La Tragedia De Los Trastulli. Guido Pagliarino
vestir el uniforme como él.
—Sin duda, brigada, conozco bien al general: mi marido y yo cooperamos con él en la lucha de Liberación.
—¿Usted era partisana, señora?
—Sí, el general preguntó a mi marido si tenía un puesto de dependiente para su hijo y, ante de la sorpresa de Aristide, que sabía que era contable, le contó cómo estaban lamentablemente las cosas: Umberto, tras suspender el examen de admisión de la Academia, había intentado exámenes internos en un banco, un instituto de derecho público, para el cual tenía que superar un concurso, y no había conseguido nada. Lo mismo en Correos. Luego, en la FIAT, su solicitud de admisión escrita no fue ni siquiera tomada en consideración: ni siquiera habían respondido. Así que…
—… Así que el general pensó en ustedes. ¿La dirección exacta de esa familia?
—Viven en la via del Carmine, en una buena casa casi delante de la iglesia, el piso es de su propiedad, muy grande, con techos de cuatro metros de altura, en la planta principal; yo no he estado nunca, pero lo sé por mi marido, a quien le invitan a menudo a cenar con el general y su esposa. De todos modos, tengo el número de la calle en la tienda: nuestro Umberto vive con sus padres.
—Ya la encontramos nosotros. ¿Tienen algún dato que sea útil para encontrarlo?
—No —respondieron al unísono los tres.
—Pues díganme qué estado de ánimo tenía el desaparecido hoy y en los últimos días.
Habló la señora Iride:
—Digamos… que no estaba muy bien.
—¿Concretamente?
—Estaba nervioso y se sentía débil: estamos preocupados.
—¿La causa de los nervios y de la astenia podrían haber sido preocupaciones laborales?
—Oh, no, la empresa va bien.
—¿También va todo bien en casa? —preguntó entonces—. Perdonen la pregunta, pero es necesaria: ¿discusiones?
—No, no, faltaría más. Va todo bien.
—Por tanto, ¿no tienen idea de los motivos de la inquietud de su familiar?
Todos a la vez:
—No.
—No.
—No.
También las desapariciones eran competencia de nuestra la Sección de homicidios y delitos contra las personas, al poder implicar delitos de sangre, por lo que, al día siguiente, antes de terminar su trabajo, el brigada Pitrini, llevó, como correspondía, a la oficina del comisario jefe D’Aiazzo y mía el relato de los Trastulli, junto con un par de denuncias nocturnas más, para que a su llegada el superior las asignara a sus comisarios subordinados.
Yo estaba el despacho y el colega, tras dejar sobre la mesa de Vittorio su pila de carpetas e indicarme con el índice derecho la que estaba en lo alto, me dijo:
—Estos han denunciado esta noche la desaparición de su marido y padre, pero no me parecían demasiado preocupados. La esposa dijo que estaban inquietos, y puede que sea así, pero no parecía que lo estuvieran mucho. No sé, tal vez sea una impresión falsa, es verdad que la gente sabe contenerse externamente mientras sufre mucho en su interior. Pero creo que será mejor decírselo al jefe. Me voy a casa, ¿se lo puedes decir tú?
—Sí.
Aún tenía ganas de hablar:
—Tal vez yo sea un malvado, pero me parece que estaban más interesados por los asuntos de dinero que por la desaparición del familiar.
—¿Te han dicho que les van bien los negocios?
—Más o menos, con otras palabras.
Cuando salió el colega, abrí distraídamente el expediente. Me vino a los ojos que la familia vivía en la misma dirección que mi amigo y que se llamaban Trastulli e inmediatamente me vino a la cabeza esa Navidad de 1961 en la que nos encontramos con ellos en el restaurante.
FOTOGRAFÍA FUERA DEL TEXTO
Antigua centralita y sala de operaciones de la Comisaría, en los años 50-60 del siglo XX. Archivo fotográfico de la Policía del Estado
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