz; un toque que había empezado a aparecer regularmente cada vez que yo decía algo que... bueno, supongo, que lo exasperaba.
De todos modos llamé a Kate Medford al día siguiente. Me saltó su buzón de voz y le dejé un mensaje, diciendo que Tony y yo nos habíamos instalado en Londres, que me había hecho ferviente seguidora de su programa de Radio 4, y que nos encantaría verlos. Tardó cuatro días en devolverme la llamada. Pero cuando lo hizo, estuvo muy simpática, aunque apresurada.
—Qué alegría que hayas llamado —dijo; por la mala conexión deduje que me llamaba desde el móvil—. Ya me habían dicho que te habías mudado aquí con Tony.
—A lo mejor también has oído que vamos a tener un hijo dentro de tres meses.
—Sí, el tam-tam también nos ha llegado. Enhorabuena, me alegro por los dos.
—Gracias.
—Y supongo que algún día Tony se adaptará a la vida en Wapping.
Eso me dejó sin habla.
—¿Has hablado con Tony?
—Almorzamos juntos la semana pasada. ¿No te lo comentó?
—Es que no sé dónde tengo la cabeza últimamente —mentí—, con el trabajo, el embarazo y el lío de encontrar casa...
—Ah, sí, la casa. En Putney, me han dicho.
—Exacto.
—Tony Hobbs en Putney. Quién iba a decirlo.
—¿Cómo está Roger? —pregunté, cambiando de tema.
—Atareadísimo, como siempre. ¿Y tú? ¿Estás bien instalada?
—Casi. Pero oye, nuestra casa no está todavía para recibir ganado, o sea que imagínate amigos.
Se rio y yo seguí hablando.
—Pensaba que podríamos salir alguna noche, ir al teatro, quizá...
—¿Al teatro? —dijo, como si saboreara la palabra con la lengua—. No recuerdo la última vez que fuimos...
—Solo era una idea —dije, odiándome por el tono avergonzado que había adquirido mi voz.
—Y muy apetecible. Lo que pasa es que los dos estamos muy liados ahora mismo. Pero me encantaría veros. Tal vez podríamos ir a comer