Quema. Herman Pontzer

Quema - Herman Pontzer


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      AÑOS DE PERRO

      —¿Una miaka ngapi?

      Me encontraba hablando con un varón hadza, de unos veintitantos años, según mis cálculos. Lo interrogaba como parte de nuestra investigación anual para reunir información básica sobre salud en los campamentos que visitábamos. Hacía lo que podía con mi suajili, comprensible pero malo: ¿Cuántos años tienes?

      Pareció confundido. ¿Tal vez no lo dije bien? Volví a intentarlo.

      —¿Una miaka ngapi?

      Me mostró una sonrisa. “Unasema”: Dime tú.

      Mi suajili era correcto. La que era tonta era mi pregunta.

      Para un estadunidense típico, siempre saturado de actividades, uno de los choques culturales más notables con los hadza es su falta de interés en el tiempo. No es que no tengan la noción: viven con los ritmos diarios de la luz y la oscuridad, el calor y el frío, el ciclo lunar, los ciclos estacionales de lluvias y sequías. Son perfectamente conscientes del crecimiento y el envejecimiento, y de los hitos culturales y fisiológicos que delimitan nuestras vidas. Tras décadas de visitas de investigadores y otros fuereños, incluso tienen alguna noción sobre la medición occidental del tiempo en minutos y horas, semanas y años. Lo entienden, pero sencillamente no parece preocuparles. No les interesa llevar registro. No hay relojes en Hadzaland, ni calendarios o agendas, cumpleaños, días festivos o lunes. Para los hadza la pregunta de Satchel Paige —“¿Qué tan viejo serías si no supieras cuántos años tienes?”— no es motivo de ninguna profunda introspección. Es la vida diaria. Tener que descubrir cuántos años tienen todos los habitantes de un campamento hadza es para los investigadores como una limpieza dental: una tarea anual necesaria, desagradable y un poco dolorosa.

      La indiferencia de los hadza hacia el tiempo resultaría escandalosa en Estados Unidos, donde todos los padres conocen el desarrollo esperado de sus hijos con una precisión de días, y nuestros derechos y responsabilidades están regidos ni más ni menos que por nuestra edad. Caminamos al año, hablamos a los dos, vamos al kínder a los cinco, alcanzamos la pubertad a los 13, somos adultos legales a los 18 y podemos celebrar los primeros hitos de nuestras vidas con un trago legal a los 21.7 Luego vienen el matrimonio, los hijos, la menopausia, el retiro, la senilidad y la muerte, todo en los momentos previstos. Si no es así, resulta motivo de preocupación (y de habladurías). Pero ya sea que nos obsesionemos por cada hito del desarrollo como un millennial de Manhattan o dejemos que los años pasen con la indiferencia zen de una abuela hadza, la velocidad de la vida humana es universal, un ritmo que todos tenemos en común.

      Sin embargo, el ritmo de la vida humana es todo menos común. En lo que respecta a la “historia de vida”, el ritmo al que los humanos crecemos, nos reproducimos, envejecemos y morimos es una rareza, una enorme anomalía en el reino animal. Nuestras vidas transcurren en cámara lenta. Si los humanos viviéramos como el típico mamífero de nuestro tamaño alcanzaríamos la pubertad antes de los dos años y estaríamos muertos a los 25.8 Todos los años las mujeres darían a luz bebés de dos kilos y medio. A los seis años el individuo promedio ya sería abuelo. La vida diaria sería insólita.

      Tenemos alguna noción cultural intuitiva sobre lo inusuales que somos, pero con nuestro estilo típicamente antropocéntrico la ponemos de cabeza. Nuestras mascotas, que se apegan al calendario mamífero normal, viven sus vidas con el que nos parece un ritmo acelerado. Decimos que viven en “años de perro”, y que cada uno de ellos equivale a siete de los nuestros, como si los distintos fueran los otros animales. Pero los raros somos nosotros. Trata de calcularlo al revés: convierte tu edad a años de perro y comprobarás lo extraordinario que eres. Yo tengo casi 300 años (de perro) y me siento bastante bien para mi edad.

      Los biólogos que estudian la historia de vida saben, desde hace mucho, que el ritmo de la vida no es un calendario fijo y arbitrario impuesto desde el más allá. Las tasas de crecimiento y de natalidad, y la velocidad a la que envejecen las especies pueden cambiar —y cambian— a lo largo de escalas de tiempo evolutivas. También sabemos desde hace décadas que los humanos y otros primates (nuestra familia evolutiva, que incluye lémures, monos y simios) tienen historias vitales excepcionalmente lentas en comparación con otros mamíferos.9 Incluso sabemos bastante sobre por qué los primates han evolucionado para tener historias de vida tan lentas. Las condiciones en las que las especies son menos propensas a morir tempranamente a manos de un depredador favorecen un ritmo de vida más lento.10

      Así que ya sabíamos que los primates, incluyéndonos, tienen historias de vida lentas, probablemente como resultado de menores tasas de mortalidad en algún momento de nuestro pasado evolutivo antiguo (tal vez mudarse a los árboles hizo a los primeros primates más difíciles de atrapar). Lo que nadie podía determinar era cómo. ¿Cómo conseguimos los humanos y otros primates ralentizar todo el proceso, desacelerar nuestras tasas de crecimiento y prolongar nuestras vidas? Tal vez tenga que ver con el metabolismo, puesto que el crecimiento y la reproducción requieren energía, como discutiremos en el capítulo 3. Pero ¿cuál es la respuesta? No resultaba claro. La búsqueda nos llevó a zoológicos y santuarios de primates de todo el mundo para descubrir los cambios evolutivos en el metabolismo que volvieron tan extraordinario lo que llamamos la vida “normal”.

      EL PLANETA DE LOS SIMIOS

      Los monos y los simios son inteligentes, tiernos e increíblemente peligrosos. Los cálculos varían, pero podemos afirmar con certeza que los primates no humanos son, kilo por kilo, al menos dos veces más fuertes que los humanos.11 La mayor parte de las especies tienen largos caninos afilados que usan para amenazarse y, de vez en cuando, herirse unos a otros. Cuando se les mantiene en cautiverio no tienen el menor inconveniente en emplear sus habilidades para destruir a los humanos, sobre todo cuando están de mal humor. ¿Y quién no estaría aburrido, molesto e incluso un poco resentido si pasa su vida en un laboratorio médico, un zoológico de tercera o el garaje de algún idiota? Cuando vemos simios actores en la televisión (cada vez menos, por suerte) nos parecen engañosamente adorables. Pero ésos son los jóvenes, pequeños e inocentes que permiten que los humanos los manipulen, a la fuerza si es necesario. Para cuando tienen 10 años de edad, los simios son impredeciblemente agresivos, sobre todo en cautiverio; un instante son perfectamente pacíficos y tranquilos, y al siguiente te destrozan la cara y los testículos. La tendencia de los niños actores a convertirse en delincuentes impulsivos y destructivos es otra cosa que los humanos y los simios tenemos en común.

      Sabiendo todo esto, no podía creer lo que veían mis ojos. Era finales del verano de 2008 y me encontraba en el Gran Fondo para los Simios de Iowa, en su amplio y moderno centro para orangutanes, mirando por una ventanita en la puerta de acceso al área de simios. Allí, Rob Shumaker vertía tranquilamente un té helado isotónico —sin azúcar— en la boca de Azy, un orangután macho adulto de 115 kilos de peso, con un rostro como manopla de beisbol y la fuerza para arrancarte un brazo con facilidad. Rob no es un idiota; los separaba una reja de acero de alto calibre. Y sin embargo, Azy parecía estar disfrutando su golosina con lo que parecía una gran cordialidad. Muchos investigadores de simios me aseguraron una y otra vez que lo que estaba viendo era imposible: ningún simio cautivo querría prestarse para una investigación, incluso una tan inocua como ésta, y ningún director de un centro para simios sería tan arrogante o tonto para molestarse en intentarlo. Sin embargo, allí estaba Rob, administrándole una dosis de 1,000 dólares de agua doblemente marcada,12 tan fácilmente como si regara una planta doméstica.

      Mi entusiasmo se veía multiplicado por la emoción de hacer algo totalmente nuevo. Ésta sería la primera medición del gasto energético diario (la cantidad total de kilocalorías quemadas por día) en un simio. En ciencia pocas veces llega la oportunidad de hacer algo realmente nuevo, de ser el primero en medir algo importante. Era un momento trascendental. Por primera vez tendríamos una imagen completa de la maquinaria metabólica de un simio. ¿Sería como nosotros? ¿Como otros mamíferos? ¿O descubriríamos algo nuevo y emocionante bajo esa superficie naranja y peluda?

      Traté de controlar mis expectativas; sabía que podríamos no encontrar nada interesante. Durante más de un siglo diversos investigadores han estudiado las tasas metabólicas


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